El 12 de diciembre de 2010, Liliana Garabedian apareció muerta en un descampado de Nueva Coneta, Capayán, Catamarca. La primera causa de muerte que anotaron los peritos fue inanición y deshidratación severa. Fue la fuerza de su madre, Lola Carrizo y sus dudas lo que obligó a los seis fiscales que investigaron, en medio de una serie de impericias e incumplimiento de sus deberes, a desentrañar la causa verdadera de muerte. En 2015 los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y en 2022 el equipo Tanatológico de Gendarmería Nacional, determinaron que Liliana falleció asfixiada por un lazo en un contexto de violencia de género. 

Su ex marido, Roberto Barros, fue imputado y enviado a juicio por abandono de persona seguido de muerte, no por el homicidio.

¿Quién mató a Liliana? Es lo único que quiere saber su madre.

Lola

Lola mira el piso mientras camina entre los yuyos de la senda. Esquiva las espinas y el sol del mediodía se refleja entre sus canas. Asegura que su hija pasó por ahí por el color de las flores silvestres. A Liliana le gustaba mucho el amarillo.

Alrededor, todo es monte. El ruido del machete del guía resuena cada tanto. Está cansada. La tierra, que se levanta a cada paso, impide respirar. Lola sigue. El sonido de los autos que pasan por ruta 38 se escucha claro. Dos kilómetros dijo el fiscal.

Pasó una hora hasta que llegaron frente al árbol de brea. Era el lugar donde habían encontrado muerta a su hija. Lola lleva una cruz y una foto plastificada para hacerle un altar.

-¿Cómo llegó mi hija hasta acá? ¿Quién la mató?

Ahora mira para atrás, sobre la senda. El polvo cruje. Parece que hubieran ido adentrándose hasta el mismísimo centro de la tierra.

Liliana

Liliana estaba por emprender un viaje a la separación definitiva de su ex marido violento cuando fue asesinada. Tenía dos hijos; una nena de 3 y el varón de 8 años y apenas 37 años.

La última noche que la vieron con vida había ido a buscar a sus hijos a la casa de su cuñada, Patricia Barros, agente policial, quien además de negárselos la denunció penalmente porque supuestamente Liliana la había atacado con un palo.

Nadie sabe lo que sucedió verdaderamente esa noche de domingo.

Se sabe, por algunos testimonios, que cuando llegaron los policías de la comisaría décima, Liliana estaba sentada en el cordón de la vereda. Los ojos hinchados por llorar y emanando el hedor de haberse hecho pis encima.

Así se la llevaron a la comisaría que era una casa prefabricada y oscura que no tenía calabozo ni era apta para ningún ser humano. Dieciséis horas permaneció en ese lugar hasta que fue liberada al día siguiente por la tarde.

Roberto, su ex marido, concurrió cuatro veces a la comisaría entre la noche y el día. Insistía para que la dejen ahí. Les explicaba a los policías, con cierta complicidad, que esa mujer que estaba sentada en una silla mirándolo ir y venir era peligrosa.

Se sabe también que no fue asentada como arrestada. “Averiguación de antecedentes y medios de vida”, garabatearon, sobrescrito entre dos reglones, en el libro de actas policial cuando ella apareció muerta seis días después.

Imposible imaginar la vulnerabilidad de Liliana ante semejante aparato montado sólo para evitar que se lleve a sus hijos.

Todo fue tan irregular que la libertad se la dio una psicóloga del Hospital quien escribió en el libro de guardia que la notó “enojada” “vacilante”, que no quería hablar. No escribió en su informe que, tal vez, no había palabras para decir lo que había vivido. O que sus captores la habían llevado hasta ahí y ella lo avalaba.

A esa mujer, Liliana le dio a entender que alguien la esperaba afuera del consultorio para llevarla. Pero no dijo quién.

Sólo había una persona que podía estar ahí, acechando.

Roberto

Roberto estaba enceguecido de furia porque aseguraba que Liliana tenía “otro”. No podía entender que ella estaba harta, que se había dado cuenta de lo poco que él era para ella, de sus inseguridades, de sus vicios con los que tapaba una y otra vez su personalidad enclenque, fútil.

“Roberto quiere que diga que lo dejo por otro para poder odiar. Yo quiero terminar la relación del punto de lo que siento por él”, había escrito en su diario íntimo Liliana durante aquellos últimos días.

Sorete, déjame viva nada más, yo sigo. Prefiero estar sola a volver a estar casada con él. No lo podría volver a soportar, no tengo fuerzas. Ya terminó. Quiero mi vida de vuelta. Basta, me voy. Quiero mis hijos, un trabajo para poder mantenerme y una rutina. Nada más. Mis amigas, mi familia. El juego terminó. Eso fue todo”.

Roberto no podía seguir leyendo. Sus puños, robustos, daban una y otra vez contra el capot de la camioneta. Su mirada hundida por las ojeras de tanto trasnochar sólo destilaba resentimiento. Tenía el diario con él y también el teléfono celular de ella que revisaba una y otra vez en busca de algo que lo justificara.

Cuando Liliana lo denunció no estaba preparado para eso.

