El cuento por su autor

De la adolescencia recuerdo (y extraño) dos cosas.

La figura de LA MEJOR AMIGA. La mejor amiga era una institución con niveles de compromiso y fidelidad superiores a los de la pareja. De hecho, postergar actividades con la mejor amiga por salir con un pibe era algo imperdonable y juro haber visto compañeras del secundario llorando porque su mejor amiga se había puesto de novia. Pasar el fin de semana en la casa de la mejor amiga, ser como una hija para sus padres, más hermana de ella que sus propios hermanos y hacer todo, absolutamente todo, juntas es un estado muy difícil de encontrar más adelante en la vida. Quizás imposible.

Lo segundo, NO TENER NADA QUE HACER. Podría decir “estar al pedo”, lo voy a decir, por qué no: estar al pedo. Creo que actualmente ni los niñxs lo consiguen, con la cantidad de actividades extracurriculares que hay, y quizás sólo se les da en vacaciones (a los adultxs ni siquiera, porque teletrabajamos). Antes se podía estar al pedo durante el año. De ese oasis de irresponsabilidad y carencia total de compromisos surgían las ideas más fantásticas, como colgar muñecos desde el balcón y salir a la calle a verlos ahorcados, atar un billete de 100 pesos a una tanza y tirar cuando alguien se agachaba a levantarlo, enviar treinta pedidos a domicilio a la casa del pibe que nos había rechazado. Ser adolescente y estar totalmente al pedo (y sin culpa por eso) es otro estado perdido para siempre en la adultez.

Y por supuesto, la infinita cantidad de hormonas que nos habitaban. Las primeras, descomunales calenturas. La sorpresa, el miedo, la confusión.

De ese universo surge este cuento.


La noche de los perros

Ringo era un perro malo. Había intentado morder a Chang cuando ella le daba su arroz con carne y zanahoria. Por eso, aunque era un siberiano dorado y parecía, como dijo ella cuando lo trajo, un lemon pie de ojos celestes, lo devolvió.

En cambio se quedó con Rumba, que también era siberiana pero negra, una morocha tremenda, la elogiábamos como si fuera mérito nuestro, una morocha de mirada glacial.

Yo andaba todo el día en la casa de Chang, porque se podía hacer cualquier cosa. Su mamá había muerto cuando estábamos en tercer grado. Mi mamá me había hecho llamarla, marcó el número porque yo no lo sabía, y decirle que lo lamentaba mucho. Me acuerdo de que el tubo pesaba, y de que dije palabras de adulta, lamento mucho, te doy mi pésame. Al parecer fui la única compañera que hizo algo así, y desde entonces nos sentamos juntas.

Ahora estábamos en segundo año. Su papá no venía a dormir casi nunca y su hermana vivía con el novio. Los viernes después de clases ya nos íbamos para allá, con el 152 hasta Libertador y Urquiza. Desde la cuadra anterior escuchábamos los ladridos de bienvenida de Rumba. Después aparecía la casa de Chang, con las columnas iluminadas, el jardín y un montón de habitaciones libres. Entonces hacíamos burbuja, como decía ella, que significaba que nos encerrábamos ahí todo el fin de semana, con las provisiones necesarias para no salir.

Primero íbamos al videoclub, nos elegíamos cinco o seis películas, muchas de posesión, como Amityville, donde el espíritu del cementerio indio poseía al hermano, y el hermano hacía varias cosas: asesinaba a los padres con el cuchillo de la cocina, mataba a los vecinos y al caniche, ataba al hermanito menor a un árbol para que lo picaran las avispas pero lo más importante, lo que mirábamos una y otra vez, era que se acostaba con su hermana. Tenían más o menos la misma edad, dieciséis o diecisiete. Él había entrado en su habitación cuando ella no estaba, abrió un cajón y, sin que nada en la película hiciera sospecharlo, olió sus medias panty. Cuando ella entró y lo vio se quedó helada. Él cerró la puerta despacio, usando el mismo movimiento para arrinconarla ahí, sin reflejos. La miró con unos ojos increíbles que tenía, de abajo hacia arriba y deteniéndose en la boca. Eres hermosa, Kate. Y la respiración de ella se hizo más agitada, y el pecho le subía y le bajaba, ahí, entre él y la salida cerrada, hasta que él le dio un beso, ella lo frenó con la mano pero él se la agarró, y le estiró el brazo y lo llevó –los dedos entrelazados– contra la puerta. Ahí terminaba la escena. Los dedos entrelazados que se apretaban. Era muy corta, pero valía la película. Rebobinábamos muchas veces cuando la alquilábamos. Había otras de posesión, no tan buenas como esa, pero siempre tenían algo interesante.

