Las brechas políticas y culturales abiertas en la última década instalaron una fractura importante en el pensamiento crítico latinoamericano, específicamente en el campo de las izquierdas y centroizquierdas, vinculado a los límites y valoraciones de los llamados gobiernos progresistas. En el caso argentino, esa brecha dejó heridas que lejos están de haberse cerrado, pese al giro conservador operado en el Gobierno desde diciembre de 2015. Sin embargo, desde el campo kirchnerista hay quienes hoy proponen la construcción de un frente de unidad. ¿Es posible y es deseable tal frente de unidad? ¿Qué condiciones requiere, además de la previsible unión por el espanto? ¿Acaso no se abrieron ya espacios de confluencia en las calles, reuniendo en un mismo haz diferentes organizaciones y referentes político-sociales que hasta hace poco marchaban en veredas opuestas? 
Es cierto que lo realizado por el gobierno de Cambiemos  durante el primer año de gestión no puede menos que producir un fuerte escalofrío. También es cierto que no se trata de un gobierno consolidado, pues no cuenta con mayoría parlamentaria y además tampoco construyó –no todavía– un esquema de resubalternización atractivo para los sectores medios (que debieron ajustarse en términos de consumo) o eficaz en relación a los sectores populares (en un contexto de aumento de la pobreza). No obstante, el cambio de época es visible en la cosmovisión que el Gobierno trasmite cuando aborda temas cruciales como la seguridad, los mercados, el rol de las corporaciones, el endeudamiento, la protesta social, la educación, el vínculo entre lo privado y lo público, entre otros. Una cosmovisión que refrenda núcleos centrales del neoliberalismo, pero que además vehicula un aggiornamento en lo social y territorial, que podría llegar a instalarlo  en el campo del populismo conservador.
También es cierto que los efectos de contrapoder de parte de una sociedad movilizada en sus diferentes frentes y líneas de acumulación (socio-territorial, sindical, socioambiental) se han hecho sentir notoriamente, por encima de las diferentes narrativas de cambio. Nuestro rol como intelectuales críticos sería entonces el de acompañar esas agendas (o continuar acompañando), en términos de reclamos de derechos y propender a un frente de lucha común antineoliberal o anticonservador. Sin embargo, tanto la coincidencia en el diagnóstico sobre Cambiemos (como cosmovisión y proyecto), como el acompañamiento de los diferentes protagonismos sociales, no pueden llevarnos a hacer tabula rasa del pasado ni a denegar la corresponsabilidad del último gobierno en la gravedad de la situación actual.
Así, cualquier propuesta de convergencia frentista, como la que algunos sectores kirchneristas proponen, no puede hacer la economía del balance del ciclo pasado. Más allá de los puentes facilitados por la desastrosa situación actual, el kirchnerismo realmente existente se asienta sobre varios supuestos imposibles de compartir, entre ellos, la visión mistificada del pasado (la imagen del “país igualitario” asimilada a la “década ganada”), así como la utilización de la victimización como estrategia, frente a las abrumadoras denuncias por hechos de corrupción. Desde mi perspectiva, durante el ciclo kirchnerista la Argentina estuvo lejos de ser un país igualitario: descendió la pobreza y hubo una inclusión por el consumo, al menos hasta 2011, pero las desigualdades se mantuvieron; se acentuó la concentración económica y no hubo una reforma tributaria progresiva. En consecuencia, no es que a partir de diciembre de 2015 los argentinos abandonamos el “mundo feliz peronista” para comenzar a transitar una vez más “la larga noche neoliberal”. 
Pero tampoco se puede reducir el kirchnerismo a una pura matriz de corrupción, pues éste instituyó una agenda de derechos, abarcando desde los juicios a los genocidas, la asignación universal por hijo, la estatización de las AFJP, hasta las leyes en favor de la diversidad sexual. Agenda importante pero parcial pues también obturó de modo deliberado otras agendas de derechos, ligadas a las luchas de los pueblos originarios, a la crítica al extractivismo y los derechos ambientales, a la precariedad laboral, a la demanda de tierra y vivienda, cuestiones que tocan el núcleo duro de los modelos de desarrollo; al tiempo que alimentó la concentración del poder político en manos de la ex presidenta, ocultando el deterioro de los indicadores sociales y económicos y profundizando la derechización de la oferta electoral.
Todos esos tópicos deberían ser abordados en una discusión amplia y plural, si es que en verdad queremos pensar en un posible campo de convergencias o en horizontes políticos comunes que apuesten a reinventar el espacio de las izquierdas, desde una perspectiva posprogresista democrática y emancipatoria, sin pretensiones verticalistas y con amplio protagonismo social. 

* Socióloga y escritora, investigadora del Conicet.