“Lucrecia Martel viste ropas claras. Una camisa blanca de mangas largas con los puños enrollados hasta el codo, que deja ver las manos huesudas, las muñecas finas, los brazos pecosos. Un pantalón cargo todo embarrado y botas de caucho, de caña alta. Un sombrero de paja le echa un poco de sombra en la cara, sobre los anteojos, sobre el pelo suelto, ondulado, rubión y largo. Nunca levanta la voz, pero cuando habla todos la escuchan. De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire. Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadez y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI”.

Así observó Selva Almada a Lucrecia Martel, hundida en el tórrido aire formoseño en una de las jornadas de filmación. El texto pertenece al breve y delicioso El mono en el remolino, el libro en el que la escritora entrerriana recoge apuntes del rodaje de Zama. Y es cierto: Martel es un ave rara del siglo XXI que viene de explorar el siglo XIX a través del soliloquio del corregidor Don Diego de Zama concebido por la febril imaginación de Antonio Di Benedetto. La novela fue escrita en apenas treinta días y publicada en 1956. Martel pensó qué música pedía la película. La elección no fue sencilla: la sincronía era imposible: “Se trataba de la adaptación de una novela escrita en los años 50 del siglo XX basada en hechos de fines del siglo XVIII y filmada en las primeras décadas del siglo XXI. ¿Qué música usar?”, contó Martel que se preguntó. Jugando con YouTube (“YouTube me ha devuelto la esperanza en la humanidad –dijo. A veces pongo una palabra al azar, para ver adónde me lleva, otras veces voy muy decidida a buscar algo y a los 15 minutos estoy nuevamente a la deriva sin sentido”) llegó a los formidables, misteriosos, inverosímiles Indios Tabajaras, uno de los grandes fenómenos de la proteica industria discográfica de los años ‘50 y ‘60. Lucrecia Martel imaginó que era la música que sonaba de fondo mientras Di Benedetto escribía Zama.

Los Indios Tabajaras fueron dos hermanos brasileños pertenecientes a una tribu del estado Ceará, en el nordeste del Brasil. Muy temprano Antenor y Natalicio Moreyra Lima vieron el filón del carácter exótico de su origen. Interpretaron astutamente qué buscaba la industria del entretenimiento y se espejaron en la cautivante Carmen Miranda, que se balanceaba con frutas tropicales sobre su cabeza para deleite gringo. Las cosas no han cambiado demasiado. 

Manos a la obra, los hermanos fraguaron, o al menos dejaron crecer (la historia aquí tiene sus meandros), una leyenda sobre cómo conocieron la guitarra española, el instrumento que los llevó a la fama. Parece que uno de los hermanos la encontró en el medio de la selva y la llevó a la tribu, para ver si los jefes o los indios más viejos la conocían. Como nadie tenía idea de ese objeto de madera y cuerdas, lo colgaron como adorno en una de las chozas. Tiempo después llegó a ese paraje una delegación del ejército brasileño. Uno de los soldados vio la guitarra, la tomó y se puso a tocar. La leyenda dice que los Moreyra Lima quedaron hechizados por ese sonido. Algunos años después ya eran Los Indios Tabajaras, un dúo de guitarras que vendía millones de discos. ¿A quién podía importarle la veracidad de los hechos? Los arreglos eran exquisitos y el disfraz, inapelable: los Indios Tabajaras se empilchaban como caciques de manual, con vinchas con plumas de aves y collares que enmarcaban dentífricas sonrisas que brillaron en cada una de las portadas de sus elepés.

Antenor armonizaba y hacía la base; Natalicio era el rey de melodía. Siendo de una de las regiones musicales más ricas del continente, como es el nordeste brasileño, no dudaron en ignorar su procedencia para montarse sobre el pujante mercado del bolero, que cubría toda América. El frevo podía esperar. El bolero fue un punto de partida: prácticamente no le hacían asco a nada. Lo de ellos era el hit, el caballito de batalla de cada región. Con morosidad y elegancia, abordaban canciones como “Recuerdos de la Alhambra”, “Solamente una vez”, “Serenata a la luz de la luna”, “El cóndor pasa”, “Chica de Ipanema”, “Pájaro Campana”, “Aquellos ojos verdes” y, ya en los 70,  hasta el “Penélope” de Serrat. El mega éxito fue “María Elena”.

Sabían balbucear en italiano, alemán, griego, español, portugués, inglés y hasta en su dialecto de la tribu de Ceará. Genios del marketing, pioneros de la metrosexualidad, en los Estados Unidos pisaron fuerte con un disco titulado “Sweet y Sauvage”. En Chile los sorprendió el terremoto de Valdivia de 1960: se quedaron ayudando a los damnificados, brindando conciertos gratuitos. El pueblo los amó. Uno de los hermanos se casó con una chilena. 

El tiempo pasó, las modas cambiaron y lentamente los envolvió el olvido. La última voz se apagó en la selva de cemento: Natalicio Moreyra Lima murió en Nueva York el 15 de noviembre de 2009.  Nunca se supo demasiado de ellos; ahora tampoco. El misterio es un aliado de los fenómenos populares.

La música de Los Indios Tabajaras queda perfecta en Zama, esa obra maestra de la imagen y el sonido. Tampoco hubiese desentonado en ciertas películas de Armando Bo o de Pedro Almodóvar.