Desde la lectura de Los putos en adelante, pasando indudablemente por Los Marianitos y enfocando ahora en los relatos enganchados de El cine de los sábados (El deseo Ed.), me pregunto si José María Gómez lleva adelante un derrotero propio, absolutamente personal e íntimo o si, (no por el contrario sino en concreto), es el hombre llamado a llevar a su máxima expresión el “programa” de una de las líneas más consistentes de una “literatura gay” argentina, esto es, una de las versiones de la dupla literatura & política. Si así lo hiciere, una carga ardua y pesada, una capa de superhéroe de un material como neoprene le estaríamos obligando a vestir al pobre Gómez. Y, sin embargo, una frase sencilla de la contratapa de su último libro viene en auxilio de él y de nosotros, lo absuelve salomónicamente. “Yo no escribo, construyo una poética, suele proclamar el autor de esta novela…”. Así que mientras él construye esa poética “personal” y se cree a salvo de los mandatos militantes colectivistas y comunitarios, nosotros -yo- lanzamos la conjetura de que efectivamente, este libro, El cine de los sábados, viene a realizar un programa al que no serían ajenos Carlos Correas, Oscar Hermes Villordo, Néstor Perlongher, David Viñas, Roberto Arlt, citados en interesado desorden. Una línea de un realismo subterráneo, potente, ni pietista ni convencional, que bordea estados alucinatorios y lenguajes ásperos pero poéticos. A estas cuestiones programáticas nos referimos, no a un lobby de literatura gay autodesignada como literatura del yo, como relato generacional, como experiencia juvenilista yoica volcada en forma de testimonio contemporáneo improvisado o como nostalgia de todo lo que se amó, se deseó, se perdió en cines, salas porno, discos y callecitas oscuras.

A nadie que haya leído a Gómez se le escapará el núcleo fuertemente setentista de sus historias, esa persistencia del conflicto entre el homosexual y el militante, esa nostalgia por el relato de los amigos separados, muertos, torturados, de los cuerpos jóvenes y hermosos -idealistas e idealizados- y sacrificados en el altar de la Patria, de las patrias. Luego agregaría su aporte más original a la causa: la pasoliniana cuestión de los chicos de la vida, morochos, fuertes, devenidos el enemigo en fuerzas de seguridad. ¿Dónde reside la verdad de los cuerpos? ¿En lo que dicen, en lo que hacen, en lo que son? La identidad, según Gómez, es un problema complejo pero no teórico. Se es lo que se termina siendo, y estos núcleos arraigados vuelven a emerger en El cine de los sábados, donde un guerrillero reaparece en el cuerpo de un soldadito muy Villordo (esos colimbas de la Plaza San Martín de los años 50) o “el misterioso hombre de los servicios” pulula por ahí como un vigilante amistoso y comprometido.   

Pero para no dejar en el aire la cuestión del “programa” planteado al principio, sería bueno fijarlo en este primer tramo del asunto. En parte lo dice Carlos Correas en el comienzo de Los reportajes de Félix Chanetton cuando rememora la sociabilidad del paraíso de los teatros de varietés que cumplían la doble función de teatro y cine porno: “He oído zarzuelas desde el paraíso de un teatro de la avenida de Mayo. Alentado, influido, poseído (y yo perfecciono las posesiones que padezco) por el ejemplo de un ilustre autor del que ya me ocuparé con más detalle (nota: se refiere, si no la pifio, a Jean Genet), querría escribir aquí como una potencia retórica y desarrollar de un modo insolente y pomposo las múltiples imágenes que podrían derivarse de la palabra ‘paraíso’ así como discutir, en estilo señorial, cuestiones de jerarquías y protocolos entre pobres tipos. Pero también confiaría en crear para el lector una voz, mi voz personal”.

Agreguemos, en buen criollo: no disolverse en lo anecdótico; no descubrir un mundo ya descubierto; confiar en un lector real que tarde o temprano estará ahí para coronar la dialéctica de la escritura; buscar una voz personal en vez de reproducir la tecnología comunicacional del momento; trabajar con la experiencia propia y ajena pero reflexionando sobre ella. Asumir el problema insoslayable de la “doble vida” de la literatura gay (como literatura política, como literatura a secas) cuya solución no está en manos exclusivas del autor sino que es un campo de tensiones a atravesar. No marginalizar la escritura (bien hecho el cambio de título: de Los putos a La inevitabilidad de los cuerpos). Pero trabajar con una extremadamente lúcida conciencia del margen.  

