Nunca fui jungiana. Si bien la sincronicidad me suele sorprender para bien, soy vaga para intentar descular su sentido y me falta la bolilla de “azar objetivo” de Breton, así que cuando Claudio Zeiger me dio la noticia con un “se nos fue Rodolfo” llena de sobrentendidos, solo atiné a disimular un llanto breve y seco, al que me acostumbró la pandemia. Acababa de leer la noche anterior la novela El amigo, de Sigrid Nunez. Me había emocionado, y como planeo tener un perro, aunque no un gran danés como el de la novela, me acordé de la ternura con la que Rodolfo Rabanal me había hablado del suyo y no podía encontrar la palabra con que, en el Uruguay llamaban a los callejeros. Di vueltas en la cama, me obsesioné. La recordé más tarde. Era “terbal”, de “terreno baldío”, creo que se llamaba Lobo, para entonces Rodolfo Rabanal habría muerto. Si me estuviera psicoanalizando, se me recordaría que el título del libro que había estado leyendo era El amigo, y que trataba de un duelo, pero dejé el análisis hace un tiempo.

Ya no veía a Rabanal, pero estaba bien seguro en mi archivo de nuestros años felices. Ni llegué a tacharlo de mi lista blanca. Me explico: a mi edad se suele chacotear con la muerte y a cierta altura de la noche de copas, suelo reclamarle a un entrañable ejecutivo de Página/ 12 lo que podría llamarse el cupo fúnebre. Exijo que a mi muerte me dediquen por lo menos la tapa del suplemento Radar. Le hago la lista negra, la de los que no quiero que escriban mi necrológica y otra blanca con los elegidos. Qué ironía para un pedido megalómano: ¡ambas listas se están quedando vacías!

En el 74 yo andaba cerca de la revista Literal, que hacían Germán García, Luis Gusmán, Osvaldo Lamborghini, Jorge Quiroga y Ricardo Zelarayán, no todos al mismo tiempo. Y leía sus obras. Me gustaba esa autofiguración radiante inspirada por la lectura de Henry Miller de Nanina, esa blasfemia contra el pater familiae, donde el narrador se quería coger a la madre y los hijos eran clandestinos de El frasquito, el ataque masivo a la lengua de El fiord donde CGT eran las iniciales de un personaje llamada Carla Greta Terón. Pero cuando me encontré con la prosa afelpada de El apartado, me pasé un poco de ese lado, prefigurando mi irritación a la obediencia debida que a menudo exigen las vanguardias, como la que me llevó, unos años más tarde, a rebelarme cuando Emeterio Cerro nos obligaba a asistir a una obra de teatro que pretendía estar escrita en franco lusitano, duraba dos horas y se representaba detrás de una columna. Cuando salió, me presenté ante la banda de Literal abrazada al libro. “Por fin uno que escribe bien”, dije. Me llovió una excomúnica breve pero insistente, agravios entre el que figuraba el cantado de “histérica”. Los soporté con mi peor cara de marimacho aguantador.

Le hice una entrevista a Rabanal para una revista literaria. No le gustó nada. Aún conservo mis fárragos gozosos. En esa época escribía mal todos los nombres propios y hubiera necesitado asistir a un reformatorio de gramática y ortografía, pero nos hicimos amigos aunque no leíamos los mismos libros. Nos unía La Paz a la hora del copetín. John Barth, Vladimir Nabokov, tal vez Ósip Mandelshtam. Yo solía llamarlo “muchacho” como elogio, sugiriendo, traidora, que los demás eran “chicos”. Él se mofaba de mí diciendo con cierta arrogancia que yo debía dejar de “literalizarme” para “rabanalizarme” un poco. Era inútil: yo solo me debía a Colette y al general Mansilla. Encontraba a Rodolfo Rabanal demasiado serio, un poco hermano mayor, en una época en la que yo le daba al reviente la denominación pomposa de “experiencia”. Él desconfiaba de esta palabra. Como periodista, estuvo tres meses en San Francisco, para registrar el frente interno de la Guerra de Vietnam; durante el 76 cubrió en Córdoba jornadas donde Benjamín Menéndez lideraba la represión para lograr el exterminio del sindicalismo combativo cercano a montoneros y, bajo las balas, llegó a refugiarse en un hotel donde se celebraba una boda judía en la que se disimuló con una copa de champagne en la mano. Pero él no renegaba de la experiencia, solo que la ponía del lado de la literatura: ante unos militantes antiglobalización que tocaban la guitarra en una piazza romana, se preguntó qué hubiera pensado Keats; guardaba en el interior de un libro la servilletita de un café, porque tenía el logo de las Tres Gracias; se paseaba por Via Veneto apostando cual, de entre las mujeres que veía, se parecía a Francesca de Rímini.