                                                                          ***

La burbuja seguía en el supermercado, donde Chang compraba tachos de helado, dulce de leche, crema, M&M, papas fritas, cerezas, pollo rostizado, y también zanahoria y arroz para Rumba. La verdad es que la burbuja era eso. Comer, ver películas y no estar con nadie más.

Nosotras nos decíamos Chang porque en un momento en que no estábamos mirando videos apareció una película en Canal 13, doblada. Eran todos chinos, y todos se llamaban Chang. La frase que más gracia nos había dado era: “Chang, ve y dile a Chang que Chang incendió la aldea”. Era difícil repetirla de corrido. Nos reímos un tiempo diciéndole Chang a todo el mundo, pero al final Chang y Chang fuimos solamente nosotras.

Como el jardín era enorme, no necesitábamos pasear a Rumba, por eso fue una suerte que nos parara una señora cuando íbamos al videoclub. Se puso a elogiar a Rumba, su pelo lustroso y el círculo perfecto de la cola siberiana, y dijo que ella también tenía uno y si estaríamos interesadas en cruzarlos. Nos preguntó qué edad tenía. Diez meses. Y dijo que el suyo tenía exactamente la misma edad y que era el momento i-de-al.

Tardamos en entender porque también habló de que su perro le hiciera un servicio, una monta, pero pronto quedó claro que lo que iba a pasar era que iban a tener perritos. Cachorros de siberiano. Y que uno era para ella, por ser la dueña del macho, y el resto para nosotras por ser las dueñas de la hembra.

La cepillamos muy bien a Rumba y ordenamos todo el jardín. Chang llamó al parquero para que tuvieran el pasto recién cortado. Yo quise ponerle un poquito de perfume a Rumba pero Chang me dijo que no, que era mejor que se olieran sus olores salvajes. La señora –se llamaba Irene– vino con el perro de un blanco impecable, todo cepillado también, y los ojos grises y la trompa fina de lobo. Había un sistema que ella ya lo conocía. Nos leyó en voz alta de un papel que igual dijo que nos iba a dejar: la fase del estro y el proestro, condiciones de higiene, no alimentar a los perros, un perímetro de apareamiento, la irrigación de la vulva, la interacción de 15 a 20 minutos, el abotonamiento de una hora, permitir varias interacciones para mayor probabilidad de éxito. Ella iba a venir a buscar a su perro en tres días. ¿Cómo se llama? le preguntamos. Romeo. Un nombre perfecto.

                                                                                ***

Chang y yo, dentro de la burbuja, teníamos momentos de dieta. Tomábamos pavas y pavas de mate con edulcorante, y nos bronceábamos en la terraza y a veces también usábamos unas pesas de plástico que se podían rellenar con distintas cosas para tener distintos pesos. La pesa te marcaba, 1 kg si la llenabas con agua, 3 kg si la llenabas con arena y así.

Iba a ser la noche de los perros, así que pensamos que era mejor hacer dieta. Calentamos el agua para el mate, le vaciamos un chorro de Sucaryl y nos sentamos en el banco del jardín, a mirar, y a esperar.

Ella me contó de la vieja fanática de la depilación. Estaba en una peluquería sobre la avenida Maipú. Ahora ya lo sabía, Chang me avisaba por las dudas, si te pregunta si querés normal o para malla, le tenés que decir normal, porque si le decís para malla –Chang apretó un poco los dientes por el recuerdo– te arranca todos los pelos. Le había puesto cera en pelos que ella nunca en su vida había pensado perder. Cuando sintió el calor tan arriba, le pidió que no tirara, que ella se iba así a su casa y que de alguna manera se lo iba a sacar, pero la vieja fanática tiró igual y la desfiguró. Lo que tendría que ser un triangulito, me contaba Chang, le quedó como una rayita finita, y abajo todo largo así que parecía un chivo. Me hacía reír tocándose a través del short, como un viejo que se soba la barba. Le dije que se podía cortar esos pelos con una tijera y que me explicara bien por favor dónde era lo de la vieja fanática para no ir nunca.

