Los bares siempre son mucho más que lugares de espera. Entre su fachada gastronómica en la que el aroma de café reina, sus mesas esconden encuentros, confesiones, disputas y desilusiones que los convierten en ámbito cotidiano en la vida de cualquier argentino. Para Bruno Stagnaro, incluso, los bares son el espacio al que suele acudir para darle rienda suelta a su proceso creativo. El guionista y director le otorga un lugar preponderante a esos sitios tan característicos de la argentinidad. A punto tal que allá por 2003 no dudó en ponerle al proyecto que empezaba a delinear el nombre del bar al que iba a escribir cada tarde: Un gallo para Esculapio. Lejos de estar atado al título, ese nombre terminó siendo el disparador de la historia que hoy se transformó en la ficción argentina del año, y que se puede ver alternativamente en Telefe (miércoles a las 23.15), TNT (martes a las 22) y Cablevisión Flow. “El juego creativo –confiesa Stagnaro– fue pensar una historia que condujera a ese nombre y a partir de eso apareció el universo de la riña. No tenía idea de lo que era una riña de gallos. No sé si era el mejor nombre para la serie, pero sostenerlo fue una suerte de homenaje a todo el proceso.”

Lo primero que tuvo fue el nombre: Un gallo para Esculapio. Claro que un título no hace una historia, como tampoco una idea interesante hace una buena serie. El director de Pizza, birra, faso y Okupas tuvo que seguir yendo a ese bar de Palermo –que hace años cerró sus puertas– a escribir y escribir hasta darle forma a la historia que hoy protagonizan Luis Brandoni y Peter Lanzani. “Empecé a trabajar una historia de un tipo que venía a Buenos Aires a traer un gallito de riña para el hermano, que nunca aparecía y entonces se vinculaba con Chelo Esculapio, un capomafia de barrio. Además del bar, otro gran disparador fue Camino de Cintura, ya que por ese entonces viajábamos a Burzaco por laburo y pasábamos por esa ruta, que tenía una atmósfera muy fotográfica, muy de western. Me atraía que dentro de la destrucción imperante de la zona había una extraña belleza. La imagen que me había llamado la atención era la del avión de las Fuerzas Armadas que se eleva en Oxigas, donde transcurrió el primer capítulo, que tiene un pasado turbio porque participó de los ‘Vuelos de la muerte’. Tener ese avión allí debe ser como una suerte de símbolo de opulencia. Esa imagen del avión en medio de Camino de Cintura es la síntesis del cruce de mundos que conviven en esa zona. Es un color que no está tan narrado en la narrativa argentina. Y habla del sistema en general”.

–¿A qué se refiere?

–Al destino de las cosas, a mostrar esos elementos que tuvieron una vida pasada tan pesada para nuestra historia y que terminan arrumbados en algún lugar, generalmente para adquirir otro uso del original. Me interesaba mostrar la parte de atrás de toda gran ciudad. Es una temática muy universal. Si bien es muy característico del Conurbano, hay un detrás de escena que siempre esconden las grandes ciudades y que habla mucho de esas sociedades que las que se suelen mostrar. Es lógico: vivimos dentro de una maquinaria que necesita todo el tiempo renovarse y descartar lo viejo. 

Esa historia que tenía destino de largometraje quedó archivada en algún lugar de su memoria y de su computadora allá por 2005. Hasta hace dos años, cuando la gente de Underground Producciones lo citó para desarrollar un proyecto televisivo. “Me pidieron que armara alguna historia alrededor de la Villa 31. Y cuando me puse a ver qué hacer, me volvió aquella vieja idea de los gallos. La piratería vino después, a raíz de un viaje que hice a Rosario, en el que me llamó al atención el tema de los camiones en la ruta. Me pareció que era muy visual y, auditivamente, muy fuerte. Había algo cinematográfico en la situación de camiones andando por la ruta durante la noche, y unos tipos detrás yendo a cazarlos. Me resulta atractivo esa cosa de una jauría yendo atrás de una gran ballena que se desplaza en la inmensidad de una ruta”, describe a PáginaI12.

