En medio de la conmoción que envuelve a la ciudad de La Rioja, un caso desgarrador ha dejado al descubierto las profundas desigualdades estructurales que siguen azotando a nuestras niñas y mujeres. El hallazgo de un cadáver mutilado y calcinado el viernes 22 en un descampado de la ciudad ha dejado una cicatriz imborrable en la conciencia colectiva. La información oficial demoró una semana en conocerse y ese vacío se fue llenando con rumores y especulaciones.

Hasta el viernes a la tarde nadie había denunciado la desaparición de la niña y la falta de datos concretos derivó en la proliferación de mucha información disfuncional ante el caso. Las redes sociales se llenaron de imágenes perturbadoras y deshumanizantes del cadáver de esta niña, una afrenta a la dignidad de la víctima y a la sensibilización sobre la problematica social que termina con la vida de las más vulnerables.

El cadáver en un descampado de una joven mujer nos recuerda al dolor de aquel carnaval en el que apareció muerta Romina Ríos, pero la posibilidad de que la víctima haya sido aún menor que lo que inicialmente se supo nos obliga en pensar en Sabina, en Zoe, y preguntarnos dónde estará Peli.

La indignación de la sociedad riojana es comprensible. El martes, un allanamiento dio lugar a la detención de una persona, y esa misma noche, algunos medios de comunicación ya la proclamaban inocente. Un viernes lleno de incertidumbre vio dos nuevos allanamientos, con un detenido y la promesa de que se estaba cerca de descubrir al autor del terrible hecho. En este laberinto de secretos de sumario y contradicciones publicadas finalmente este domingo salió un comunicado que confirma la detención de un sospechoso de 43 años cuyo vínculo con la víctima está siendo investigado.

En este contexto, algunos medios locales se aventuraron a publicar nombres que podrían estar relacionados con el detenido, y se esparcieron teorías sobre su parentesco y su supuesta filiación religiosa. Mientras tanto, la identidad de la víctima también se ha convertido en un debate estéril, con versiones que la situaron en Brasil o Bolivia, como si su origen étnico o nacionalidad fuera una variable más relevante que la circunstancia de violencia que acabó con su vida. Hoy todo indicaría que se trata de Thiara, una niña que vivía en la zona sur de la ciudad de La Rioja emparentada con Karina Vayon, otra víctima de femicidio.

Lo que este caso deja claro es la deshumanización y espectacularización de nuestros asesinatos en un momento en el que deberíamos estar sensibilizados con la búsqueda de justicia y equidad. La violencia de género es una realidad que no puede seguir siendo negada, minimizada, ni utilizada con fines proselitistas a nuestras expensas. Justamente el 28s movilizó a un país porque el antifeminismo pasó a ser una estrategia electoral para capitalizar la misoginia, alimentándola, en lugar de combatirla. No es casualidad que en los países en los que gobernó Trump o Bolsonaro los crímenes de odio hayan escalado exponencialmente. Pero si desacreditamos hasta el saber científico no hay problemática social que pueda ser resuelta, por más que sepamos que la violencia simbólica y los discursos de odio son los que sostienen este tipo de delitos.

El movimiento feminista hace rato que expresa de estar harto de gritar que es urgente poner fin a las desigualdades estructurales que la perpetuan y de mirarnos como sociedad con empatía y responsabilidad, pero el escenario actual es apremiante. Mientras pensamos en todo lo que necesitamos hacer para evitar que existan más casos como el de estas niñas, las madres que denuncian la vulneración de derechos de sus hijas por parte de sus progenitores están siendo criminalizadas junto a cualquiera que osé escucharlas y creer en la violencia institucional que denuncian.

Reducionismo del problema social

La idea de que la violencia es un problema que afecta por igual a todas las personas, independientemente de su género, es un razonamiento simplista que omite las realidades sistémicas y profundamente arraigadas de la desigualdad de género. La violencia de género es una manifestación concreta y específica de esta desigualdad, en la cual las mujeres y diversidades son las principales víctimas.

Cuando hablamos de violencia de género, nos referimos a un sistema de opresión que se basa en normas sociales y estructuras patriarcales que perpetúan la subordinación de las mujeres y personas de género diverso. Esto se manifiesta a través de diversas formas de violencia, como la violencia doméstica, las agresiones sexuales, la trata de personas y el feminicidio, entre otras.

Pero además, cuando las víctimas son niñas o adolescentes es fundamental abordar la doble vulneración que sufren, porque a la violencia de género se le suma el adultocentrismo que permea nuestra sociedad e incrementa la problemática que padecen este tipo de víctimas. La violencia que padecen las niñas puede manifestarse en forma de abuso intrafamiliar, explotación sexual, acoso escolar, entre otras formas de maltrato demasiado común. Y en este marco es frecuente que sus dolencias sean ignoradas o minimizadas por un sistema que tiende revictimizarlas.

No es casualidad que hoy en redes sociales la sociedad reclame prisión para la madre de la víctima por no haber denunciado su desaparición, invisibilizado la responsabilidad del progenitor y del femicida.

Reducir este tipo de violencias a un problema de seguridad pública es una simplificación peligrosa que ignora las raíces profundas de estos fenómenos. Si bien la seguridad es un aspecto importante, abordar la violencia de género y el adultocentrismo requiere un enfoque integral que examine las estructuras de poder, las normas culturales y la educación desde una perspectiva de género y de infancias.

Las niñas que nos duelen

Un femicidio infantil siempre nos recordara a Sabina Condori, aún más cuando el desprecio por su vida desecha su pequeño cuerpo en un descampado como se hace con la basura. Sabina nos duele porque es un simbolo del abandono, de la oscuridad que la puso en peligro, de la marginalidad y la crueldad que se cobro su vida. Pero a su vez, un pequeño cuerpo calcinado y la posible vinculación de un pastor evangelista nos duele como Zoe en un contexto de desprotección y de violencia del que reparamos despúes de que fue demasiado tarde. La situación de una niña a merced de un hogar monomarental donde la responsabilidad recayó en una mujer con consumos problemáticos y prostitución que terminó en la tragedia que podría haber sido evitable.

En medio de tantas preguntas sin responder de este caso cabe preguntarnos ¿Qué estamos haciendo para prevenir estos desenlaces? ¿Cuánto penetra la política de la banalización, del descarte, del desecho que imprime cruelmenente el patriarcado sobre las vidas y los cuerpos de las mujeres, niñeces y diversidades? ¿Cómo protegemos a estas niñas de una sociedad que comparte el cuerpo de una víctima desechado y repite por ignorancia que la violencia no tiene género?

La memoria de la joven calcinada en La Rioja merece más que ser objeto de morbo y rumores. Merece justicia y un compromiso real de parte de todas y todos nosotros para construir un mundo en el que ninguna niña o mujer sufra una tragedia similar. Es hora de poner fin a la desigualdad estructural que perpetua el adultocentrismo y la violencia de género, y este caso debe ser un llamado de atención que no podemos ignorar.