Basta ver un ideograma y compararlo con una palabra occidental, o escuchar hablar a dos cajeros de un súper chino, para comprender en segundos el abismo que separa ambos mundos, ambas lenguas. Sobre ese abismo trata en parte El futuro perfecto, primer film en solitario de Nele Wohlatz. Sobre ése, que podría llamarse “abismo externo”, y sobre otro, interno, sobre el cual suelen hablar muchas películas asiáticas: el generacional, en el que una férrea tradición suele imponerse sobre el deseo de independencia de los más jóvenes. Llegados a este punto se hace necesaria una aclaración: la palabra “abismo” tiene, por las fantasías de caída que conlleva, connotaciones dramáticas, trágicas incluso. Ese pathos no se corresponde en absoluto con el mood de El futuro..., película tan sencilla como transparente, cuya forma –aspecto ingenuo, estructura sofisticada– parece reflejar el trabajo en colaboración (ver entrevista) de fuerzas disímiles y complementarias: la de la realizadora y la de Xiaobin Zhang, su protagonista.

El primer plano es, con perdón por la aparente redundancia, un primer plano. En este caso, la referencia no es a su orden cronológico sino a su tamaño. Alguien interroga a Xiaobin (Xiaobin Zhang) desde fuera de cuadro, y Xiaobin responde, en un plano-secuencia fijo. La escena transmite una sensación de acoso que no es tal: no se trata de un interrogatorio policial sino, se entenderá más tarde, de la entrevista de admisión a un curso de español para extranjeros. Y si es un acierto por eso, más lo es por dar a conocer a la protagonista en forma frontal y directa. Imposible no encariñarse con esta chica de 18 años, de expresión dispuesta y físico tan magro como suele serlo el “tipo” oriental, cuando la entrevistadora (voz de la actriz Elisa Carricajo) le pregunta qué fue lo primero que hizo cuando llegó a la Argentina y ella contesta, en el más dificultoso castellano: “Primero dormí”. O cuando va a comer un asado a un bolichito y, como no lo encuentra en el menú y no conoce el resto de los platos, se sienta, mira el menú, se para y se va.

El “argumento” de El futuro... es tan magro como el físico de Xiaobin, que en algún momento occidentaliza su nombre, pasando a llamarse Beatriz. Más tarde, Sabrina, a instancias de alguien que le comenta que suena más parecido a Xiaobin. Cifras de una identidad en proceso de mutación. Xiaobin tiene aquí a sus padres, que trabajan en un lavadero, y a dos hermanos a los que, como nacieron acá, no conocía. Para aprender el idioma, empieza a trabajar en la fiambrería de un súper y a la vez comienza a tomar clases en un instituto, incorporándose a un grupo al que van otras chicas y muchachos chinos, más avanzados que ella. La estructura de la película alterna entre el “afuera” de Xiaobin y el “adentro” en el instituto, donde se realizan algunos juegos de representación. Esta última palabra tal vez justifique la inclusión de estos fragmentos: Ricardo Bär (2013) también trataba sobre vida cotidiana y representación, individuo y máscara. De hecho, ¿qué fragmentos de El futuro... son documentales y cuáles puestos en escena, si es que hay de los primeros? En su funcionamiento, la película deja la cuestión de lado. Da lo mismo, lo que importa es lo que le pasa a Xiaobin y lo que ella hace con lo que le pasa.

Aparece un nativo indio que la corteja y que es como su otro yo. “¿Usted ser chino?”, le pregunta (él a ella). Ella se deja cortejar y ése es su problema (con sus padres, que quieren un marido chino para ella). Expresión de la idea de que el idioma y el mundo son la misma cosa, casi al mismo tiempo surgen dos cosas en El futuro perfecto: el melodrama y el tiempo condicional, al que parecería igualarse al futuro perfecto (de allí el título). El melodrama, que es posterior a una ida al cine de Xiaobin y Veejay, aparta a la película del documental y la empuja hacia la ficción. ¿O no? ¿No hay acaso historias de melodrama en la vida real? Más allá de la discutible interpretación gramatical, el aprendizaje del condicional en clase permite a Xiaobin imaginar otros futuros , que incluyen, en correspondencia con el aire naïf de la película, un happy end a toda orquesta. Allí la ficción se autoconfiesa, de una manera tan desarmante como podía serlo en las primeras películas de Godard: mediante uno u otro par de anteojitos (¡distintos según el género!) que Xiaobin se coloca antes de cada escena. ¿Naïf? Sí, pero también lo suficientemente sofisticada como para que su sofisticación no sea ostentosa.