La trama policial de Un gallo..., que Stagnaro escribió junto a Ariel Staltari, transita por dos grandes ejes. Por un lado, el viaje de autodescubrimiento de Nelson (Lanzani), que se enfrenta a sus propios miedos y a los que le impone un mundo hostil en el que debe abrirse paso. Por otro lado, la ficción pone la narrativa al servicio del ocaso del Chelo Esculapio (Brandoni), un capomafia del conurbano que debe lidiar con los inconvenientes de una banda de delincuentes que de profesional no tiene ni la apariencia, pero también con sus propios problemas personales. Estas dos historias se cruzan en una trama que tiene como gran protagonista a los paisajes de un Conurbano –fundamentalmente el Oeste del Gran Buenos Aires– como nunca antes se había filmado. “Trasladé el relato al ámbito de la historia original porque me parecía que la atmósfera de la Villa 31 estaba más contada. Además, claro, de que me parecía extraño que si eran piratas del asfalto estuvieran en un lugar demasiado enclaustrado”, analiza.

–Cuando uno se mete de lleno en la realización de un proyecto de ficción que, a su vez, refleja ciertas dinámicas sociales que por lo general suelen estar cruzadas por el prejuicio, ¿se plantea qué contar y cómo contarlo sin caer en la estigmatización?

–No trabajamos sobre nuestros prejuicios ni sobre los de los demás. Confiamos en nuestros primeros impulsos, en lo que nos parecía interesante contar, más allá de la mirada moral que uno pueda tener sobre eso. Todo el tiempo la lucha era porque la historia no se detenga y el personaje progrese, sin subrayados innecesarios. Estuvimos más enfocados en contar una historia atrapante que en el qué dirán. De hecho, en la investigación que hicimos en todo el universo de la piratería, a veces nos pasaba que cuando oíamos las escuchas telefónicas sentíamos una gran fascinación por el modo en que estos tipos hablaban y los códigos que tenían. Tratamos de aferrarnos a la fascinación que nos provocaba, como espectadores, ese primer contacto con ese mundo. Quisimos ser leales a la primera impresión que genera lo desconocido y fascinante. Sentíamos que si eso nos provocaba algo a nosotros, podría provocarle lo mismo a los espectadores. 

–No juzga las acciones.

–La mirada no estuvo tamizada por si lo que hacen los personajes está bien o está mal. Más allá que uno no está a favor de la riña de gallos ni de la piratería, en cuanto objetos de ficción nos parecía que había mundos que merecían ser contados. No fuimos rehenes de ninguna mirada moralista.

–¿Es un método de trabajo, o se impuso naturalmente en este proyecto?

–En general, cuando escribo trato de entrar en la lógica del personaje y mantenerme leal a eso. Pero no es un ejercicio intelectual. No me implica ningún esfuerzo. Se da naturalmente. En ningún momento nos planteamos “bajar línea”. Una ficción que opine sobre lo que cuenta me resulta muy didáctica y, por lo tanto, ruinosa narrativamente. La “verdad” del Conurbano siempre es inasible, pero contamos con la mirada de Ari (Staltari), que vivió toda su vida en Ciudadela, por lo cual conoce muy bien todo ese mundo. De hecho, el croquis que aparece en la trama originalmente fue un mapa que le pedí a Ariel que me dibujara para entender geográficamente la zona. En lo personal, además, influyó que mi mujer es de Ituzaingó, que también aporto su conocimiento sobre el universo.

–¿Qué se propuso contar, o qué tenía claro que no quería contar?

