“Tiene miedo. Está completamente solo. Está a 3.000.000 de años luz de su casa.” E.T se estrenó en las navidades del 82, yo tenía once años, mi hermana catorce y a escondidas se delineaba los ojos. Casi todos los fines de semana los pasábamos en una casa que mis padres tenían en las sierras, en Salsipuedes. Se llegaba por un camino de tierra que bordeaba el monte, era un lugar aislado, sin luz y con agua de pozo. Cuando llovía y el camino se anegaba nos quedábamos en la ciudad y casi siempre nos mandaban al cine a ver alguna matiné. Amaba el programa lluvia, el cine desde chico me generaba un estado de excitación parecido a la fiebre. Y odiaba el programa naturaleza con sus silencios plagados de ruidos de animales y las noches muy estrelladas. Amaba el mundo artificial del cine, las butacas de falso terciopelo colorado, las golosinas que se pegaban en los dientes, la oscuridad resplandeciente. 

Y en ese tiempo de pura fascinación vi E.T. Antes había leído una y otra vez la frase de promoción. Ya estaba predispuesto a entregarme a su aventura cósmica. Mi hermana me acompañó con desinterés. Descreía de la vida extraterrestre y comenzaba a descreer de la terrestre también y apenas podía con el fastidio que la tomaba. 

Seguramente viajamos en colectivo hasta el centro, compramos dos bolsitas de garrapiñada caliente. Hicimos una larga cola. Todo eso que no puedo recordar quedó tapado por el encandilamiento de la película. Un niño conoce a un ser de otro planeta. Como a todo lo diferente, en principio sucede sólo el miedo. Pero va cediendo al encuentro y la fascinación. La monstruosa criatura tiene dos ojos enormes y melancólicos. Un cuello que se alarga, dedos larguísimos y un corazón luminoso incrustado en su cuerpo retacón. Patas de pato y barriga con pliegues. Por lo que sabemos es herbívoro y le gustan los caramelos, se lo puede vestir con ropas femeninas o dejarlo desnudo porque no tiene marcas de género. Es un ser adorable y extraño. 

Hasta ese momento mis amistades duraban poco y nada; tenía una imaginación alborotada pero nunca había convivido con un amigo imaginario. No jugaba a la pelota, era más bien retraído y callado. Y ahí, en el cine, vi por primera vez la posibilidad del afecto compartido. De querer a alguien hasta el dolor, seguirlo hasta el final, hasta el fondo de la galaxia. 

No sé si me identificaba con el niño protagonista o al ver la criatura me reconocía un poco alienígena y perdido. E.T es el amigo especial, el raro, el diferente, quien no puede vivir en el mundo. E.T es el que convierte la vida común en una experiencia diferente. El especial que precipita lo extraordinario. Entonces, las bicicletas vuelan recortadas en la luna, las flores marchitas florecen, la muerte no es tan terrible y la vida se hace vivible. Y las despedidas son gloriosas e inolvidables. 

Cuidar la fragilidad de lo que se ama, poner cuidado, ir a su encuentro. Si lo amado se aleja ir a buscarlo. Si lo amado está en en otra galaxia, ir con el pensamiento a lo desconocido. Y vivir la pérdida y hacer del hueco un recuerdo preciado. 

Se prenden las luces mientras sigue sonando la música épica. Y mi hermana se tapa la cara y yo sigo llorando y me seco la humedad de las mejillas y ella se acomoda y me pregunta si se nota que ha llorado mucho y le digo que apenas se le ha corrido un poco el maquillaje y le limpio la línea negra que baja del ojo y salimos a la calle con la emoción de lo que vimos.

Armé un album de figuritas de la película, una especie de fotonovela con cada escena, lo completé con cuidado y dedicación. Mientras otros chicos jugaban con figuritas de jugadores de fútbol o autos en los rincones del colegio, yo completé un album que guardé como tesoro durante años. Pasó el tiempo y vinieron otras películas y tendría una cinefilia mas sofisticada y arrogante. Pero al fondo, fijado en el recuerdo de la tarde del verano y el íntimo descubrimiento en el cine: Habría que ir hasta el final de la noche para poder abrazar la criatura que nos salve. Tendríamos que correr las fronteras del miedo y alcanzar entonces el asombro. Tendríamos que desplegar la imaginación más allá de lo conocido. Abandonar la casa, irnos lejos, a otros mundos nunca nombrados. Tendríamos que aceptarnos un día  raros, monstruos, criaturas del borde, llegadas de quién sabe dónde, mendigando cariño y humana comprensión. Tendríamos que tomar la fugacidad de la dicha, lo efímero de los encuentros, el riesgo de los abrazos, la tersura de los silencios en compañía. Tendríamos que viajar para volver y encontrar la propia casa, un cuerpo conocido, un calor, un gesto amable que nos cobije. Tendríamos que tolerar esta intensidad orgánica, molecular, cósmica que nos impulsa y constituye. Tendríamos que transitar los espacios sabiéndonos parte del todo. Tendríamos que hacer un fundido al final, cuando se va la nave, y dejar una estela luminosa flotando en el cielo más oscuro.


Santiago Loza dirige cine y escribe teatro y narrativa. Entre sus películas se encuentran La paz, Extraño, Rosa patria. Y entre sus obras El mar de noche, La mujer puerca, Todas las canciones de amor (las tres en cartel actualmente). Ha publicado recientemente la novela El hombre que duerme a mi lado (Tusquets) y la recopilación de teatro Obra dispersa (Entropía).