Debo haber visto ese film por lo menos cincuenta veces. No se trata de una obsesión sino de la fijación de un sentido de pertenencia. Esa película es nuestra, mía y de mi hermano mellizo, Raúl, arquitecto. Por supuesto no se trata de ninguna exclusividad, ya que Blow up es un trabajo que le interesa e hipnotiza a mucha gente, desde 1966 a la fecha, y lo será por años. Sin embargo, cada vez que se la observa y queda uno detenido en los detalles, alguna cosa desconocida se cuela en la entrelínea. 

La primera vez que vimos esa película debe haber sido a los 12 años, y por supuesto, lo que nos imantó de ella estaba ligado directamente a su música (la banda de sonido es de Herbie Hancock, aunque también hay música de los Yardbirds, o del grupo Tomorrow, cuyo guitarrista era Steve Howe, luego símbolo de Yes), y también a esa forma tan inescrupulosa y elegante de manejarse del fotógrafo que interpreta David Hemmings. La historia es más bien sencilla, y está basada sólo en el dispositivo de expansión de una foto, en un cuento de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”. En el film de Antonioni, narrado desde el meollo del Swinging London, Hemmings, o Thomas, en el film, es un fotógrafo de modelos y de la vida cotidiana, que vive una vida dispersa y extravagante en lo que parece ser los suburbios de Londres. Su vida cambia, es decir su vida monótona y sin atractivos suficientes, cuando va a sacar fotos en un parque londinense. Allí encuentra a una pareja, una mujer joven y un hombre maduro, que están en plan de “trampa”, por lo que se observa. La muchacha (Vanesa Redgrave) se da cuenta de la irrupción de Thomas, deja por un momento a lo que se supone es su amante y ubica al fotógrafo y le reclama los negativos. Este se niega, pero le asegura que se los facilitará. Ella después lo encuentra, a punto de entrar en su casa-estudio, y después de flirteos entre ambos y de un juego de seducción casi teatral, él termina dándole las fotos. Obvio, Thomas se queda con copias, a las que analiza y amplifica porque algo de lo que vio en primera instancia, no es suficiente. Al amplificarla (el efecto de expansión en la fotografía llamada justamente blow up) observa que detrás de unos arbustos, hay una persona tirada. Cuando a la noche regresa al parque, encuentra el cadáver de ese hombre que estaba con Vanessa Redgrave, o Jane, en la película. Más tarde vuelve al sitio, y constata que no está el cuerpo. Así nomás. Todo sucede hasta que el sujeto, Thomas, desaparece, se evapora, tras observar y escuchar un partido de tenis inexistente jugado por unos mimos, que atraviesan toda la película como un símbolo móvil. 

Con mi hermano siempre hablamos de dos escenas clave en esa obra de Antonioni, la primera es cuando el fotógrafo está dirigiendo a un grupo de cinco chicas, vestidas para diferentes ocasiones: todas representan las distintas facetas de una mujer joven, moderna, con una vida al parecer interesante. Parecen modelos de Vogue, o para estos lares, de Para Ti, Vosotras, modelitos de Burda. De fondo, se escuchan los rasguidos sin letra de “Butchie’s Tune”, un tema ultramelancólico de los Lovin’ Spoonful, del disco Daydream, de 1966, año de realización de Blow-Up. Pero allí es un tema sin letra, como “un mal sueño sin sonido”, como diría Heaney. En verdad se trata de la foto de un adiós. La película no volverá a ser la misma después de esa escena. Básicamente porque el fotógrafo no se hace entender, fracasa en sus indicaciones, y eso ocurre porque no está contactando con seres de carne y hueso, sino con maniquíes articulados, con sistema circulatorio incorporado, es verdad, pero no comprobable. Es el comienzo del film, y también es el comienzo del fin, ya que el fotógrafo supo lo que es ser asediado por la parodia. No se trataba de chicas que sufrían por los arrozales plagados de napalm o aceptaban el universo psicodélico como una forma de introducir en el cuerpo nuevas experiencias; estaban allí, paradas, congeladas por el cliché, por la mirada aproximada de la revolución cultural que ellas expresaban, pero en su versión más snobista.

La otra escena, ya un clásico, es cuando Thomas entra a un boliche donde están tocando los Yardbirds “Stroll on”, con Jimmy Page y Jeff Beck (un registro casi incunable de esa participación), donde Beck rompe la guitarra al estilo The Who, y cuyo mango (vaya a saberse por qué) es capturado como si se buscara una pieza de colección. El fotógrafo huye con ese residuo de guitarra, y tras salir del boliche, nada más lo tira en la acera. ¿Arte utilitario, fetichismo? De todas maneras, en Blow up, las pasiones duran poco. 

Ahora estamos pergeñando con mi hermano mellizo hacer un libro sobre ese film, desde un lugar distinto. Él trabaja sobre el Londres que fue transformándose y yo sobre los sentidos que deja una película como esa, su relación con otras de Antonioni, como Zabriskie Point, que va en esa dirección, o en otras como Easy Rider, o The Trip. Para eso Raúl ya hizo dibujos de algunos de sus fotogramas. Lo puede hacer porque además de arquitecto es un plástico y dibujante notable. Y qué nos pasa con esa película, es difícil decirlo. Hay algo que refleja esa situación del hombre ante los cambios rápidos de época, de sentido, de la tecnología, y del gusto, que pone en estado de pregunta cualquier mirada sobre una cinta, o sobre un hecho estético. 

Muchas veces le conté la película a mi hija Olivia, de 17 años, incluso la debo haber hartado con creces, y aún no logré entusiasmarla del todo. Bueno, ella sabrá.


Mario Arteca nació en La Plata en 1960. Es periodista radial y gráfico. Publicó, entre otros libros, Guatambú (Tsé-Tsé), La impresión de un folleto (Siesta), Bestiario búlgaro (Vox), Cinco por uno (Vox), Circular (Lumme, Brasil), Géminis (Vox), El pronóstico de oscuridad (Bajo la luna), Hotel Babel (Añosluz), Piazza Navona (27 pulqui / Vox), Noticias de la belle époque (Club Hem), Nevermore (Lumme, Brasil) y en estos días se edita Tres impresiones, también por la editorial Añosluz. Es co-editor, junto a Maurizio Medo y Benito del Pliego, de País imaginario: escrituras y transtextos. Poesía en América Latina 1960-1979 (Amargord, Madrid). Es hincha de Gimnasia y Esgrima La Plata.