–El de los piratas del asfalto es un mundo muy rico, en cuanto a las aristas que atraviesa. El de los piratas es un tipo de delincuencia que involucra a mucha gente. Hay muchos ingredientes, desde el universo del Mercado Central, hasta los “dateros”, la lógística que se arma, el desprendimiento tecnológico de los inhibidores. Además, es una rama delictiva que tiene la particularidad de involucrar a mucha gente, muchas de las cuales están de los dos lados: el dato siempre surge de tipos de las empresas de seguridad, o de la de logística, o de algún delincuente que le filtra la información a otra banda... Por eso también se nos ocurrió concentrar el universo de los “dateros” en el Mercado Central, ya que a su vez ese lugar representa otra gran pata del sistema, en tanto alimenta a toda gran ciudad. Es un mundo narrativamente muy rico, que no se había contado.

–La banda de piratas del asfalto carece de la hiperprofesionalidad que muchas veces edulcora el relato policial, principalmente de las series extranjeras. ¿Fue una decisión buscada para dotar al relato de colores, o para acercarlo a la realidad argentina?

–Una de las cosas que nos interesaba desarrollar, aunque no tuvimos el tiempo suficiente para desplegarla, es la complejidad de las dinámicas humanas en todo grupo humano. El quilombo en los vínculos de Un gallo... se puede extrapolar a cualquier oficina de Puerto Madero. Esa faceta del trabajo es interesante. Que la banda sea una especie de Armada Brancaleone tiene que ver con que una gran influencia fue El ladrón, de Michael Mann, al igual que Fuego contra fuego, del mismo director. Nos pareció que estaba bueno ir en sentido opuesto a esa idea de superbanda profesionalizada. El color local ameritaba más una banda de delincuentes que la vayan viendo. 

–La riña de gallos es un elemento extravagante para la televisión. Se trata de una actividad desconocida para el gran público, pero que a su vez permite sumarle un color y una estética particular.

–La riña de gallos está muy arraigado a un montón de sectores y sumamente invisibilizado por su ilegalidad. Esos componentes lo transformaban en algo muy interesante de contar. Como tuvimos el impedimento de filmar riñas, tuvimos que buscar diversos recursos estéticos y narrativos para resolverlos. El principal fue enfocar la cámara más en lo que genera en los espectadores que en la riña en sí. Para el que no está en esa movida, es lo más interesante. Las riñas que vi me parecieron un plomo y no dejan de ser dos animales lastimándose. Lo atractivo es lo que despierta la riña de gallos en las personas que van a esos lugares. Hay algo irracional que genera. Uno siente que la adrenalina que sienten los que participan de la riña va más allá de la mera apuesta monetaria. Es como que depositan en sus animales un componente narcisista, vital.

–Un gallo... tiene una puesta más bien clásica, que no rehuye a cierta belleza estética a la hora de plantar la cámara en el conurbano. ¿Fue algo buscado?

–Hacía mucho tiempo que no filmaba ficción, me había dedicado a los documentales y a la compaginación y al montaje desde la productora que tenemos con mi hermano Gabriel. El montaje hace un aporte vital en Un gallo... Hay escenas que siento que crecieron muchísimo por cómo fuimos despojándolas de lo accesorio, que siempre es una tentación. Los años posteriores a haber hecho Pizza, birra, faso y Okupas fueron años de formación. Cuando uno filma documentales va a lugares donde no hay nada y tiene que traerse algo. Ese algo muchas veces hay que darlo desde el punto de vista y la narración. Uno tiene que sacar aguas de las rocas, desde el montaje y de cómo filmás y sugerís a través de los encuadres. Esa experiencia se logró plasmar en Un gallo para Esculapio. La serie tiene planos fotográficos que transmiten cierta atmósfera rutera o de western.

Filmar la marginalidad

–¿Pizza... u Okupas estaban impregnadas de una imagen más sucia, más porosa?

–Totalmente. De hecho, hay cosas que veo de Okupas que me resultan insólitas haberlas filmado de esa manera.

–¿Por ejemplo?

