No hubo Alcoyana-Alcoyana: apenas por una semana de diferencia no coincidieron las fechas de estreno del último largometraje de Claire Denis con Juliette Binoche, Un bello sol interior, y el segundo largometraje de la actriz y realizadora Blandine Lenoir, protagonizado por otra gran figura del cine francés, Agnès Jaoui. Ambos largometrajes tienen como personajes centrales a mujeres de unos cincuenta años, separadas y en busca de un nuevo amor en sus vidas, aunque los tonos, formas y medios para narrar las respectivas historias no podrían ser más diversos. Mientras que el film de la directora de Bella tarea impone como uno de sus nortes la manipulación y puesta en tensión de los clichés del drama (o la comedia) romántica, 50 primaveras se entrega casi por completo a varios de los placeres convencionales de la rutina genérica. En otras palabras: mientras la Isabelle de Binoche pone al espectador, en más de una ocasión, frente a un abismo, la Aurore encarnada por Jaoui (de allí el título original) intenta desde el minuto uno de proyección la identificación total y absoluta, una empatía sin derroches a la hora de compartir deseos, sinsabores y pequeños triunfos cotidianos.

Caso testigo: Aurore ha dejado una posible carrera detrás para criar a sus dos hijas y sólo ahora, ante la necesidad económica, ha vuelto al mercado laboral, como mesera de restaurante con amplia experiencia. El momento en el cual decide renunciar -no sin antes dejar en ridículo a su nuevo empleador, uno de esos jefes tan molestos como desagradables- está diseñado para provocar los aplausos de la platea más visceral. Algo similar puede decirse de las varias escenas jugadas a explotar cómicamente los sofocones producto de la menopausia: desde una visita a un médico (hombre) que sólo puede compartir sus penurias en términos objetivos hasta el encuentro con la empleada de una agencia de empleos que parece vivir con un ventilador adosado a su cuerpo para menguar los “calores”. El costado caricaturesco del guion de Lenoir y Jean-Luc Gaget es atemperado por secuencias de un humor menos expansivo –más reflexivo, incluso– y varias situaciones dramáticas disparadas inevitablemente por el paso del tiempo: problemas laborales, síndromes de nidos vacíos, futuros nietos, soledades presentes y futuras.

Es Jaoui quien logra darle un aspecto alisado a un relato con excesivas aristas, merced a una presencia en pantalla que aporta credibilidad incluso durante las instancias menos logradas. En ese sentido –más allá de los gags desembozados, dispuestos en el relato de manera recurrente–, los primeros dos actos de 50 primaveras terminan convenciendo con su mezcla agridulce, pero de sabor siempre suave. La humanidad de Aurore es contagiosa y, por sobre todas las cosas, no intenta imponerse como lección de vida, amorosa o de otra índole. Es sobre el final donde la cosa comienza a espesarse (a almibararse), con su disyuntiva ante dos posibles caminos, la aparición de un deus ex machina definitivamente extremo –y bastante injusto para con uno de los personajes secundarios– y el cierre con moño más insípidamente derivativo del cine francés (o de cualquier otro origen) visto durante la temporada. Apoya desde la banda de sonido el imbatible medley de “Ain’t Got No, I Got Life” de Nina Simone, que parece resumir en compactos dos minutos muchas de los dolores, alegrías y nuevas libertades de la señora de las cinco décadas.