Mientras tanto Rumba y Romeo no querían saber nada entre ellos. Rumba se había echado y se lamía una pata. Romeo curioseaba entre los árboles, le llamaba la atención cualquier cosa menos Rumba. Ya habíamos tomado dos pavas de mate y todo el tiempo nos hacíamos pis encima. Una iba a hacer pis, la otra los vigilaba, nos turnábamos.

En un momento Chang se cansó y me dijo: sabés lo que necesitan estos perros. No, ¿qué? Una prohibición. Un obstáculo, una puerta, una reja, algo que se interponga entre ellos, justamente como Romeo y Julieta –ya ves que el perro se llama Romeo–, algo que les prohíba estar juntos y así les van a dar más ganas. Yo no estaba muy segura de esa idea, pero Chang entró a la cocina y la seguí. Desde ahí llamamos a Rumba, que vino moviendo la cola y nos dio un montón de besos. Seguramente pensando que había comida y como ya tendrían hambre, vino también Romeo, pero Chang le cerró la puerta en la cara.

Me puse contenta de tener a Rumba de nuevo con nosotras, y si no quería saber nada con el perro mejor, la íbamos a mimar y a subir a la cama y mañana le devolvíamos el perro a Irene. Pero ella, de pronto, ya no quiso jugar. Ya no le interesaban los mimos ni la comida que habíamos empezado a sacar de la heladera. No nos pedía dulce de leche moviendo la cola y haciendo súplica con las patas de adelante en el aire. Lo único que había pasado a llamarle la atención, ahora, era la puerta.

Olía la línea de abajo. Arrastraba el hocico por el piso de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. La llamamos, y nos miró con la boca abierta, ojos de loca y las ventanitas de la nariz palpitando. Volvió a olisquear. Del otro lado escuchábamos un ruido idéntico, un olfateo, gruñidos bajitos, saliva.

Chang tomó tres mates seguidos sin convidarme, miraba a Rumba y tomaba, y de pronto hizo ruido porque ya estaba chupando aire. Le tuve que avisar que me lo devolviera. Chupé también y me cebé de nuevo para compensar, dos, tres, y se lo pasé otra vez. Rumba movía las patas de atrás como si las tuviera electrizadas. No las despegaba del suelo, sino que era la piel, o el pelo o el músculo lo que movía. Después se sentó como para hacer pis pero no hizo y lloraba. A mí sí me empezaron a dar ganas de hacer pis. El mate es una cosa muy diurética. Pero no me animaba a irme, no sé por qué. Tampoco quería dejar de tomar mate. Tomábamos tres o cuatro cada una y nos lo pasábamos. Se oían las patas de Romeo contra el hierro de la puerta, tún tún los golpes y cras cras las uñas, y Rumba lloriqueaba más y se sentaba así y se levantaba y se sentaba.

De pronto dejaron de llegar ruidos. Rumba olfateó más fuerte, abría la nariz rosada y mojada. Pero afuera estaba todo en silencio. Fuimos a la otra ventana para espiar. Distinguimos a Romeo en el medio del jardín con mucha claridad, como fosforescente y recortado. Había levantado el pecho y la cabeza como los lobos marinos de Mar del Plata, hacia el cielo, y de pronto lanzó un aullido que se nos metió hasta el pecho. Rumba empezó a zapatear en el lugar y a pararse en dos patas contra la puerta. Le dije a Chang que aunque sea les abriera con la traba para que se calmaran un poco. Abrió una rayita. Romeo metió el hocico. La trompa fina de lobo ahora estaba gruesa y casi violeta, y empezaron a lamerse los hocicos y a hacer ruidos que parecía que les salían directo desde la garganta, desde la panza, desde lo más abajo posible del cuerpo, como acordeones pero afónicos y entrecortados.

