Desde Barcelona

UNO Ya está, ya se sabe, tomen nota. Los especialistas de la cuestión han pedido la palabra para darla. Según los responsables del Oxford Dictionary la palabra del 2016 es post-verdad. Los siempre retocones de la Real Academia Española no demoraron en recomendar que se la escriba como posverdad pero -siendo estos quienes dictaminan que blue jean es bluyín-hace ya muchos años que Rodríguez no les lleva el apunte. Tampoco es que confíe demasiado en los del Oxford (¿palabra del año ya a mediados de noviembre?, ¿cómo saben que de aquí al 31 de diciembre no puede imponerse otro vocablo?). Pero, en cualquier caso, Rodríguez rescata que, luego de varios años de tontería indeformática (ocupando las primeras posiciones selfie, hashtag, app, emoji) se haya impuesto un concepto que tiene más que ver con la electricidad cerebral que con el gadget de turno. Aunque haya que admitir que este neologismo-palabro creación para algunos del escritor y guionista Steve Tesich en 1992 o del sociólogo Ralph Keyes en 2004 o del periodista satírico David Roberts en 2010 (con la post-verdad, hasta en su origen hay varias opciones) aumentó su uso un 2000% en relación al 2015 a partir del influjo e influencia de las enredantes y cada vez más solipsistas redes sociales. Porque –explican en el Oxford– fue a propósito y por culpa del mal uso de la información en blogs y sites y aledaños que la post-verdad “pasó de ocupar un lugar periférico en el uso cotidiano a ser eje de los comentarios políticos” poniendo de manifiesto que “la sustancia fundamental de la post-verdad corrompida y corruptora es justamente que la verdad ya no importa” y que “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. 
Así, después de la verdad aguarda agazapada una (per)versión de lo verdadero: todo aquello en lo que se quiere creer aunque no sea cierto. 
Y querer creer es creer poder.

DOS Lo del Brexit y lo del plebiscito en Colombia y lo de Trump se erigen en estos días como ejemplos incontestables de lo post-verdadero. Virus que inquieta a los sociólogos, porque demuestra que ya no hay pautas de comportamiento confiables y mucho menos encuestas de fiar. Las “masa silenciosas” ya no hacen lo que se espera de ellas por lógica y tradición. Se actúa por reflejo y no por reflexión. Se dispara primero y se apunta después. Se comment(a) antes de informarse. Y el modo de informarse previamente pasa por lo no verificado ni autenticado, pero sí por lo más post-verdadero. Es decir: por lo más gracioso, ocurrente, loco, imprevisible. Por el rumor, el insulto, la descalificación, lo falso y lo chistoso y pesado antes que por lo certero y auténtico. 
Rodríguez se enteró de que el 40% de los norteamericanos se informa a partir de fuentes poco o nada fiables. Y que a partir de esos postulados cenagosos y movedizos toma sus decisiones más importantes, yendo de ineficaces curas milagrosas para el acné hasta decidir quién será el próximo presidente de los Estados Unidos. Y, en este contexto, Trump (o los apólogos del Brexit, quienes ganado el referéndum admitieron haber proporcionado información endeble y cifras falsas y planes impracticables) es el perfecto mandatario post-verdadero. Una inequívoco signo de los tiempos que afirma, niega, dice una cosa para luego decir otra. Y que ha conseguido la más inquietante de las paradojas: la de que un gobernante que cumpla o que no cumpla con todo lo que prometió en campaña sea exactamente igual de preocupante. Y, ay, de divertido.

