Se entiende por quicio a uno de los laterales del marco de una puerta o una ventana, donde se fija la misma con un perno o bisagra. Si llegara a desprenderse por alguna razón, la puerta se sale del marco, pierde funcionalidad y ya no sirve para lo que fue diseñada, establecer un límite entre el exterior y el interior de un lugar. Se sale de quicio, se torna un “desquicio”.
Hace varias semanas muchos analistas políticos y cientistas sociales tratan de comprender algo del tembladeral en el que entró la democracia argentina, justamente cuando cumple cuarenta años. Y lo han hecho muy bien, señalando diversos aspectos y matices, gran parte de ellos en este diario.
Un aspecto que me gustaría destacar es que por primera vez, gran parte de los argentinos votaron mayoritariamente a alguien que se sale del quicio, y además, lo hace por derecha. No sabemos distinguir a ciencia cierta cuánto hay de puesta en escena o de actuación y cuánto hay de verdad o autenticidad; mucho más tratándose de alguien que armó su trayectoria política exclusivamente desde los sets de televisión. Sólo sabemos que el triunfador de las PASO fue empleado legislativo del genocida Bussi y que trabajó como economista para una AFJP de Eurnekian, uno de los empresarios más poderosos del país, con inversiones en medios de comunicación. Sobre él, mi mamá dice que le parece que está un poco loco, mi hija veinteañera que “ese chabón, ¿qué se tomó?” y mi analista que se trata de un “border”.
Obviamente, cualquier profesional responsable no dará públicamente ninguna opinión acerca de la salud mental de nadie por fuera de una intervención clínica por tratarse de una falta de ética, pero convengamos que es motivo de comentarios casuales entre profesionales. No deja de ser bastante bizarro alguien que manifiesta consultarle todo a sus perros, incluso sobre decisiones políticas y relaciones de pareja, que ha clonado a uno de ellos después de muerto, y que dice comunicarse con él en una especie de sesión espiritista. Si a eso le sumamos comentarios acerca de su propia familia, particularmente sobre las modalidades del vínculo fraternal, y los modos intempestivos y violentos de dirigirse a distintas personas públicamente, pareciera que no decir nada al respecto implica extremar una neutralidad valorativa que puede llevarnos a consecuencias nefastas, mucho más perjudiciales que caer en abusos de interpretación. ¿Hace falta remarcar que se trata de la elección que designará a alguien al frente del poder ejecutivo de la Nación?
Sin embargo, no se trata de catalogar a una persona en cuestión, sino más bien de problematizar acerca de la relación entre representados y representantes.
En principio, la metáfora de la salida de quicio puede pensarse para nuestra democracia, justamente al abordar la famosa y pasada de moda crisis de los cuarenta años. Hay un evidente descontento con la dificultad manifiesta de mejorar la vida de las mayorías, como lo ha señalado la actual vicepresidenta. Y esto es indudablemente preocupante. Pareciera que son los varones jóvenes y de sectores populares quienes mayoritariamente manifiestan el desquicio. Evidentemente cuesta proyectar un futuro con baja calificación laboral y salarios por debajo de la pobreza, o mucho peor aún, con desempleo. Si a eso se le agrega la percepción del patriarcado en retroceso en el campo de lo simbólico, es comprensible que busquen desmentirlo a través del voto, en un intento de retorno a la desigualdad perdida.
Es cierto que en algunas coyunturas electorales ha ocurrido que algunos votaran a algún tapado que erigían como su representante ocasional, vale decir proyectaban en él su desquicio. Esta vez, quien ha recepcionado la mayoría de los votos parece estar más salido de quicio que sus votantes, más que una proyección se trataría de una identificación con alguno de sus atributos o características. Se ha invertido el sentido. Y esto es novedoso, porque se exacerba el natural descontento.
Hace tiempo que se ha quebrado el voto racional. Eso de votar un programa político ha quedado allá lejos y hace tiempo. Durante mucho tiempo se acusó al peronismo de recepcionar un voto basado en una relación de amor o agradecimiento con un líder. Pero ahora el sentido del voto emocional vira hacia lo negativo, hacia el desprecio. Se postula explícitamente acabar con el kirchnerismo, casi como única propuesta de una de las candidatas, y terminar con la casta política por parte de otro, y entre ambos han superado el cincuenta por ciento de los votos emitidos. El problema es que desde ese odio manifiesto se llega sin escalas a la necropolítica, porque las metáforas de la motosierra y la dinamita implican la muy posible eliminación del otro, quien incluso ha dejado de ser un rival o adversario. La famosa frase de Balbín despidiendo a un amigo refiriéndose a Perón sería un verdadero impensable para estos tiempos.
