Se crió en una casa silenciosa en Dover, en las afueras de Boston. Hijo de inmigrantes judíos que llevaban una vida tranquila, de pocos amigos y nunca vacaciones. Mark Granofsky, el padre, es un académico con dos títulos de Harvard. De los tres hermanos, él era el único interesado en la música. Escuchaba todo el día con auriculares; se obsesionó con Siamese Dream, el disco de Smashing Pumpkins del 93. A los trece tuvo la primera guitarra. Aprendió a tocar solo, a pura curiosidad y dedicación. En la escuela no se podía concentrar: ahora piensa que tenía una dislexia no diagnosticada. Era un colegio de varones fundado en el siglo XVII; un profesor de francés tradujo su apellido como Granduciel y desde entonces lo usa. Empezó a grabarse en un portaestudio de ocho canales mientras estudiaba artes visuales en Pensilvania. Después se fue con un amigo a la otra punta del país, a Oakland, California, a vivir su propio sueño Beatnik. Pensaba convertirse en pintor: lo inspiraban Elmer Bischoff, Richard Diebenkorn, el Movimiento Figurativo de la Bay Area de San Francisco. Ponía música –Hendrix, Mitchell, Young–, echaba colores en el lienzo y trabajaba por remoción, buscando la figura escondida. Pero las dos cosas eran trances activos: no se abstraía de la música; al revés, escuchaba con atención, tomaba notas mentales. Y en cuanto podía, porque a la vez era empleado en un restaurant, se sentaba en la cama, prendía la grabadora y tocaba con la misma técnica de los cuadros: sin saber a dónde iba a llegar. Otras noches con el amigo bebían, fumaban y escribían poesía y prosa; también se habían propuesto armar un diccionario conceptual. De ahí surgió The War On Drugs: Adam Granduciel dijo que era un buen nombre para una banda y lo guardó en la memoria. 

Lo siguiente fue mudarse a Filadelfia. La imaginaba como una ciudad ideal para tocar, hacer amigos músicos, eventualmente una carrera. Era el año 2003, él tenía 24. Nada sabía del negocio y ni tan entrenado estaba en eso de socializar. Al tiempo, en el circuito de bares, conoció a un chico un año menor pero con más experiencia en el ambiente. Un rockero de pelo largo, carismático, siempre rodeado de gente. Kurt Vile, el mayor de diez hermanos, hijo de padres musicales, estaba de regreso en la ciudad tras un tiempo largo de viajes. Se reconocieron en las obsesiones mutuas, por haber escuchado al mismo tiempo Blood on the Tracks de Dylan, en la admiración por la técnica fingerpicking de John Fahey. Empezaron a tocar juntos y descubrieron una química. Aún resiste el mito de que a War On Drugs la fundaron los dos, pero siempre fue el proyecto de Graduciel. Kurt Vile ya tocaba sus temas con The Violators, y casi al mismo tiempo, en 2008, los dos lanzaron un debut que el otro ayudó a componer y producir. Todos los años de grabaciones nocturnas de Granduciel, su voz nasal y fraseo folk, se hicieron carne en Wagonwhell Blues, un disco robusto con marcas de trabajo, editado por la indie Secretly Canadian. 

Armó una banda y giró ese álbum por Europa, pero todavía necesitaba el sueldo de una inmobiliaria que alquilaba casas y departamentos. Integraba el equipo de mantenimiento: destapaba inodoros, rellenaba paredes, vaciaba sótanos. Todo lo hacía escuchando sus propios demos. Trabajando ahí conoció a David Hartley, el bajista, el único que lo acompaña desde el comienzo hasta hoy. Un poco por perro solitario, otro por obsesivo sin descanso, Slave Ambient, de 2011, es todavía más obra personal que Wagonwhell Blues. Aparecen nuevos teclados, texturas e influencias, como en ese instrumental llamado “Original Slave” que parece de Spiritualized con armónica. La crítica lo amó y Granduciel pudo dejar el trabajo fijo: ya podía creerse que era músico, que tenía una carrera. Tenía una novia también por entonces y se separó. Volvió de la gira y se sentía extraño, como alienado. Había llegado a los 32 con la profesión soñada: una vida de creatividad y viajes pagos. Pero estaba deprimido, paranoico, algo alcohólico. Y con todo el tiempo disponible para componer y grabar, durante dos años navegó en un laberinto de emociones y estudios de grabación. De Filadelfia, Nueva Jersey, Carolina del Norte y Nueva York. Se hizo fan: usa remeras de estudios. Granduciel, cool en su nulo intento por ser tal cosa, con ese pelo desatendido y manos que hacen fuerza, ahora forma la pareja más linda del condado con Krysten Ritter, la heroína Jessica Jones.

Lost in the Dream (2014), el tercer disco, es la obra definitoria, la primera de una banda que se viene construyendo a ritmo orgánico y claramente apunta a la longevidad. Un testimonio de Adam Granduciel en el Chicago Tribune: “Quiero que los músicos brillen, pero no que toquen los mismos cinco en cada tema sólo porque se supone que ésa es ‘la banda’.” Robbie Bennett toca el piano en “Eyes to the Wind” y trabajó cinco meses refinando su parte. Yo prefiero que grabe en dos canciones en vez de diez y saber que va a estar adentro de esas dos”. 

En 2015, el veterano discográfico Jimmy Iovine dijo en una entrevista que War On Drugs “debería ser gigante” y ofreció un contrato con Atlantic. Un paso más en dirección al éxito a la vieja usanza. Porque estas canciones tienen todo para sonar en autos y estadios: la grandeza de los clásicos del rock n’ roll y la emotividad de los hits personales. Canciones de riffs impregnantes, melodías de película y solos que trasmiten sentimiento, no técnica. Modismos entrañables sobre un mar de teclados y vientos suaves, que expanden la mente y confluyen en codas como paisajes desolados. A Deeper Understanding, el álbum que acaba de salir, se grabó en Los Ángeles y se anunció en abril con un single de once minutos. “Thinking Of A Place” cuenta sobre un hombre que vuelve a Missouri y se impacta con una mujer, pero la pierde de vista en la noche: “El amor es un fantasma a la distancia”. En “You Don’t Have To Go” la frase resuena: “El amor es un pájaro que ni siquiera veo”. Y aún así resulta, entre todo, un disco de amor. Porque Granduciel no es específico ni anecdótico y sus letras parecen sueños donde siempre hay agua, viento y horizontes. En “In Chains” habla de caer al vacío y desmoronarse en los brazos de una mujer con silencio en los ojos. Escribe una primera persona que puede asumir un dolor terrible –“ni siquiera me lo puedo sacudir sin quebrarme”–, la confusión sobre su lugar en el mundo –“no tengo todo lo que necesito si solo vivo en el espacio entre el dolor y la belleza”–, y tiene la voluntad para vencer el abatimiento. Para entender lo que le pasa y salir a la luz.