Hay huellas dejadas por los totalitarismos que persisten y reaparecen en cualquier presente. Pruebas al canto: el enjuiciamiento en Alemania a un ex guardia nazi de 98 años por su complicidad en los horrores del campo de concentración y exterminio de Sachenhausen, luego devenido de internamiento bajo el mando soviético en la ex RDA.

Se conoce que su origen fue la tala en 1936 de más de 80 has. de bosque en Brandenburgo, mientras muy cerca se celebraban los Juegos Olímpicos de Berlín. Fueron los prisioneros trasladados de otros centros, objeto de especial humillación y maltrato a su llegada, los que construyeron frenéticamente en un año más de 100 edificios, en donde participaron múltiples empresas privadas que controlaban e instruían las obras. Todo se hizo corriendo: desde la fábrica de ladrillos, a la producción de granadas y cabezas de explosivos, en aprovechamiento de todos los recursos para intensificar la eficacia del trabajo forzado. Incluso se levantaron campos exteriores en cercanías, algunos pertenecientes a afamadas corporaciones. Allí, en procura de aumento de la productividad, hasta llegaron a emitirse vouchers para cambiar por comida o artículos de higiene.

Ya desde su creación, no tardaron en llegar los primeros homicidios: al diputado comunista del Reichstag Gustav Lampe, un guardia le disparó en aplicación del “reglamento de fuga” cuando quiso recuperar la gorra que le habían tirado al otro lado del cordón militar. Desde allí, la represión no se detuvo hasta convertirse en exterminio, para cobrarse las vidas alemanas de legisladores del Partido del Centro y socialdemócratas junto a dirigentes sindicales, y la de tantos otros deportados de países ocupados, como los universitarios checos cuando se clausuraron las facultades en su tierra.

En las celdas de castigo, diariamente la Gestapo torturaba con 25 golpes en el culo hasta a los altos cargos del propio régimen caídos en desgracia. Todos perdían sus nombres y pasaban a convertirse en números, junto con su triangulo identificatorio: amarillo al judío, rojo al político, verde para delincuentes y asociales. Y como si no hubiese bastado con el mito ario germánico, los reclusos eran investigados por el antropólogo fascista Guido Landra, para escribir el Manifiesto de la “raza italiana” de 1940 y así reivindicar la delirante idea de una estirpe milenaria derivada de la Roma imperial y el Littorio.

Fue en este campo en donde se inició al mando de las Unidades Calavera de la guardia SS la famosa “Aktion 14f13” que costó la vida de más de 20.000 prisioneros seleccionados como “indignos de vivir”, los que en cálculos conservadores llegan a más de 100.000 personas en toda la extensión del Reich. Conviene no omitir que los fundamentos jurídicos de tal atrocidad habían sido elaborados décadas atrás por para muchos aún célebre profesor Karl Binding: por su inhumanidad en 2010 el municipio de Leipzig le revocó la distinción de ciudadano honorario.

Pero fue en verano de 1943, cuando ya funcionaban la cámara de gas y cuatro crematorios, que una decena de jóvenes judíos fueron trasladados desde Auschwitz al laboratorio que funcionaba en la enfermería, para realizarles durante más de un año los experimentos por hepatitis de la medicina criminal nazi. Por una de las víctimas, Simon Rothschild, de 96 años, la fiscalía de Giessen formuló acusación el pasado viernes. La crónica revela la condena reciente en 2022 de otro exguardia de 101 años, a cinco años de prisión por participación en 3.518 muertes. Ello señala que Nuremberg fue el principio, nunca el final para la estrategia de reparación a las víctimas, que fue complementada años después con la sanción de toda negación, trivialización, justificación o enaltecimiento del genocidio, que luego se extendió a partir de los noventa por casi todos los países de Europa.

Es un espejo inevitable ubicado frente a la actual encrucijada en nuestro país, dónde nada de lo que sucede es gratuito. La exaltación contemporánea de modelos regresivos propagandistas del odio, que reflotan la retórica “anticomunista” de la guerra fría, forma parte de la persistencia de un trazado autoritario fundamental de nuestro pasado reciente. Sin dudas un factor diferencial entre comunidades es el de su madurez civilizatoria, junto a la capacidad para organizar sus proyectos y realizaciones del porvenir, al amparo de una memoria colectiva que conserve y transmita a las generaciones presentes y futuras qué y cuáles fueron los crímenes contra la humanidad padecidos. Se trata de la función esencial de la “memorialización”, que le llaman.