Desde Barcelona

UNO Las persianas bajas, el aire casi sólido de tan quieto, la calle arrasada por esa luz blanca y ardiente que es como el de la onda expansiva de una bomba atómica. Y, en la cama, sobre sábanas sudadas, no acostado sino tirado (que no es lo mismo que abatido, situación de moda por aquí), Rodríguez salivando. Y, de pronto, incorporándose como si tirasen de sus hilos; preguntándose dónde está y qué hora es. Y respondiéndose que algo así deben sentir los vampiros cuando se van a descansar esperando que caiga el sol y se levante su sed. Pero Rodríguez no puede esperar tanto. Así que arrastra los pies hasta la cocina, abre el refrigerador, y mete la cabeza ahí dentro: donde está fresquito y no suenan, por un ratito, todas esas versioncitas de “Despacito”, afuerita, al otro ladito de la siesta.

DOS En agosto, la no diminutiva siesta (nombre que viene de la antigua y romana hora sexta) es versión wash-and-wear y prêt-à-porter de las siestas vintage de la infancia remota o de la ancianidad profunda. Algo que se desea el resto del año pero que no se puede hacer realidad y que –en el trabajo y luego de uno de esos trabajosos almuerzos de las otras tres y stress estaciones– se disimula encerrándose en el baño de la oficina, o metiéndose bajo el escritorio, o simulando concentración absoluta mientras se practica el raro arte de dormir con los ojos abiertos, o activando esa app llamada iNap y que hace que tu teléfono emita sonidos asociados a la ejecución de alguna tarea: carraspeos, clicks de mouse, cajón que se cierrabre, clackety-clack sobre el teclado... O –si la empresa es hip– hacer uso de la nap-room donde ejecutar una power-nap y salir de allí más eficaz y creativo que nunca al campo de batalla informando de que (bostezo) Carlomagno no se perdía una siesta. Y de paso (los siestólogos recomiendan, inesperadamente, que la actividad siestera será más reparadora si antes de ponerla en práctica se bebe un café) habiendo reducido riesgos de picos de presión arterial y accidentes cardiovasculares.

Pero –en vacaciestas– no hace falta pensar en nada de eso. Y Rodríguez se acuerda de las tórridas siestas de su hormonal adolescencia en las que le daba vergüenza dormir “como un viejo”. Y entonces, para justificar ese sopor, ponía a girar el disco más somnífero en toda la historia del rock: Tales from Topographic Oceans de Yes. Y se quedaba frito vuelta y vuelta antes de que acabasen las invocaciones litúrgicas con voz de ardillita mística del lado 1 de cuatro lados que jamás llegó a escuchar. Ahora, lejos de eso y cerca de esto, desde la calle continúa resonando (mejor eso que “Allah es grande”, hit que pegó fuerte) “Despacito” en remix acid-quechua-gregoriano. Aunque la canción de este verano de Rodríguez no fue esa sino una de la que no sabía título ni intérprete sin que su ignorancia le preocupase en absoluto (¿será esto señal de envejecer o de madurez o de, simplemente, haber pasado a modo siesta?) y recién hoy se enteró que era “Everything Now” de Arcade Fire. Y sacude con languidez el piecito. Y todo su cuerpo es pierna suelta sobre un colchón donde se sueñan sueños que son cortometrajes comparados con los maxi-nocturnos en CinemaScope. Sueños en los que Rodríguez gana el Euromillón y no: no sueña que compra ese yate diseñado por Philippe Stark; pero sí se sueña con que se es invitado a bordo, anclado en Formentera, a dormir la siesta en uno de sus camarotes. Y tanto mejor así; porque quién quiere ser el fatal Jay Gatsby cuando se puede ser Nick Carraway y contar el cuento y no descansar en paz sino tener la siesta en paz.

TRES Sí, en agosto –que ya se viene yendo– la siesta como conversación recurrente por estas fechas. La siesta española –definida por el Nobel Camilo José Cela como “yoga ibérico” a practicar “con pijama, Padrenuestro y orinal”– como ingrediente fundamental del espíritu patrio junto al vino y a la paella y a los toros y al jamón. La siesta española a la que –al viajar a América– le crecieron esos sombreros mexicanos que se venden en La Rambla y que se inclinan sobre el rostro, las espaldas contra paredes y paredones y que te vaya y te sueñe bonito. La siesta española que los-de-afuera-pero-cerca exageran hasta las tres horas y condenan y acusan de ralentizar la economía; aunque los últimos estudios demuestren que en Iberia se trabaja más (la calidad es otra cosa) que en el resto del continente. De ahí que de tanto en tanto se pretenda acabar con la siesta: comprimir sin pause la jornada laboral y convertir a los peninsulares en motores de movimiento constante desoyendo lo que comentan electroencefalogramas en cuanto que hacia las dos o tres de la tarde el cerebro se rinde ante las exigencias del aparato digestivo que reclama buena parte de la sangre y sólo piensa en dormir la siesta.

CUATRO Pero los españoles no siestean más que el resto del mundo, donde la siesta también se siembra y se cultiva y se cosecha. Los números son claros: el 16,2% de los españoles se echa una siesta cada día, el 22% solo a veces, el 3,2% solo los fines de semana, y el 58,6% nunca. Tal vez porque ya el campo no es lo que era y era donde la siesta era la maniobra para buscar refugio del sol feroz. Pensando en esto, Rodríguez se acuerda de que hay dos cuadros de Pablo Picasso titulados “La siesta”. El segundo de ellos, de 1932, ya es claramente picassiano y muestra a una de sus tantas amantes, desnuda y yacente, a las que gustaba de pintar antes para tachar después. Rodríguez prefiere el primero, de 1919, mostrando a una pareja de trabajadores fulminados por el cansancio. Y Rodríguez recuerda a Salvador Dalí (recientemente exhumado de su siesta eterna) quien proponía, luego de opíparo almuerzo, el apoltronarse en un sillón sosteniendo una cucharilla de plata entre los dedos hasta que ésta cayese al suelo. Y el sonido del metal contra las baldosas lo despertaba y ya estaba listo para seguir pintando relojes líquidos dando horas tan acuosas como las que ahora pasan como si no pasaran.

Y no: Rodríguez no pasó por la marcha de la unión desunida del sábado. Porque ya está agotado por la manipulación de asesinados y heridos. O por tanta discusión acerca de políticos que repelen o de imanes que atraen o de cuerpos policiales que se ponen de perfil para esquivar responsabilidades. O por las historias del yihadista andaluz colifato del califato. O por el siempre inevitable argentino (Rodríguez se pregunta si tal vez hubo un cuarto astronauta argentino en el Apolo 11) que se cruzó en Subirats, a la hora de la siesta, con el masacrador de La Rambla buscando a un musulmán que vivía antes en su casa. Y porque el sí tiene miedo. Por lo que ese “No tinc por!” lo excluye y lo deja fuera. Así que él se queda dentro, en casa, en cama, en siesta.

CINCO Y siesta rima con fiesta, piensa Rodríguez. Y vamos durmiendo la siesta que arriba en mi calle a quién cuernos le importa si empieza o acabó la fiesta y esas verbenas de verano en las que parejas de ancianos bailan –no despacito sino lentamente– viejos valses vieneses.

Y qué hora es: es la hora de no preocuparse por qué hora es; pero no por eso no dejar de contar las pocas horas que faltan para que –entonces siesta rimará con funesta, opuesta, indigesta, gesta, detesta, deshonesta, molesta, descompuesta, protesta, amonesta y, sí, cuesta y resta– suene el despertador de septiembre, tanto más Pink Floyd que Yes, ¿no?