La desaparición de Santiago Maldonado y la reacción social, primero, y represiva, después, subsumieron al conjunto de la política exponiendo en primer plano las mejores y peores facetas de las sociedades civil y política. El oficialismo respondió a los vientos represivos sembrados en las fuerzas de seguridad de la peor manera, politizando al extremo la tempestad cosechada. Empujó a la llamada “grieta” una realidad que jamás debió haber estado allí. Su actitud fue inercial, una continuidad en el gobierno de los modos empleados para acumular poder cuando era oposición. Quiso hacer creer que un reclamo universal por derechos humanos elementales, sintetizado en la pregunta “¿dónde está Santiago Maldonado?” era en realidad un reclamo kirchnerista, es decir impulsado desde el lugar del mal según la cosmovisión cambiemita. Los disturbios armados y luego reprimidos del viernes 1° de septiembre, tras la multitudinaria y pacífica manifestación popular, fueron el punto culminante. Pero la estrategia se encontró con una sorpresa, una sociedad que frente al embate represivo reivindicó los logros lentamente construidos durante 34 años de democracia y que le dijo no al retroceso civilizatorio propuesto desde el oficialismo. El resultado fue que luego de un mes de intentar negar la participación de gendarmería y de sembrar a través de su aparato de inteligencia-mediático-judicial pistas falsas, decidió actuar “como sí” hubiese cambiado de estrategia, tarea que por ahora, antes que en un verdadero cambio de enfoque, sólo se manifestó en haber corrido de los reflectores a “la polémica” ministra Patricia Bullrich.

La subsunción de toda la política por el caso Maldonado también dejó en provisorio segundo plano la campaña sobre la mejora de la economía en base a la exageración del rebote estadístico contra 2016 y el impulso de la obra pública, es decir de la demanda, que aún no se sabe si será sólo coyuntural–electoral o si entrará en receso frente a las urgencias presupuestarias de 2018. Mientras tanto, la avalancha de datos económicos consolidan el perfil del país neoliberal, un modelo productivo concentrado en su complejo agroindustrial, sin siquiera un plan estratégico para otros sectores basados en los recursos naturales, como el energético que no deja de caer, e importador de casi todo lo demás. Sus contrapartidas son el potente déficit de la cuenta corriente, que avanza firme hacia un récord histórico en 2017, y el perpetuo crecimiento del endeudamiento. Una “dominancia de deuda” que corre en paralelo con la esterilización de pesos vía Lebac. Nada muy sustentable para cualquier “economista serio”, aunque en el mientas tanto todos actúen como sí los problemas a mediano plazo fuesen, aquí también, un invento opositor.

Con prescindencia del detalle de la sostenibilidad existen consecuencias que la historia y la teoría ya conocen. Aunque en el agregado se pueda sostener la evolución del PIB, sea en un estancamiento relativo o incluso creciendo muy despacio, el resultado del modelo se expresa en el aumento del desempleo. Luego, el mayor desempleo disminuye el poder real de negociación de los trabajadores. El resultado final es el buscado, “el aumento de la competitividad” empresaria por la vía tradicional de la caída del poder adquisitivo del salario. Un relevamiento difundido esta semana por el IET (Instituto Estadístico de los Trabajadores) mostró que el salario formal promedio se encontraba en agosto un 4,8 por ciento por debajo de noviembre de 2015, aunque la caída promedio para la serie completa fue de 6 puntos. Esta contracción es, sin embargo, el resultado de la lucha de clases para los trabajadores formales que conservan el empleo y, en consecuencia, no refleja la situación real de los cambios experimentados en todo el mundo del trabajo, tarea que exige analizar también la desarticulación productiva, el desempleo, el empleo precario y el subempleo.

Los datos conocidos del Indec son que en el primer trimestre se registró una desocupación abierta a nivel nacional del 9,2 por ciento de la PEA, la Población Económicamente Activa, en tanto que la subocupación fue del 9,9 por ciento. Estas tasas fueron más altas en el Gran Buenos Aires, donde la desocupación alcanzó el 11,8 por ciento y la subocupación el 11,9.

Sobre la base de los microdatos de la EPH (Encuesta Permanente de Hogares), el Grupo de Estudios de la Realidad Económica y Social (Geres) elabora un indicador más abarcativo: la “Tasa de Argentinos Desesperados por el Desempleo” (TADD), “un coeficiente con el que pretende mensurar de una manera más abarcativa el drama de la desocupación”.

Para el Geres, la desocupación abierta del Indec es extremadamente restrictiva ya que sólo considera desempleado a quien, habiendo buscado activamente trabajo, no logró hacerlo siquiera una hora por semana. Por eso la TADD suma también otras categorías igualmente lamentables: los infraocupados, personas que sólo trabajan 12 horas a la semana queriendo trabajar más, los ocupados “carne de cañón”, que son los ocupados que trabajan más de 30 horas a la semana, pero por un sueldo ínfimo (por debajo de 4542 pesos) y los desocupados “desalentados”, personas que en el período de referencia desistieron de la búsqueda abatidos ante un persistente resultado negativo.

La suma de “desocupación abierta”, “infraocupación” y “desalentados” puede pensarse como una suerte de desocupación en sentido amplio, un valor que para el primer trimestre del año alcanzó al 14 por ciento de la PEA. Si a este número se suman todas las formas de subocupación citadas se tiene que “los argentinos desesperados por el desempleo suman alrededor de 6 millones de personas, superando al tercio de la PEA”, lo que configura “un mercado de trabajo en estado calamitoso”, la condición necesaria para que sea posible avanzar en la disminución del poder adquisitivo del salario. La condición suficiente está por fuera de las mediciones, es el comportamiento del poder sindical.