Quién pudiera haberla tenido de hermana, maestra, madre, vecina, abuela, tía o cualquier parentesco que se nos ocurra –ilusión de cercanía como antídoto– para tragar la infancia de los setenta con mejor saliva. Pegadas al deseo contado en cuatro líneas aparecen las frases que se repiten cuando se la nombra: “Lo personal es político”; “Somos mujeres. Somos un pueblo sometido que ha heredado una cultura ajena”; “El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas. Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban. Tal vez no se trate de que el amor en sí sea malo, sino de la manera en que se empleó para engatusar a la mujer y hacerla dependiente, en todos los sentidos. Entre seres libres es otra cosa”, por citar algunas entre la madeja de renglones subrayados de su Política sexual, su tesis doctoral convertida en libro faro en 1970 para la llamada segunda ola del feminismo y leído desde entonces como diccionario imprescindible –cuando diccionario es sinónimo de tesoro– en fotocopias o en ediciones con mejor suerte. Un diccionario sin orden alfabético que establece una morfología nueva donde política y vida cotidiana pertenecen a la misma familia de palabras. Es por eso que Millett afirma que el sexo enfunda un cariz político que pasa inadvertido a propósito, establece un recorrido histórico mostrando las transformaciones de las relaciones sexuales y propone una lectura sobre la literatura misógina: “la manifestación más propagandística de toda la producción artística del patriarcado” eligiendo a Jean Genet como contracara de esa literatura en la que incluyó a Miller, Mailer y D.H. Lawrence (Mailer le contestó furioso publicando un artículo en Harper´s). Fueron entonces las palabras de Genet las que advirtieron que la poesía no era exactamente una melodía de curvas sobre dulzuras cuando el tul se quiebra “en facetas abruptas, nítidas, rigurosas, heladas” como una advertencia. Sí, una advertencia. No sigamos tomando el mismo caldo –que una imagen de arcadas ayude– y salgamos a eliminar el más pernicioso de nuestros sistemas de opresión yendo al centro mismo de la política sexual y su delirio enfermo de poder y violencia, decía Kate en cada una de sus apariciones públicas mientras los críticos la describían como una arrogante parroquiana de clase media; en traducción rápida: mujer bruta. En el carromato del desprecio también viajaba su familia católica que varias veces decidió internarla en un psiquiátrico  (le dedicó un libro a su mamita querida y formó parte del movimiento anti psiquiatría). Nació en St Paul, Minnesota, fue a la universidad, estudió literatura inglesa, viajó a Japón, fue escultora, se casó con el también escultor japonés Fumio Yoshimura (se separaron en 1985) y con la fotoperiodista Sophie Keir con quien viajó a Irán en 1979 (las arrestaron y expulsaron durante la celebración del Día Internacional de la Mujer) y con quien vivió y organizó una comunidad de mujeres artistas en una granja en Poughkeepsie hasta el día de su muerte. Una sonrisa poderosa y unos anteojos grandes dibujan los mejores rasgos de su cara cuando la vemos en fotos, en películas o dirigiendo detrás de cámara y, mientras la miramos, como si la pescáramos a punto de subirse a pilotear una avioneta, hacemos apuestas sobre quién puede hacer de ella (¿Elisabeth Moss?) en una película que siembre en el desierto desde el aire.