La ópera prima de la argentina Silvina Schnicer y el español Ulises Porra Guardiola comienza con una serie de imágenes cuyo sentido último la película tardará un buen rato en develar: una adolescente cierra los ojos y dormita en medio de un paraje agreste mientras un chico un poco más joven la observa desde cierta distancia, agazapado detrás de unos yuyos. Un corte ubica al espectador geográficamente, al tiempo que presenta a otro grupo de personajes, dos mujeres de diferentes edades que llegan a una isla del Delta. El breve y conciso diálogo entre ellas transmite la información necesaria para disparar el comienzo de la narración: se trata de dos amigas y la mayor, Rina, de unos 60 años, regresa luego de muchos años de ausencia al lugar, una típica casa isleña que debe ser ocupada ante el riesgo posible de una usurpación. La apuesta de Tigre girará alrededor de esas tensiones: lo dicho y lo apenas sugerido, la necesidad de evidenciar los conflictos –entre esos y otros personajes que no tardarán en llegar al lugar– y la apuesta a cubrir de misterio algunos comportamientos; un relato relativamente transparente y la construcción de climas, usualmente nerviosos y, en algún que otro caso, ominoso.

La impronta del cine de Lucrecia Martel, en particular el de La ciénaga, ha sido descripta en varios textos publicados luego de la exhibición de Tigre en los festivales de Toronto y San Sebastián. Filiación evidente, por otro lado, en particular en lo que hace a las relaciones intergeneracionales: a la dueña de casa interpretada por Marilú Marini y su amiga Elena (María Ucedo) se sumarán tres jóvenes –dos chicas y un chico– y el hijo de Rina, además de aquellos personajes del comienzo del film, que pueden definirse como secundarios a la trama, pero no así a los intereses narrativos del film. Al deseo sexual como motor expuesto o encubierto de varios personajes –potenciado quizás por el cambio de ámbito, salvaje a pesar de todos los signos de civilidad– se suman las diversas disputas entre madres e hijos o hijas, con el trasfondo de una posible venta del lugar. Schnicer y Porra Guardiola van entrelazando todas esas líneas con poco apuro, pero sin estancarse en la descripción repetitiva de tipologías, apoyados por un trabajo de fotografía de Iván Gierasinchuk que destaca la belleza del lugar al tiempo que evita el empalagamiento preciosista.

Pero Tigre es, también, una película de actrices: en las miradas, gestos, roces, palabras y silencios de los personajes femeninos –representantes a su vez de tres generaciones distintas– se juegan gran parte de las virtudes de la película. E, incluso, permiten descubrir un ligero semblante feminista que no es puesto de relieve de manera demasiado explícita, pero se evidencia en las rigurosas o débiles resistencias a la imposición del rigor de los hombres. El hecho de que en las escenas finales se haya decidido tirar un poco por la borda esas sutilezas, al poner en pantalla una catarsis física y algo teatral, parecía anticiparlo en parte el abuso de las metáforas climatológicas: el arribo de una sudestada, con sus aguas en subida (“No sabés los bichos que aparecen. Culebras, bichos extraños”, afirma uno de los personajes, conocedor de las consecuencias del evento), coincide con la cercanía del clímax de los conflictos, dejando al descubierto cierta podredumbre en el momento de la marea baja. De todas formas, esa escritura enfática –que aparece de forma intermitente– no logra opacar completamente el naturalismo extrañado construido pacientemente por los realizadores.