El cuento por su autor

Escuché esta historia hace algunos años, cuando yo daba clases en la Escuela de Ana Bovo, contada por Linda Cherro, su protagonista. La materia se llamaba Composición oral del relato, y, en uno de los últimos ejercicios de la cursada, cada integrante del grupo tenía que contar un breve fragmento biográfico. La mayoría afinaba el oído en la infancia. Linda fue generosa conmigo no sólo porque aquel día me regaló la narración de su experiencia si no porque, después de unos años, me dio permiso para escribir el cuento, que está dedicado a ella, y también a quienes, cuando el mundo adulto amarga o asfixia, encuentran en aquella cantera de los primeros años de la vida, las maneras de ponerse de pie para seguir andando porque, como sabemos, la vinculación del hombre con el infinito está en la infancia.


Hacia un mundo mejor

a Linda Cherro

Antes nunca había escrito una carta pero desde muy chica me gustaba ver cómo la gente echaba los sobres por la ranura del buzón. Nosotros vivíamos en Floresta y cerca de casa, justo en la esquina de Emilio Lamarca y Gaona, había un buzón entre el cordón y la vereda. Tenía forma de cilindro y estaba pintado de rojo y negro. Una vez, yo tendría cinco o seis años, vi a una muchacha que, parada frente a ese mismo buzón, tomó el sobre con las dos manos, lo elevó al cielo, luego lo besó con los ojos cerrados y lo tiró por la ranura. Me gustaba sí, aunque después me empezó a dar un poco de miedo también. Fue en tercer grado, cuando un chico de sexto me dijo que había que tener cuidado con los buzones porque siempre pasaban cosas raras.

―Especialmente con el de Lamarca y Gaona ―agregó.

―¿Por qué? ―le pregunté.

―Porque adentro de ese buzón vive un viejo que, si no le gusta el olor de la mano que tira la carta, abre su bocaza y se la come.

Yo sabía que estaba mintiendo pero igual le creí.

Mi padre había nacido en Alepo y vino a la Argentina en 1930, tenía 18 años. Mamá también había nacido en Alepo, aunque ellos se conocieron en Floresta. Cuando se casaron, alquilaron una sala amplia que tenía una sola pieza grande y una cocina con una ventana ancha que daba a la calle. A medida que nosotros íbamos naciendo, la sala nos fue quedando chica, pero no había plata para alquilar una casa. Cuando nació mi tercer hermano, mi padre puso, de pared a pared, una soga gruesa de la que colgó un género como si fuera una cortina y la pieza quedó dividida en dos. De un lado dormían los padres; del otro, los hijos. Al principio estaba bien, pero nosotros somos seis hermanos, así que nuestra parte se iba achicando con cada nacimiento.

Mamá era muy linda. Yo la veía fuerte, enérgica. Tenía un pelo grueso, abundante, largo por los hombros. Con tantos hijos, pasaba el día entero adentro de casa pero en verano, cuando bajaba el sol, le gustaba salir a la vereda. Nosotros la seguíamos y jugábamos a las corridas. Ganaba el primero que llegaba a la esquina, que por entonces era nuestra meta.

Mi padre era vendedor ambulante. Los lunes iba a las tiendas grandes sobre la calle Avellaneda y retiraba mercadería en consignación. Vendía repasadores, toallas, carpetas, manteles. Ordenaba los productos sobre una sábana, la doblaba como si fuera una bolsa, se la cargaba sobre la espalda, juntaba los extremos alrededor de su cuello y hacía un nudo con las puntas. El peso le inclinaba tanto los hombros que parecía un anciano. Salía temprano y recorría distintos barrios, algunos bastante alejados de donde vivíamos.

Mamá sonreía siempre, pero escuchaba novelas en las que actuaba Eva Duarte que la hacían llorar. A veces se desplomaba sobre una silla y escondía la cara entre las manos. A mí no me gustaba verla así.

―Por qué llorás, mamá ―le preguntaba yo.