TRES Y lo más “interesante” -adjetivo ambiguo y multiuso si lo hay- es que la post-verdad permite todo el tiempo la manipulación y alteración de pre-verdades que dejan de serlo.
Días atrás, en España, la muerte de la cacique valenciana y alcaldesa durante casi un cuarto de siglo Rita Barberá (fulminada por un ataque cardíaco en un hotel a metros del Congreso al día siguiente de haber declarado por blanqueo de dinero) volvió a poner de manifiesto la post-verdadera velocidad/ligereza para resituarse de los políticos en general y de los del Partido Popular en particular. Allí estaban todos: elegíacos de una figura controvertida e imputada y pidiendo justicia por la “cacería” y “linchamiento vil” que había sufrido Sata Rita por parte de medios y oposición. O algo por el estilo. Creyendo en eso más allá de toda previa y precaria condición fisiológica y dictamen de autopsia. Cuando Barberá -se sabe- se nutría y crecía con todo lo que le arrojaban desde la orilla contraria. Lo que de verdad -o de post-verdad– acabó con Barberá fue el comprender que sus propios “coleguitas” la eyectasen de los sitios y bancadas que solía frecuentar convirtiéndola en una apestada a la que le negaban hasta el saludo (la familia advirtió expresamente que ni quería verlos por el velorio; pero allí fueron haciendo caso omiso como post-verdaderos y plañideros necro-ibéricos de pata negra) y obligándola a ocupar puesto en el senado dentro del brancaleónico “grupo mixto”. Y quedándose allí dormida, dicen, por el influjo de los poderosos antidepresivos que tomaba para capear los últimos tiempos. Así, lo que se conoce como “cadáver político”; que es aquello que suele dejar todo “animal político” cuando se queda sin uñas ni dientes. Mariano Rajoy (a quien Barberá había salvado y encumbrado en un congreso en Valencia) siguió su método habitual: miró para otro lado, comenzó a referirse a ella como “esa persona que usted me menciona”, y dejó que fuesen sus subalternos “nuevas generaciones” quienes cortasen su cabeza como signo de “regeneración política”. Ahora, post-mortem, en un pirueta dialéctica asombrosa, algún portavoz del PP aseguró que Barberá había consentido en ser “apartada” para así no importunar al partido y que, a cierta distancia, no cayese en las fauces de las “hienas que aún así siguieron mordiéndola”. O que ellos no querían, pero que lo hicieron obligados por las exigencias de Ciudadanos. En cualquier caso, Barberá -dicen- no entendió lo que pasaba y lo que le estaba pasando. Y, luego de tanto tiempo en el poder, se descubrió impotente. Y así implosionó en una habitación de hotel de Madrid. Y, piensa Rodríguez, debe ser raro morir en un hotel: en una especie de limbo. Algo que no es ni casa propia ni hospital ajeno sino una zona intermediada donde el Descanse en Paz se confunde con el Do Not Disturb.

CUATRO En cualquier caso, la condenada fue post-verdaderamente canonizada. Y, sí, no hay nada como morirse para ser inmortal y ser post-verdadera. Y Rodríguez tiene que atarse los dedos para no entrar en internet y buscar y encontrar post-verdades sobre el asesinato de Rita Barberá quien, despechada, se aprestaba a patear el tablero y tirar de la manta y prender el ventilador de mierda. Y así hasta alcanzar la posibilidad de que un puñado de hackers hayan amañado la derrota de Hillary y… Decir la post-verdad es como mentir en serio o jurar en joda y todos se han apuntado a ese juego. Y Zuckerberg & Co. prometen que harán algo para contener el vómito; pero no va a ser sencillo colgar el iPhone de Pandora e incomunicar a un territorio fuera de ley en nombre de la hiper-conexión. Porque -atención- la post-verdad no es un arma a disposición sólo del poder sino también en las manos descontroladas de los vasallos quienes desconfían de la figura hasta hace poco respetable del “experto” y que -según Roberts- eligen primero bando casi por instinto. Y luego se lanzan a la caza de post-verdades que justifiquen su elección sin importar delirio o lógica. Así, la post-verdad como la hermana tonta y menos ocurrente de lo conspiranóico y la meta-muerte de JFK degradándose a partida de nacimiento de Obama mientras todos juran solemnemente decir la post-verdad, toda la post-verdad, y nada más que la post-verdad, hasta la post-verdadera victoria, más o menos siempre.