Algunos dirán que la violencia extrema ya ocurrió durante los años 70, pero allí la disputa era ideológica, entre dos modelos de sociedad en pugna. No es casual que el candidato más votado haya tomado los argumentos del represor Massera y que su vicepresidenta avance en reivindicar a las juntas militares. Actualmente, la eliminación se propone por el simple hecho de existir, haciendo eje en una diferencia étnica, religiosa o de condición social. Negros de mierda, kukas, feminazis y gays parecen ranquear alto en este sentido.
Muchos dicen que esto ha sido inoculado durante años, y no les falta razón. Aún sobrevuela el atentado a la vicepresidenta y la desmentida del hecho por una gran parte de los medios de comunicación, la dirigencia política y consecuentemente, los propios votantes. Pero nada se inocula si no se está dispuesto a recepcionar esos mensajes. Nunca sabremos si es primero el huevo o la gallina.
Quizás debamos contemplar que nos enfrentamos a un cambio profundo de paradigma, a una crisis civilizatoria, porque no parece ser una situación que ocurra exclusivamente en nuestro país, sino en gran parte de Occidente, aunque con características peculiares en cada lugar. Pero aunque así fuera, no me conforma.
Al menos podemos preguntarnos que nos ha pasado para que llegarámos a tanta insensibilidad social. Es claro que la pandemia dejó una marca profunda al respecto. La posibilidad de la muerte en términos personales y colectivos, los perjuicios que se originaron a partir de las medidas de preservación de la vida, junto con el esperable mecanismo de la negación, que incluyó también a la propia pandemia (nadie pareciera ya recordarla) mutó hacia una indolencia e indiferencia hacia el otro y hacia una fragilización del lazo social. De los aplausos masivos a quienes nos cuidaban (arriesgando incluso su propia vida) a pensarnos menos semejantes que nunca.
El único aspecto que me parece destacable del desquicio es la narrativa de cambio profundo. Surge una fraseología jacobina, casi “revolucionaria”, que desdeña los modales pequeñoburgueses. Allí anida alguna posibilidad para las fuerzas transformadoras. Aunque el panorama aparece como muy complicado porque a la inversa de las propuestas clásicas, la libertad parece llevarse puesta a la igualdad.
Porque lo preocupante en el discurso dominante de una gran parte de nuestros conciudadanos es una legitimación de la desigualdad. Prefiero llamarla desigualación, porque en el voto se expresa una acción política concreta para que se desiguale, ya no se trata de una mera expresión de deseos. Cuando se plantea disminuir el Estado, no solo se convalida el discurso de la antipolítica, sino que por primera vez se avanza desembozadamente sobre la educación pública, el derecho a la salud y otras prestaciones elementales que siempre fueron sagradas en nuestro país, y que expresaron los elevados niveles de integración social que nos caracterizaron.
No deja de ser llamativo que en la Provincia de Buenos Aires lo anteriormente mencionado no ocurra tan preponderantemente como en otras provincias que ni siquiera han sido visitadas por el candidato más votado. Es evidente que cuando hay un posicionamiento político claro, cercanía con la gente y gestión efectiva, los espejitos de colores no son comprados por tanta cantidad de compatriotas.
Por eso, a no desesperar, porque toda puerta puede volver a enmarcarse, se puede volver a “enquiciar”. No será sin esfuerzos, y sí con escucha y comprensión, porque hay mucha angustia no fijada circulando en nuestro tejido social. A lo maníaco habrá que ponerle una buena parte de realidad, a la fantasía desbordante de la aniquilación la posibilidad de que lo colectivo y la apuesta por la vida sea más fuerte. Hace cuarenta años pudimos eludir el total arrasamiento de lo mortífero, incluso tiempo después derrotamos a la impunidad como ningún otro país pudo hacerlo.
Lo volveremos a hacer, no tengo dudas. Pero para ello, es indispensable que nos pongamos en movimiento.