Ella se secaba las lágrimas con un repasador y me decía:

―Es que no sé, hija, no me preguntes porque no sé ―y movía su brazo alrededor de sí como ahuyentando fantasmas.

Como yo era la mayor, a los diez años ya la ayudaba a mamá a limpiar la casa y a cuidar a mis hermanos. Hacía las camas, guardaba la ropa en el ropero, lavaba las verduras, las hervía, hacía los mandados. Compraba la leche, el pan, algunos hilos que mamá me encargaba de la mercería. En Floresta casi todos éramos de la colectividad, por eso, aunque yo era chica, nunca me sentía sola caminando por el barrio, porque todos nos conocíamos.

El viejo comiéndose las manos que olían feo me había impresionado y tuve pesadillas. Soñaba que iba a tirar una carta y como mi mano no estaba perfumada el viejo me la comía y yo volvía a casa manca y ya no podía barrer ni pelar papas. Me despertaba ahogada y me tenía que apretar fuerte los dedos para comprobar que la mano seguía ahí.

Muchas veces, después de caminar todo el día con la mercadería a cuestas, mi padre regresaba a casa con el cuerpo endurecido. Para aliviar el dolor de las contracturas entrelazaba los dedos y extendía los brazos hacia arriba como si quisiera tocar el cielo. Así estirado, lanzaba unos quejidos que llenaban la sala y nos partían el alma. Sin embargo algunos días, cuando vendía bien y volvía con poca mercadería, mi padre caminaba liviano y hasta parecía más alto. Lo triste era verlo regresar con todos los productos sobre la espalda agobiada. Se sentaba a la mesa de la cocina y no hablaba. No tenía voluntad ni para hacer los ejercicios de brazos. A veces se tiraba vestido en su cama y ni siquiera le contestaba a mamá cuando lo llamaba a comer.

Los viernes yo sacaba un libro de la biblioteca de la escuela para leerlo durante el fin de semana. En casa era difícil concentrarse, pero aun así siempre encontraba un rincón para leer. Los sábados mamá nos cocinaba un leicaj, una torta húmeda y perfumada que se prepara con miel y un poco de canela. Yo me llevaba mi porción y me sentaba a leer en el escalón de la entrada.

Una tarde mamá me pidió que rallara cebollas grandes. Ella iba a cocinar latkes para la cena y ya había rallado las papas. Las cebollas eran muy jugosas y desprendían un líquido blanco y oloroso que se pegaba a la cuchilla y a la tabla. Antes de irme a dormir, me lavé varias veces las manos pero el olor a cebollas no se iba. Cuando me acosté, sentí una náusea y tuve que esconder mis manos entre las piernas para alejar el olor. Esa noche me soñé frente al buzón de Lamarca y Gaona. Cuando tiraba la carta por la ranura, el viejo abría la boca y me succionaba. El olor de las cebollas se me había impregnado en todo el cuerpo. El viejo me tragaba entera y yo no podía volver a casa nunca más.

Mamá tenía una máquina de coser Borletti con la que nos hacía toda la ropa. Juntaba en una bolsa retazos y sobrantes de telas que nos regalaban. También nos tejía los sacos con restos de lana. Apretaba los puntos porque decía que así los sacos nos abrigaban más. Eso sí, todo era un colorinche. Yo tenía una blusa roja con las mangas y el canesú de color rosa y el cuello blanco. Cuando me crecieron los brazos, mamá le agregó a las mangas unos puños anchos de una tela con flores verdes. No combinaban con el resto, pero salvamos la blusa. Así decía mamá y suspiraba antes o después de decirlo. Los viernes, el panadero nos regalaba una bolsa con el pan que iba quedando durante la semana en el fondo de los canastos. Unas flautas tan duras que no se podían ni cortar. Mamá humedecía el pan bajo la canilla, lo calentaba y en unos pocos minutos ponía sobre la mesa unos panes crujientes, de miga blanda y tibia, que hasta habían mejorado su sabor. Salvamos el pan, decía, y sonreía juntando las migas del mantel. También les cosía parches a las sábanas de abajo que se habían desgarrado. Salvamos la sábana, decía mamá y largaba un suspiro de alegría. Destejía pulóveres y con las lanas viejas tejía uno nuevo. Salvamos la lana, decía mostrándonos su obra. Cómo no iba a creer yo entonces, a pesar de todo, que la salvación a veces podía estar en nuestras manos.

