La historia de Emma Bovary, el personaje de ficción más popular de Flaubert, es bien conocida: una muchacha enferma de lectura pretende que la vida real se adapte a los parámetros de la novela romántica.

En la mitad más uno de las novelas con las que contrae su enfermedad, el final feliz es un final con casamiento. Así que Emma se casa con el primer hombre que es más o menos digno de sus aspiraciones de final feliz.

Como el galán resulta ser un enamorado mediocre y aburrido, sin imaginación ni herramientas semánticas para el amor, Emma decide buscar en la mitad menos uno de las novelas románticas que leyó la solución a su problema: ser una heroína trágica con amores contrariados.

También le sale mal: los amantes son unos palurdos con más labia que el marido, pero igualmente mediocres y cobardes.

Al final queda atrapada en una espiral de desesperación que la lleva al suicidio. No por el mal de amores, sino porque los amantes cuestan dinero y las mujeres, aunque vivan en una casa más o menos acomodada, siempre son pobres. Ya se sabe, la administración del dinero, venga de donde venga ese dinero, es cosa de maridos, padres, hermanos, suegros.

Esa es la historia, el argumento. Si bien Madame Bovary no pasó la prueba del tiempo por la trama, que como vemos es bastante simple, sino por las decisivas innovaciones que Flaubert le legó a la novela moderna; lo cierto es que Emma es una de las protagonistas más famosas de nuestra cultura. Tanto que se ha convertido en adjetivo para nombrar esa dolencia melancólica de quienes tratan infructuosamente de ajustar la realidad a la ficción literaria: el bovarismo.

Pero, ¿y si Emma no estaba enferma de mala lectura? Porque ella había leído clandestinamente decenas de novelitas rosas en el convento en el que había sido educada, pero no todas las mujeres son ni fueron lectoras de novelas rosas. ¿Por qué sueñan también con el casamiento entonces?

Madame Bovary está en el límite entre la transacción entre varones y el casamiento “por amor”. Charles Bovary disfruta de la compañía de Emma, hija de un paciente al que le curó una pierna fracturada, durante meses después de enviudar de su primera esposa. Lentos almuerzos en los que es consentido por estar de duelo y tardes morosas en las que conversa con la única hija de Monsieur Rouault. Charles hubiera querido que su vida siguiera así, atendido por criados en su casa, durmiendo a pata ancha en su cama, y pasando los días libres en el campo. Pero de pronto se le cruza por la cabeza que Emma podría casarse y tiene miedo de que se termine el plácido confort que habita. El padre de Emma no está convencido de que un casi médico sea el mejor partido, la verdad es que está esperando un candidato que le dé la posibilidad de una mejor alianza, una que le permita agrandar la hacienda, pero la nena se está poniendo grande y es claro que no tiene talento para la administración del campo. Así que los dos hombres llegan a un acuerdo. Charles hace la propuesta, Monsieur Rouault acepta encantado. Sin embargo, el padre no quiere entregar a su hija sin que ella de su consentimiento. No sabemos qué le dijo el padre, ni qué respondió ella, porque esa conversación fue sabiamente suprimida por Flaubert, pero podemos imaginar que habrán evaluado pros y contras, y que los pros le habrán parecido más que las contras. Sin embargo, Emma no va al altar cargada sólo con argumentos acerca de la conveniencia de esa unión. También llega cargada de ilusiones. A la simple mediocridad de su futuro marido le insufla todo el polvo de hadas que los libros y las tradiciones tenían para ofrecerle: unos preparativos llenos de rosas rococó rosadas, un casamiento a todo trapo y los ademanes del amor romántico fueron los engranajes perfectos de su máquina de dominación.

Pero, volviendo, Emma no es un caso excepcional. Emma es todas las chicas de su época, aunque no todas tuvieron el coraje de llevar sus ilusiones hasta tan lejos. De su época y de la nuestra. Porque, si bien el matrimonio y la familia están siendo –feminismo mediante- cuestionados, el sueño de “tener una familia”, parece seguir siendo el que está más alto en el ranking de sueños femeninos.

¿No sabían las mujeres que soñaban con casarse que les esperaba una vida entera de trabajo forzado, no pago y nunca reconocido? ¿No sabían que si querían echarse atrás les iba a ser imposible o con un costo altísimo? ¿No saben ahora las mujeres que el amor romántico, lleno de “quiero que seas mía”, “quiero ser todo tu mundo” implica una cesión de autonomía? ¿No saben que “tener una familia” conlleva, aun cuando les hijes se hayan ido a “formar sus propios hogares” que mientras haya marido sigue siendo la cocina el territorio más frecuentado por ellas? Si algo puede decirse del mundo moderno occidental es que las mujeres no son obligadas a casarse. Las mujeres se casan por su propia voluntad. Y no sólo eso, sino que participan activamente en la organización de una celebración destinada a ser “el día más importante” de sus vidas. No todas las mujeres, está claro. No todos los hombres arrasan con la autonomía de las mujeres, por si hace falta aclararlo. Pero todas las estadísticas nos dicen que los hombres casados tienen mucha más libertad y gozan de una autonomía mucho mayor que las mujeres casadas. Baste ir a una reunión de familias en cualquier escuela y hacer la cuenta de cuántos varones hay y cuántas mujeres están presentes.

En estos días hemos escuchado una y otra vez frases de asombro, de indignación, de angustia y de terror. Cómo puede ser que la gente elija, por propia voluntad, firmar un cheque en blanco a quienes dicen a viva voz que pretenden quitar derechos e imponer mayores restricciones civiles, económicas, culturales. Cómo puede ser que les jóvenes elijan a quienes son amigos de la represión. Cómo pueden las maestras votar a quienes quieren cerrar la escuela pública. Por qué profesionales de la salud eligen ser gobernados por quienes quieren eliminar el Ministerio de Salud.

 

A lo mejor podríamos empezar por preguntarnos por qué nos parece normal que las mujeres (muchas mujeres, demasiadas mujeres) sueñen con el vestido blanco, el ramo de rosas y un padre que las lleve por una alfombra roja a los brazos de un hombre. Por qué nos parece tan natural que el objetivo de toda persona de bien sea el de formar una familia, vivir en una casa (con perro o con gato, pero siempre con jardín), tener descendencia y un “trabajo decente” que implique al menos ocho horas de cada día y que el tiempo para hacer lo que nos hace felices se llame “tiempo libre”. Que parezca admirable que alguien se haga millonario a costa del trabajo de un montón de gente. Y que ese montón de gente le entregue voluntariamente su fuerza de trabajo. Por ahí, si deja de parecernos natural el patriarcado y el capitalismo, podríamos encontrar algunas respuestas. Quién sabe.