Juan y Lucía gritan el gol y se abrazan, y se sueltan, y se vuelven a abrazar. Y cuando Juan levanta los brazos, mira al cielo y sacude los puños, Lucía mira el televisor. Ella sabe que las imágenes van a tejerse con sus ojos hasta guardarse en esos lugares de la memoria donde anidan los días distintos, esos días que no se van a olvidar nunca.

Ahora, todo lo que sigue se vive rápido, sin pensar y con el sentimiento por encima de la razón. Es con gritos y risas, es con palabras nuevas en canciones viejas y con el corazón resbalando por la lengua hasta quedar colgado en el borde de la boca, a la vista de todos, un músculo tan rojo, tan frágil que, a punto de explotar se hincha. Y es tanto lo que se hincha que les queda chico el living, la casa, y entonces Juan y Lucía salen a la vereda. Todo es tan celeste, tan blanco; la gente es un bloque que, encandilados, avanzan al este, al río, al monumento. Es la caminata de los que tienen la seguridad de que adelante está lo prometido por fin hecho realidad.

Es la caminata de las cábalas que resultaron, de las promesas que se empiezan a cumplir.

Es la caminata de los que creían cuando nadie creía.

Juan y Lucia se abrazan, se besan, se miran, se vuelven a besar.

Ella tiene puesta la camiseta que compró antes del partido contra México. No le importó dejar de pagar algunos impuestos y la compró.

Juan agarra el celular, sube al auto y antes de ponerlo en marcha toca la bocina. Una, dos, tres veces y cuando Lucía sube, arranca.

Todo es poco. Todo lo que se puede hacer para drenar la alegría, es poco; y a pesar del tráfico y los embotellamientos, nadie pelea, nadie quiere llegar primero, ¿para qué? cuando se está primero solo queda disfrutar, no relajarse, disfrutar.

Una vieja Chevrolet lleva quince, veinte personas. Saltan. Gritan. Toman vino en botellas plásticas cortadas, se convidan.

Hay familias en las esquinas con chicos de dos, tres, cuatro años. Bebés que nunca van a recordar lo que están viviendo y a fuerza de escucharlo durante el resto de sus vidas no lo van a olvidar nunca, nunca más.

Juan llega a la rotonda de Pellegrini y Oroño.

Es imposible seguir avanzando, entonces se miran con Lucía. Es la misma mirada que el goleador, mientras acomoda la pelota frente a la barrera, intercambia con el compañero; la misma mirada que tiene con la pelota cuando la agarra, la gira y la acomoda antes de dejarla en el punto del penal; la misma mirada que le dedica a la copa mientras lo llevan en andas.

Juan gira y agarra Oroño.

A la altura del casino hay dos chicos de no más de veinte años. Hacen dedo como hace más de treinta años que no se hace dedo. El puño cerrado, el pulgar bien estirado apunta a la ruta 9, a Buenos Aires, a la ciudad de Buenos Aires, al obelisco.

Juan para.

Lucia les abre la puerta.

Los chicos suben.

El viaje durará tres horas donde no dejarán de hablar de Ñuls, de Messi, de la atajada sobre el final, de los penales.

El camino hasta el obelisco va a ser imposible hacerlo en auto.

Estacionarán lo más cerca que puedan; caminarán mezclándose entre la gente.

Juan y Lucía de irán de la mano y de a ratos, abrazados.

Todos van a intercambiar vino, risas, porros y gritarán hasta que la garganta les pique, hasta que la voz se convierta en un débil susurro ronco.

Cuando Juan mire el celular verá miles de fotos desparramadas en Facebook, en Instagram, en Twiter, en los portales de noticias de todos los lugares del mundo, y entre todas las imágenes elegirá una: Messi con la camiseta de Ñuls alzando la copa del mundo.

Y cuando lea que el colectivo ya salió de Ezeiza, que agarró por la autopista Richieri, que todos están yendo para allá, Juan y Lucía volverán al auto, harán dos o tres kilómetros, estacionaran debajo de un árbol y volverán a caminar entre la gente.

Las imágenes en directo que llegarán al celular de Lucía serán imágenes tomadas por helicópteros y drones, y ella se sentirá enorme porque sabrá que está ahí, con Juan, dos puntos chiquitos, ínfimos entre cinco millones de otros puntitos.

Ahora, Juan está sentado en el local de calle San Martín y mientras espera su turno Lucía le manda un whatsapp con una foto de ellos dos. Una que salió en un portal de noticias. Están besándose. Lucía tiene la camiseta de Argentina y la punta de sus pies no tocan el suelo porque Juan la está alzando.

La cortina de caña se corre y un hombre lleno de aros, piercing y tatuajes, se asoma.

—Seguís vos —dice el hombre.

 

Juan se para. Ya se afeitó la pierna desde la rodilla hasta el tobillo. Camina y piensa que quizás, tal vez… pero no. Ya eligió. Antes de sentarse en la camilla contesta con un pulgar el whatsapp de Lucía.