Paradójicamente estamos viviendo en una sociedad en la que la sobreabundancia de palabras de unos pocos se opone al silencio de grandes sectores. Quienes ejercen el imperio de las palabras lo hacen utilizando los recursos y las posibilidades que les da el poder (político y económico actuando en consonancia) sumando a ellos técnicas, estrategias y desarrollos tecnológicos. El propósito no es, por cierto, democratizar la comunicación. Muy por el contrario el objetivo es saturar para que se escuche solo la propia voz. Para lograrlo todos los recursos son “válidos”: la mentira, la difamación, la manipulación. También los discursos contradictorios y carentes de sustento fáctico. Para quienes así proceden, no es importante atenerse a la veracidad de los hechos. Tampoco se imponen coherencia entre sus propias acciones –o las de las instituciones a las que representan– y los discursos. Lo que realmente importa es el efecto, el impacto que se logra sobre los diferentes públicos y el sentido que ello genera. Por esta vía los medios de comunicación –y sus comunicadores– cambian de lugar y de función. Si antes la responsabilidad primordial era la de transmitir y difundir los hechos con la mayor fidelidad posible a lo acontecido, ahora se trata –en primer lugar– de ser partícipes en la generación de los acontecimientos que luego serán comunicados con un claro propósito político y en alianza con factores de poder. Con este fin los medios y los periodistas actúan, de manera consciente o no, pero siempre de modo funcional, como parte imprescindible e importante del engranaje del poder. Esto es por lo menos una parte, una faceta, de lo que se ha denominado posverdad. 

Un claro ejemplo de lo que estamos tratando de discernir ocurrió con la comunicación de la multitudinaria concentración del pasado viernes a Plaza de Mayo reclamando la aparición con vida de Santiago Maldonado. Los desmanes generados por un minúsculo grupo –difícilmente identificable en cuanto a su procedencia y sus intenciones– ganó las primeras planas tapando –o pretendiendo hacerlo– lo más importante: la masividad de la protesta pacífica, la legitimidad del reclamo y, por supuesto, generando la oportunidad de eludir o por lo menos postergar, las respuestas que el Gobierno y el Poder Judicial le deben a la familia de Santiago Maldonado y a toda la sociedad.

De la mano de la concentración mediática, la cadena privada de los medios de comunicación invirtió la jerarquía de la información, poniendo en primera plana los hechos violentos –importantes pero secundarios al tema de fondo– y marginando la significación del acontecimiento central al que se pretendió deslegitimar a través de la asociación discursiva con los primeros. Para hacerlo se sustituyó el análisis acerca de los posibles orígenes de los episodios de violencia, dando por descontada la responsabilidad de los convocantes de la manifestación y sin ni siquiera considerar la hipótesis de la maniobra y la provocación, reduciendo todo a la titulación que relacionó lo sucedido con la violencia, la intolerancia y endilgando responsabilidades a “la izquierda”, a “los K” y así por el estilo. Para completar el combo el discurso dio un paso hacia la legitimación simbólica de la represión, algo que el Gobierno necesita como componente imprescindible para avanzar con su plan económico, aunque para mantener ese propósito en el marco de su relato “democrático” se vea impelido a persistir en la fabricación de enemigos internos que van desde “el narcotráfico”, hasta el “terrorismo” y el “clima de violencia generalizada”. De esto último también se encargan los medios y los periodistas delegados para la construcción del discurso, mientras la maquinaria paraoficialista de trolls –financiados con dinero del Estado– aturde e inunda las redes con mensajes en el mismo sentido.

Santiago Maldonado continúa desaparecido y todo lo que tenemos hasta ahora apunta, como lo indica la carátula del expediente judicial, a que se trata de una desaparición forzada de la que es responsable el Estado y su máxima conducción política. Sin embargo, no hay “juicio mediático” para los presuntos agresores. Todas las investigaciones, las sospechas y las incriminaciones ventiladas en la mayoría de los medios van en contra de la víctima y de sus familiares. El discurso mediático revictimiza a Santiago y a su familia, mientras exculpa a quienes son –por lo menos con las evidencias que hay a la vista– los verdaderos responsables del hecho. Otra vez el foco se saca del acontecimiento central para eludir respuestas y responsabilidades. Otra vez hay sobreabundancia de palabras vacías de verdad e intencionadas en cuanto a su sentido político para tapar los silencios del poder.

Esta es una de las características del sistema de comunicación que domina hoy en la Argentina. Saturación de palabras y de imágenes que tienen la inocultable intención de aturdir y de hacer desaparecer los reclamos y las demandas de grupos y sectores de la sociedad a los que se pretende relegar a un cono de sombra y de silencio.

Ante esto es importante no perder de vista que el silencio mata a quienes no pueden expresarse y mata a la democracia como sistema. Mata el silencio sobre la situación de quienes pierden su trabajo o apenas tienen para comer. Matan la estigmatización y la descalificación que el sistema de medios hace de las voces disidentes. También la represión que desde el Estado se ejerce –de diversos modos– sobre los pocos medios alternativos. Matan la criminalización de la protesta y el ocultamiento de sus reclamos. Matan la mentira sistemática y el cinismo practicado por voceros y funcionarios oficiales, reforzado por el sistema privado de medios.

Por todo ello, las luchas comunicacionales para reclamar la aparición con vida de Santiago Maldonado, para denunciar los atropellos contra Milagro Sala y otras personas detenidas de manera ilegal, para transparentar los atropellos que se cometen contra la calidad de vida de los ciudadanos, para disputar el relato oficial así sea en inferioridad de condiciones, son las únicas maneras posibles de evitar que también la democracia entre en un peligroso cono de silencio.