Entonces Rumba se dio vuelta. Su cola, el círculo perfecto de los siberianos, erizada como un plumero, quedó a la altura del hocico de Romeo. Y con no sé qué músculo, la levantó. Bien arriba, curvada hacia ella misma. Por abajo de esa cola peluda, con una lentitud que nos sorprendió, Romeo, de pronto tranquilo, con todo el tiempo del mundo, empezó a lamer. Pasaba la lengua con aplicación. Como se la pasan los perros a las tapas de los yogures pero mucho más lento, y mucho más tiempo, y Rumba, pensamos, estaría incómoda pero no, estaba con los ojos entornados, con la boca abierta y la lengua un poco afuera mientras el hocico de Romeo la seguía lamiendo así. Nos sentamos, sin dejar de mirar, y Chang estaba con esa obsesión de tocarse los pelos que le habían quedado como un chivo, se los tocaba a través del short y los torsionaba y los apretaba. Yo ya no daba más de ganas de hacer pis, el pis me había quedado acumulado, pero no quería irme, y me acerqué bien con la silla a la mesa, y por las dudas crucé fuerte las piernas. Después me tiré hacia atrás y seguí mirando. Chang no me miraba, ni yo a ella, ya no tomábamos mate ni comíamos. Yo me sentía agitada, como con miedo. Entonces el hocico se aceleró y no sólo lamía sino que empujaba y se sacudía y Rumba volvió a mover las patas eléctricas y los dos hacían muchos lloriqueos raros al mismo tiempo. Ahí el pis se me subió para arriba, lo quise bajar, me apreté muy fuerte la panza y me explotó adentro. Como olas por adentro. Como un derrame cerebral, porque sentí que mi propia vena de la sien se me explotaba, mientras tenía los ojos cerrados y contraía las piernas para que no se escapara el pis, para que no se escapara nada de lo que me estaba pasando y para que los movimientos de adentro no se notaran por afuera. La miré a Chang y ella estaba igual, con los ojos cerrados y la mano de sobarse los pelos apretada, blanca y roja, contra el short, y después como dormida, con la mano floja, caída.

Después de un rato levantó la cabeza, miró, y dijo que iba a ser mejor abrirles del todo.

Rumba llegó a salir al jardín y enseguida pasó lo que ya sabíamos que iba a pasar. Lo miramos como si fuera algo conocido, como si nos contaran un cuento que ya habíamos escuchado. Una película que ya habíamos alquilado. Preferimos irnos a dormir. Yo hice pis normalmente, como si nada, se salió todo el líquido de mi cuerpo con mucha facilidad y quedé muy liviana.

                                                                                   ***

Al día siguiente los perros estaban otra vez cada uno en sus cosas. Podía ser que durante la madrugada hubieran tenido esas varias interacciones para mayor probabilidad de éxito, como había indicado Irene. Nosotras ya no queríamos fijarnos en eso y la verdad es que lo único que queríamos era que se llevaran al perro. Llamamos a Irene, y aunque al principio insistió en que se quedara dos o tres días más para asegurar la concepción la convencimos de que viniera a buscarlo.

–¿Están seguras de que hubo monta? –dijo mientras le acariciaba el lomo a su perro.

–Sí, estamos seguras.

–¿Cómo saben? ¿Se fijaron?

–Ni nos tuvimos que fijar –dijo Chang–, fue muy evidente, señora.

–Romeo –ella lo acarició, después miró a Rumba y se rió–: parece cansada.

No dijimos nada.

–Y este es tranqui, eh –seguía Irene como divertida–, menos mal que no les mandé a Ringo que es una bestia, te muerde hasta cuando le das de comer.

–¿Quién?

–Ringo, es el otro que tengo. Los compré juntos.

–¿Cuándo?

–Hace diez meses, te dije.

Chang agarró a Rumba del collar y la separó de Irene y de Romeo.

Irene la miró un poco desconcertada y habló más hacia mí.

–Un perro malísimo, lo devolvían todos, la camada entera estaba vendida y él seguía dando vueltas.

–¿La camada entera? –dijo Chang–. ¿De qué criadero?

–Del Artic Wolf de Olivos, acá cerca, ¿los conocés?

–No. No, creo que no.

–Ringo –dije yo pero Chang caminó con Rumba hacia la puerta de entrada. Abrió y esperó a que Irene saliera, le dijo que cualquier cosa hablaban y cerró con un golpe bastante fuerte.

Rumba salió al jardín y se tiró a dormir al sol. En ese momento no hablamos. Después en realidad mucho tampoco. No me animé a preguntarle a Chang si habíamos cruzado a Rumba con su hermano. Cada semana tenía menos ganas de hacer burbuja y si iba, dormía en el piso de arriba.