Tenía un hermano que había sido preso político y se codeaba con Juan Gelman, con Miguel Ángel Bustos; no se olvidaba en las tertulias donde la sangre solo servía para hacer morcillas o corría, imaginariamente, a causa de ideas, que se venía la noche. Se divertía con pero pronto se distanciaba de Miguel Briante, Jorge Di Paola, Osvaldo Lamborghini, Germán García, y en un párrafo de La vida escrita, se escandaliza: “Este es un grupo salvaje, lleno de feroces rivalidades, alusiones demoledoras, intrigas cruzadas, bromas sangrientas y reconocimientos secretos aunque ácidamente irónicos. Y pese a todo, no se puede hablar de verdaderas canalladas. Ahora no vale la pena discutir ni enredarse en una paja interminable. Es inútil, todos están borrachos menos Dipi”. Es que hay hombres del amor y hombres del otro hombre. Los del amor son menos comunes. Rabanal era uno de ellos, no de contiendas infinitas por mantener un lugar en la coalición masculina, ni asentado en enemistades duraderas, ni parricida sistemático; sí un amante trágico, incapaz de consolarse en patota mediante la degradación del objeto perdido o reacio. Echado, huido, enamorado, solía aparecerse en el bar arrastrando entre las mesas la valija de la expulsión. Hasta que recaló en su gran amor, Cristina Hernández, y se fue a vivir al barrio El Tesoro, de Maldonado, en el Uruguay.

Para la presentación de Un día perfecto (1978), todos los borrachos, y los no, estaban festejando en el Claridge. Estaban Héctor Libertella, Liliana Heker, Luisa Valenzuela, Odile Baron Supervielle –recuerdo que Germán García estaba enmascarado-. Del Claridge nos fuimos al baile de los pintores en Unione e Benevolenza. Muchos murieron después o desaparecieron. Durante esa presentación, Héctor dijo algo enigmático: “Los años vistos de través son travesaños”. En la fiesta, Germán García llevó a Luisa Valenzuela a babucha. Ella tenía puesto alrededor del cuello un visillo de lino de esos que se usan sobre las ventanas. Fue lo último, cuando nosotros soñábamos, que era lo primero; editar en una editorial conocida.

Los diarios o carnets –los de Rabanal, durante años asentados en negras libretas de almaceneros que nunca dejó de extrañar ante el prestigio obvio de las Moleskine- son falsamente fácticos. Si en el presente de la escritura, ya la mera selección de un referente, de entre la inmensidad de los acontecimientos del día, sean los cotidianos o los de pequeño formato o lo que podría denominarse encuentros con hombres notables, lo hace equivalente a una ficción. Lo sabía bien Rodolfo Walsh cuando soñaba con un tiempo en el que el testimonio, seleccionado, montado y ordenado reemplazara como género pija a la novela. Y en La vida escrita, con la presencia de Héctor Libertella, Germán García, Jorge Di Paola, Tamara Kamenszain y Osvaldo Lamborghini, Rodolfo Rabanal parece armar una compañía literaria, más cerca del grupo salvaje, un nosotros de no complacientes con el sistema, la armada brancaleone triunfante de una época; cuando la vida se escribe, él depone como fuera de la fraternidad jurada, apartado, en otra parte, como si por fin, ganándole de mano a la muerte, eligiera –editara- su lugar, ya no solitario en la serie de la literatura argentina.