Desde Río de Janeiro

El año que está a punto de terminar ha sido, al fin y al cabo, bastante positivo para Lula da Silva (foto, con gabinete). En los últimos días el Congreso aprobó una reforma tributaria considerada esencial, y que venía bajo discusión – estéril discusión – desde hacía un largo par de décadas.

Además, su gobierno logró resucitar varios programas sociales que habían sido fulminados bajo los cuatro años del desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro en la presidencia, implementar otros más – con destaque en la reconstrucción de áreas como educación, salud y cultura – y mantener equilibrio en las cuentas públicas.

Con solo haber retomado el programa nacional de vacunación – destrozado por el ultraderechista alucinado que decía ser contra vacunas – ya hubiera alcanzado un marco importante.

Pero hizo eso y mucho más. Con razón las encuestas indican que 70% de los entrevistados están optimistas frente al año que viene.

Fernando Haddad, el ministro de Economía, que al lado de Marina Silva en la cartera del Medioambiente forma la pareja de mayor fuerza y destaque en el gobierno, admitió, el pasado jueves, que no logró lo que pretendía y muchos consideraban imposible: cerrar el año con un déficit bajo.

Hace un par de semanas dijo que tal déficit podría acercarse a la casa de los cien mil millones de reales, unos veinte mil millones de dólares. Ahora reconoce que será más elevado, de entre veinte y seis y veinte y ocho mil millones de dólares.

De todas formas, es menos de lo que estaba establecido en las previsiones del llamado “mercado financiero” y de amplios sectores del mismo gobierno.

Ya para 2024 el ministro insiste en algo que, a sus interlocutores más cercanos, admite ser “prácticamente imposible”: déficit cero. Reitera que hará “lo posible y lo imposible” para igualar ingresos y gastos del gobierno.

Es verdad que el Brasil de hoy no tiene casi nada que ver con el de los dos primeros mandatos presidenciales de Lula, entre 2003 y 2011. Ni Brasil, ni América Latina.

Y tampoco el Lula de aquel entonces tendría espacio en el escenario actual, con el país literalmente dividido en dos, como nunca antes en la historia republicana. Está siendo necesario adaptarse a esa nueva realidad.

Ocurre que con alguna frecuencia el mismo Lula parece no haberse dado cuenta de esos cambios radicales. En el mismo Lula, en el escenario nacional, en el escenario latinoamericano.

El resultado son frases desbaratadas e inoportunas, chistes sin gracia y con cierta frecuencia un palpable malestar no solo entre sus interlocutores, pero también en su círculo más íntimo.

Nada, en todo caso, que le quite mérito en sus esfuerzos olímpicos para, por ejemplo, enfrentar un Congreso del peor nivel en los últimos casi cuarenta años, que a cada día renueva la certeza de que no se trata de partidos que se venden: se alquilan. Y a cada medida de interés el gobierno, el alquiler sube más y más.

Muchas veces los proyectos del gobierno, estropeados o rechazados por la Cámara de Diputados, terminan llevados al Supremo Tribunal Federal, institución máxima de la Justicia, que de esa forma se ve cada vez más convocado a adoptar medidas que, en el fondo, son más políticas que propiamente constitucionales.

Si el balance del primer año del retorno de Lula al sillón presidencial trae motivos de optimismo para 2024 cuando se pone un ojo en Brasil, cuando se pone el otro en la vecina Argentina lo que sobran son motivos de extrema preocupación.

El desequilibrado Javier Milei apenas cumple dos semanas en la presidencia y no hace más que esparcir sustos y fuertes motivos de alarme. Es prácticamente imposible comprender o evaluar el alcance de las medidas alucinadas y alucinantes anunciadas por el mandatario, aun cuando se sabe que la mayoría de ellas no pasarán por el Congreso.

Pero el solo hecho de haber salido de la pluma del enloquecido y enloquecedor presidente ya es una fábrica de asombro y miedo.

Y nada indica que esa atmósfera cargada de nubarrones termine pronto. La cuestión es cómo convivir con semejante esperpento.