–Miles, pero hay una en particular que me viene siempre a la cabeza. En el capítulo 2, mientras se están drogando en el baño de Quilmes, Chiqui está hablando con el Pollo acerca de que un kilo de azafrán también te hace mal y el tipo está sentado con un plano que toma detrás un cartel callejero que ocupa la mitad de cuadro y queda muy feo. ¡Hoy ni en pedo haría un plano así! Porque por más registro documental que hubiese querido imprimirle, me desplazaba medio metro y hubiera tenido un mejor plano. En aquel momento no tenía registro de eso. Siento que los años de documental están impregnados en esta ficción. Estoy más atento a esos detalles.

–¿No siente que esa prolijidad pueda quitarle potencia a la imagen?

–Es un equilibrio y un interrogante, porque también esa cosa sucia uno la utiliza para enfocarse mas de plano en los vínculos humanos. Pero creo que suma la convivencia. El cine clásico está construido sobre la base de directores de fotografía “prolijos”. Los western clásicos tienen esa construcción de los espacios, los horizontes y los cielos que no le quitan profundidad a los personajes. Una cosa que me pasaba es que después de haber hecho publicidad me generaba la duda de si le estaba quitando un aspecto para ponerlo en otro, en el sentido de que si darle mas bola a lo visual iría en detrimento a darle mayor profundidad a los personajes.

–Todo plano es una elección estética, artística y hasta ética.

–Siempre. Decidir un plano es descartar infinidad de otros. En Un gallo... hubo un grado mas de atención de que el plano sea fotográfico, cosa que en Okupas no tenia noción ni del concepto. No me preocupaba eso. No significa que todos los planos sean horrendos, porque si venís siguiendo la línea de acción de la escena es bastante probable que más o menos la pegues en el lugar donde ponés la cámara, porque intuitivamente vas hacia los lugares en donde vas a generar mayor empatía. Pero cuando vuelvo a ver Okupas me doy cuenta que en ese momento no lo veía, cosa que ahora sí, porque me da la sensación –no lo sé– de que cuando vas hacia lo fotográfico tenés la posibilidad de imprimirle a la imagen lo atmosférico con mayor claridad. Hay menos interferencia entre el espectador y la atmósfera del lugar. Es un trabajo más sintético, en donde se capta la escena y la atmósfera del lugar. Captar la parte de atrás de una gran ciudad, ese oxido acumulado que envuelve a las grandes urbes, era una de las motivaciones de Un gallo... 

–¿Cómo captar esa faceta sin edulcorarla ni estigmatizarla?

–Hay muchos lugares en Camino de Cintura que tienen un abandono acumulativo, que tienen distintas capas de chatarra que superponen. A su vez, eso tiene una belleza. Nuestra idea siempre fue tratar de captar la belleza oxidada, pero sin contarla de tal modo que se transforme en algo literal. De cualquier manera, ni me lo planteé. Estaba más pendiente de que tuviera atmósfera de western. 

–A diferencia de Okupas, Un gallo... tiene una trama de mayor acción.

–La escasez de tiempo condicionó la trama. Una vez que se tomó la decisión de que no fueran 13 episodios sino 10, y después que fueran 9, la historia que queríamos contar quedó comprimida por todos lados. La necesidad de que la historia pasara por determinados lugares de la trama fue en detrimento directo de cierto grado de oxígeno narrativo para apoyarte en los vínculos. Siento que Okupas tenía muchísimo más oxígeno narrativo, para bien y para mal. La mecánica de laburo en Okupas era de improvisar sobre la estructura que ya estaba escrita. Okupas tiene más baches narrativos y uno tiene que ser un poco más paciente, pero a la vez siento que uno llegaba a lugares un poco más íntimos. Era otra búsqueda, que estaba construida en la amistad de cuatro tipos y sus vinculo. Un gallo... abreva en un costado más policial. Otra de las diferencias con Okupas es que en Un gallo... el guión era más fino, en el sentido de que los diálogos son mucho más precisos, con más ritmo en las escenas y en donde los diálogos estaban escritos hasta con los modismos. No queríamos atentar contra el ritmo policial que buscábamos.