Si descontamos las amarguras de las de siempre, todo estaría indicando que ser menopáusicas puede resultar cool y que si me siento caliente como una mona tengo que tirarme a la pileta ya. Pero el bañador del año pasado está gastadísimo y me queda para el culo. Necesito comprar uno nuevo y la convenzo a mi hija de acompañarme, con la promesa de aprovechar la salida para buscar sujetadores para ella. Tiene nueve años y ya empieza a necesitar. ¡Ah, bueno! Heme aquí con la novedad para mis próximos cincuenta años, la cual no es ninguna novedad. La imaginé el día que el obstetra leyó los resultados de la amniocentesis y dijo: “Felicidades, mamá, es una niña”. Aunque no terminaba de saber cómo la encajaría cuando sucediera: hay tipos que la miran por la calle. Por suerte la evolución nos encuentra decididas, vamos a ir a por todas, a tomar el toro por los cuernos.
Es sábado por la tarde, hora punta, Minke y yo nos trepamos al metro a pegotearnos con la marabunta de turistas para ir a las tiendas del centro. Ahí tienen esa ropa baratísima, que venden a montones, y que, al llegar a la caja, por lo general, la suma se vuelve tan inesperadamente abultada que no se puede ni calcular cuál de los señores de Primark, Mango, H&M o Zara están facturando tanto o más que Shakira. Llegamos a la tienda nueva de Primark, un edificio de cinco plantas clavado en la esquina de plaza Catalunya. Hay tanta gente adentro comprando, o simplemente refugiándose en un ecosistema con aire acondicionado, que no puedo ponerme a pensar en las manos que cosieron toda esa cantidad de ropa sin ahogarme.
Nos encerramos en un probador con todos los bañadores que fuimos cazando. No fue fácil la selección natural. Tuve que descartar push ups, rellenos, encajes, aros de alambre, ganchos, cierres, moños, sintéticos, elásticos, flecos y cavados. Nadar entre la diversidad de talles numerados con unas cifras que no se entienden. Buscar un tejido que no sea cancerígeno, hasta que finalmente puedo probarme un sujetador que me queda maravillosamente. Un guante en las tetas, sin nada de perifollos, el ideal para toda la vida. Le busco la etiqueta y el corazón casi me da un vuelco, se llama "Menopause". Está especialmente diseñado para mí, que ya no puedo hacer otra cosa que asumirme en este fantástico nicho comercial que habitamos con las compañeras de mi clase. Bienvenidas, queridas, tanto tiempo jodiendo por el derecho al aborto, ahora ya no lo vamos a necesitar más. Nos vemos en las góndolas del Mercadona, que está a tope con los laxantes, los somníferos, los diuréticos, las isoflavonas, las infusiones, los aceites, el omega 3, las cremas antiarrugas y toda la artillería natural y violeta que nos gusta (sin lactosa, sin azúcar y sin gluten).
Hace unos años fui a una exposición de la caza de brujas en Barcelona durante la Edad Media, en el Museo de Historia de Catalunya, que queda en la esquina de casa. Todavía me acuerdo del guía alto, se llamaba Joan. Estiraba las eses y las eles con el deje sutil de la zona de Olot. Nos contó que las llamadas brujas eran en realidad ancianas viudas o solteras sin hijos o con los hijos fuera de la casa hacía mucho tiempo (vamos, como mi madre). Estas mujeres vivían apartadas y sin recursos económicos, y por eso eran el chivo expiatorio de la sociedad de aquellos tiempos, ya que la iglesia y el estado complotaban para expulsarlas de las casas que habitaban y así quedarse con las propiedades y, de paso, cancelar sus conocimientos, sobre todo los referidos al área de medicina. La iglesia prefería recetas más cortas, de cuatro letras REZA o DIOS, qué tanta planta, dieta, luna, agua, palabra o medicamento. No vayan a joderle las viejas el chiringuito al señor.
Para esa exposición habían armado un enorme y precioso mueble boticario de madera con pequeños cajones repletos de romero, tomillo, cimicífuga, hinojo, ruda, ajo, etc. Cada cajón tenía un botón que, al ser tocado, aparecían en una pantalla del costado las propiedades de las hierbas medicinales, qué enfermedades curaba y en cuáles recetas de cocina se empleaban. En otra sala también habían reproducido los diferentes artefactos de torturas con que se lograban las confesiones de brujería. Las personas que estábamos en esa visita escuchábamos boquiabiertas, disparando salvas de preguntas, en una repentina comunión de espanto y maravilla a la vez.
Entre una de las manos levantadas alguien quiso saber cuáles eran las acusaciones y Joan nos dijo que delante de cada tragedia que se producía por inundaciones, sequías, avalanchas, incendios, pestes, partos mal acabados, ganado muerto o asesinatos, se las culpaba. Se les iniciaban estos juicios que conocemos, que las echaban al agua, y si la señora flotaba era una bruja, entonces la tiraban al fuego, pero si la señora se ahogaba, entonces ahí tenía suerte, porque las recibía Dios. También nos avisó que justo en esa época la tierra estaba viviendo un proceso de cambio climático natural, en cierta parte parecido al que vivimos ahora, pero sin la injerencia humana.
Hablando de la vida en la tierra este fin de año son las elecciones en España. Yo no voto, tengo documentación italiana, como mucha de la gente que conozco. Argentinas, latinoamericanas, francesas, marroquíes, chinas, alemanas, paquistaníes, inglesas, japonesas, suecas, el 15 % de las personas que habitamos este suelo no votamos, pero estamos inquietas. Ya tenemos visto cómo se pone el clima cuando a Europa se le da por caminar derecha.