El futuro de la literatura gay

Desde Viñas en adelante, se sostiene que la violencia es el vector de la literatura argentina, nacida en gran medida de la violación de El matadero y la invocación de Facundo, los crímenes atribuidos a Rosas y la sed de sangre derramada de Sarmiento. Con matices, se puede aceptar esta tesis que es el emergente de una verdad incontrastable: la literatura argentina nació entreverada con la historia política y esa marca fantasmagórica la recorre hasta entrado el siglo veintiuno le guste o no al que le guste o no. Gómez abreva en esa línea de la violencia no ajena al erotismo y la sensualidad pero capta una perpendicular en la belleza. “Sí, los otros eran todos pibes, como flores tempranas. Hermosos, fuertes, delicados. Las mejores especies de un jardín violento. Pero no los perseguían por violentos sino por hermosos, dice. Entonces, cuando lo tenían en sus manos ¡ah!”, se lee en El cine de los sábados. Los cuerpos disponibles para la violencia y para la belleza no son meros receptáculos de victimización pero tampoco son resistentes envases militantes. Hay de todo. Y en los espacios de circulación de la sociabilidad homoerótica (baños, discos, cines, salas) ese hay de todo es una marca de origen y de época. Se supone que desde la nueva sociabilidad habilitada por el matrimonio igualitario (y no sólo en la sociedad argentina, desde ya) ese hay de todo, esa mezcla social y cultural ya no sería tan ineludible y, menos, obligatoria. Y entonces, resurgieron los nostálgicos del lodo: ay los tiempos de las teteras de Retiro; ay cuando moríamos de sida repudiados por la familia, ay de la minoría intensa cooptada por el Estado. Sin abundar en este tema, puede decirse para tranquilidad de los diversos sectores en pugna que nada se muere del todo aunque se hayan creado las condiciones para su lenta agonía, y que, en todo caso, la cultura virtual ofrece también virtualidades para esas formas de sociabilidad. Pero este sí es otro tema. Volviendo:

El “cine de los sábados” de Gómez es ese cine porno del Once atrapado entre Cromagnon y una bailanta y también podría ser un locus que metaforiza el paraíso de Correas, los palcos de la novela Dar la cara de Viñas, los baldíos y los baños de Villordo, las salas porno de Pablo Pérez y un largo etcétera. Se trata de una pequeña comunidad que tiene más de familia ampliada que de ghetto o “ambiente”. Están los mayores y los menores, los no habitués y el elenco estable, los “corregidos” de algún desvío y los entusiastas corregidores. Hay una moral y una ética: la moral expulsa a los pungas y chorros y dealers que a veces se refugian ahí de la intemperie extrema de la plaza Once; la ética consiste en aceptar básicamente que se trata de una fraternidad de los que están en la misma, y que nadie debe ser maltratado ahí o cuestionado porque en su otra vida está casado o es vigilante.    

Hay en El cine de los sábados tres relatos excelentes que abren el juego (“El guerrillero”, “El paraguayo famoso por la verga”, “La mariquita peruana”) y al menos uno extraordinario, antológico, “El drogadicto”, quizás el texto que mejor podría sintetizar lo que apuntábamos antes acerca de la posible confluencia entre “construir una poética” y llevar adelante el programa de la tribu. 

Como sea, y como corresponde a la ancha alameda de la diversidad, no hay una sola versión, no hay una sola estética, no hay un solo programa. Si desde 2010 en la Argentina se abrió el interrogante acerca del futuro de la literatura gay, se puede decir que la versión 2017 de Gómez revisiona y abre vías al mismo tiempo. Sus personajes vienen del pasado pero son tan de carne y hueso como cualquiera de los cuerpos del presente. Están en el presente. 

“Nadie sabe lo que pasa en el interior de un hombre”, se lee por ahí, habilitando la vigencia de seguir interrogando al lenguaje y a la carne. Lo que sí querríamos subrayar: no estamos frente a un deseo líquido, no estamos frente a una textualidad líquida, ni frente a una testimonial, ingenua, mera afirmación de identidad. 

Un programa en vivo, entonces, para tiempos ásperos donde conviene dejar de lado la inconducente melancolía pero sin perder la pluma, la espada y la palabra.