El giro de las causas que involucran a casi medio centenar de policías santafesinos da cuenta no sólo de la corrupción enquistada en la fuerza sino también de la crueldad y el cinismo con el que ese sector -al que el gobernador Miguel Lifschitz definió como la excepción y no la regla‑ se dedica a resolver y encubrir sus más severas atrocidades. El mal de muchos, dicen, es el consuelo de los tontos pero es claro que ni la provincia de Santa Fe, ni el gobierno nacional han logrado resolver satisfactoriamente el problema de las fuerzas de seguridad adecuadas al estado de derecho y totalmente subordinadas al poder político y judicial.

El juez federal Carlos Vera Barros llamó a indagatoria a 21 de los casi 30 policías involucrados en la desaparición forzada seguida de muerte del joven Franco Casco. Lo que el fiscal de la causa presume es que a Casco lo golpearon hasta la muerte y luego arrojaron su cuerpo al río Paraná, hace más de dos años.

El joven oriundo de Florencia Varela en la provincia de Buenos Aires estaba de visita en Rosario en casa de unos parientes en Empalme Graneros. Nadie sabe bien por qué apareció detenido en la seccional 7. Lo que sí se conoce ahora es que de allí salió muerto para aparecer 22 días después flotando en el río. Como en el caso de Santiago Maldonado, la primera reacción del gobierno de Antonio Bonfatti en aquel momento fue la de creerle más a la policía que los familiares de la víctima. Cuando la cuestión se hizo muy evidente, cesaron las operaciones que indicaban que a Casco lo habían visto caminando, merodeando una iglesia evangélica y otros despistes por el estilo. El Defensor Público de la provincia de aquel entonces forcejó para llevar el caso a la justicia federal como desaparición forzada de personas. Gabriel Ganón fue llamado loco, conspirador, mentiroso y muchas cosas más hasta que terminó eyectado de su cargo. Más allá de las diferencias que se puedan tener con el estilo del ex funcionario, lo cierto es que en este caso y en otros pujó contra un sólido entramado policial, judicial y político que apostaba más a la oscuridad que a la búsqueda de la verdad.

Hoy se conocen detalles (y se van a conocer muchos más) de la crueldad con que los policías de la comisaría 7 trataron a este joven de condición muy humilde, como su madre que falleció antes de ver la justicia que clamaba para su hijo. Su padre aún vive en Rosario y está desempleado.

El otro caso es el del asesinato de Emanuel Medina y David Campos, a los que la policía persiguió con saña y acribilló a balazos en Arijón y Callao cuando el auto en el que viajaban los jóvenes se estrelló contra un árbol. El hecho ocurrió en junio pasado y la acusación pesa sobre 18 policías. Uno imputado hasta ahora por los homicidios y los otros 17 acusados de encubrir. Esta es una maniobra muy habitual de cualquier fuerza de seguridad en Argentina: Un grupo de uniformados es el que roba o mata mientras el resto se dedica a encubrir lo que pasó. Siempre en estos casos, las primeras pistas -que son clave‑ se pierden, ocultan o tergiversan para que el camino a la verdad sea más sinuoso.

 

 

No es un detalle menor que se llegue a condenas efectivas en estos casos. No sólo para los familiares de las víctimas que las piden porque las necesitan para seguir con sus vidas; sino también para la sociedad. Una ciudad, una provincia, un país no se miden tanto por las cosas graves que puedan pasar sino de la manera que las resuelve. Sociedades del primer mundo enfrentan corrupción, asesinatos, atentados. La diferencia está en que en países centrales estos asuntos se resuelven de inmediato. Los responsables terminan en la cárcel o muertos casi de inmediato. Casi no quedan crímenes impunes o sin saber lo que realmente pasó.

En ese marco, el gobierno de Lifschitz tiene para destacar que ese casi medio centenar de policías imputados de crímenes horrendos, están a disposición de la justicia y que desde el Ejecutivo actual se dejó actuar en libertad a la justicia. Pero por el otro lado, debe comenzar a hacerse significativas preguntas respecto del rumbo de la fuerza policial.

Hay como un convencimiento de que "a nosotros no nos va a pasar lo mismo que a Bonfatti" con la policía. Pero esa convicción ha derivado en una mayor confianza hacia la autorregulación de la fuerza y una baja ostensible en la pretensión de reformar a la policía provincial.

El gobierno de Santa Fe sabe que estos hechos atroces descriptos en esta columna, no impactan demasiado sin embargo -y lamentablemente- en la opinión pública. Una "policía brava" que arrincona y mata a pobres hasta puede sumar algunos puntos en la consideración de determinados sectores. Todo el problema de la inseguridad se resume para muchos en los arrebatos y robos menores que no necesariamente terminan de manera trágica. Eso es lo que le molesta al vecino que, obvio, no advierte que la corrupción y el desapego policial a las garantías individuales y las leyes en general, terminan siendo el escenario en el que es imposible imaginar a una fuerza más profesional y eficiente a la hora de combatir el delito cotidiano.

Por eso los senadores provinciales de la oposición y del oficialismo también, votaron una serie de reformas al Código Procesal Penal de Santa Fe que terminan por darle más poder a esta policía. A una fuerza que está siendo investigada por matar a golpes a un joven dentro de una comisaría, los legisladores le otorgan más poder para arrestar a alguien y tenerlo preso sin la necesidad de informar a la justicia por varios días.

Es como lo que le pasa al gobierno nacional, que cree poder controlar la protesta social con estas fuerzas de seguridad. Logró dispersar un par de piquetes y cortes de avenidas en Buenos Aires que fueron aplaudidos por vecinos hartos de los problemas de circulación en esa ciudad. Pero cuando quiso extender la represión y control apareció el caso Maldonado. Por eso el tema era la obsesión del ex presidente Néstor Kirchner, que tuvo su espacio político nacional tras los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán que terminaron con la vida política de Eduardo Duhalde. Kirchner entró en pánico político cuando se enteró del asesinato de Mariano Ferreyra que no tuvo que ver con fuerzas de seguridad sino con dirigentes sindicales de la Unión Ferroviaria, pero creyó que era un "muerto" que le tiraban al gobierno en manos en ese entonces, de Cristina Fernández de Kirchner.

La democratización de las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales siguen siendo una de las mayores deudas de la democracia.