Sus hermanas no pudieron protegerlo, pero lo ayudarían a vulnerarla, a vengarse, a mostrarle que estaba equivocada si pensaba que podía irse y dejarlo así nomás.

El lugar

Según el expediente, Liliana llegó caminando hasta un puesto de chanchos ubicado en el departamento Capayán, hacia el sur de la ciudad Capital. Estaba lejos de su casa y no quería volver hacia el lado de la ruta, desde donde venía. Si alguien la llevó hasta el lugar o por qué estaba ahí, es algo que no se sabe.

Hacía calor y pidió agua a una pareja que cuidaba el puesto. Se echó el líquido sobre la cabeza y preguntó cómo llegar a la ciudad. El hombre la miraba fijo y reconoció una cicatriz que ella tenía a la altura de las costillas, que nadie después preguntó cómo logró ver debajo de la remera.

Liliana también lo miró y observó un tatuaje que le pareció lindo. Se lo dijo y a él los ojos se le tornaron en libido. Ese hombre testimonió que, por la tarde, había visto su rastro y que notó que Liliana había cambiado el rumbo. ¿La siguió?

Tres días después Roberto Barros hizo la denuncia por su supuesta desaparición. Ese mismo día, la torre de celular de Capayán captó una de sus llamadas.

Sin embargo, la pesquisa ordenada por el fiscal se situaba en otra zona, hacia el oeste. Pero él no dijo nada. Llamó a Lola y le contó que Liliana no aparecía. –Algo le hiciste, le gritó ella desde el otro lado del teléfono.

Algo le hizo… muchas le hizo. La golpeó y la tiró al piso en noviembre cuando ella lo echó de la casa y por primera vez se animó a denunciarlo.

Después fue meticuloso… a sabiendas de que ella no tenía trabajo ni dinero en tres días la fue despojando de todo. Se llevó mesas, sillas, camas, ropa, ollas, la moto con la que ella llevaba los chicos a la escuela, la heladera, el televisor. La dejó sin nada y sin la posibilidad de tener a sus hijos en su propia casa.

-Todo es mío y el alquiler lo pago yo, le dijo en complicidad con sus hermanas que lo ayudaron a cargar los muebles a la camioneta.

Homicidio

Liliana estaba tirada boca abajo al lado de un árbol de brea y a mil metros de una canal de riego. Sólo vestía una musculosa blanca. Su cuerpo tendido bajo el sol tenía tierra, los puños estaban apretados y su pelo enmarañado.

Los policías que la encontraron no cumplieron con ningún protocolo de resguardo. Caminaban sin cuidado por todo el lugar y los alrededores. Esperaban a los expertos que, aunque se pusieron los overoles transparentes, ingresaron con la misma irresponsabilidad a la escena.

Sacaron fotos, escasas en calidad y cantidad, y no fueron tomadas en detalle con testigo métrico. Tampoco se hizo planimetría ni una cadena de custodia de la evidencia. No revisaron la zona para intentar encontrar la ropa que le faltaba. No buscaron más pruebas. Sólo se limitaron a cargarla en una camilla y llevarla en andas hasta la morguera. Aún es un misterio cómo pudo desaparecer en ese lapso la remera blanca que ella llevaba puesta. A la mesa de acero inoxidable llegó desnuda y aún con rigidez cadavérica.

“Muerte por inanición y deshidratación severa de entre 48 y 72 horas”, anotó como causa de muerte el médico forense Edgar Gallo Canciani en el acta oficial y cerró el caso.

El después

Lola camina en silencio entre las tumbas del cementerio parque. Observa las placas. Se agacha y acomoda unas flores de plástico. Evita mirar hacia el sepulcro de su hija. En ese lugar se van reuniendo personas. Llegan con palas, con cintas con la leyenda de peligro, charlan entre ellos y miran hacia donde ella está.

La tierra comienza a aparecer. Esta mojada, fresca y se va a amontonando a los costados formando un rectángulo sobre un nylon verde. De repente un olor mórbido invade el ambiente. Lola cierra los ojos y se sienta en uno de los banquitos del lugar, se sostiene.

Cinco años pasaron.

Una de las profesionales del Equipo Argentino de Antropología Forense se acerca.

-El cajón está sano, eso es un buen indicio. Lola sonríe con una mueca de tristeza. No responde. No puede. La mujer la abraza y Lola le dice “sólo quiero saber quién mató a mi hija”.

Doce años pasaron hasta que el segundo equipo forense más prestigioso del país dijera lo mismo que el EAAF: “Asfixia mecánica por lazo en contexto de violencia de género”.

Trece años y seis fiscales. Dos pedidos de archivo de la causa, una apelación, tres autopsias, decenas de visitas de Lola a Catamarca en donde indagó, pidió fotos, leyó y analizó cada hoja del expediente. Testimonios que si no fuera por ella no se conocerían, detalles de idas y vueltas al lugar donde la encontraron muerta. Centenares de puertas golpeadas por ella misma.

Lola peleó contra la Justicia. Fueron trece años de impericias y corporativismo judicial. De vulneraciones sistemáticas.

Trece años de Lola pidiendo, rogando, implorando saber quién mató Liliana.

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