Toda nuestra ropa era de muchos colores, menos las bombachas. Mamá las confeccionaba con el lienzo de las bolsas de harina que le daban en la panadería.

Les ajustaba la cintura con elásticos usados que guardaba enrollados en el cajoncito de la Borletti. Después las enjuagaba con Azul Brasso, un blanqueador que las dejaba con un perfume intenso que duraba bastante.

Los martes y viernes, a las diez y media de la mañana, mamá escuchaba “Hacia un futuro mejor”, por Radio Belgrano; la figura principal era Evita. Esos días, mandaba a mis hermanos a jugar a la vereda. Mientras yo hacía los deberes, ella cosía a máquina. Tenía un pequeño velador sobre la tabla de la Borletti pero prefería la luz natural, así que acercaba la máquina a la ventana para que la luz le diera de lleno sobre la costura. Eran lindas esas mañanas, las dos solas en la cocina, cada una haciendo nuestras cosas mientras la escuchábamos a Eva. Cuando el programa terminaba, mamá apagaba la radio, guardaba su costura y empujaba la Borletti hasta ponerla otra vez en su lugar contra la pared.

Algunas veces mamá, por unos instantes, parecía que se recortaba de la realidad, que éramos nosotros, la casa, la Borletti, las telas y las lanas. Era fácil darse cuenta porque en un susurro acelerado, mamá decía algo pero no nos hablaba a nosotros. A veces se la agarraba con algún personaje de la radionovela “Pero no te cases, le reprochaba, si no estás enamorada por qué te vas a casar, para qué”. Mi padre se enojaba mucho cuando la oía.

―¿Qué ―le preguntaba él―, hablás sola? ―y la sacaba a mamá de su mundo.

Y como ella no le contestaba, él se enojaba más.

―¿Con quién estabas hablando?

―Con nadie ―decía mamá, pero enseguida se corregía―: conmigo.

Yo sabía que no era verdad, que ella hablaba con alguien que, de algún modo, estaba ahí presente, tal vez más presente que cualquiera de nosotros.

A los 11 años tuve que preparar mi examen de ingreso al secundario. Yo quería estudiar en la Escuela Superior de Comercio de Ramos Mejía. Muchos queríamos estudiar ahí pero no había vacantes para todos y por eso el examen era difícil. Mis padres no podían pagarme clases particulares. Eso fue en el año 1947, yo estaba en sexto, fue un tiempo difícil. Estudiaba para mi último año de la primaria, ayudaba en casa y me preparaba para el ingreso sin la ayuda de ningún profesor. El examen era de Castellano y Matemática, y también había que responder una pregunta de Historia y otra de Geografía. A veces, mientras esperaba que se cocinara el arroz, leía algún texto sobre la Revolución de Mayo para aprovechar el tiempo. Recién cuando todos se iban a dormir, la casa quedaba en silencio y yo podía concentrarme mejor. Resolvía problemas de matemática y escribía composiciones. Pasaba de la gramática a la Independencia Argentina; de las capitales de las provincias, a la conjugación de verbos y a la acentuación de palabras. Todas las noches de ese año fueron iguales. Algunas veces mamá, que apenas sabía escribir, se quedaba conmigo y mientras yo estudiaba, ella repasaba dobladillos o avanzaba con su tejido. Hasta que en algún momento, en medio del silencio entre nosotras, ella se largaba a hablar. Eran susurros pero eran claros también; hablaba con alguien como si estuviera ahí con nosotras en la cocina. Yo había aprendido a escuchar esos murmullos y podía entenderlos sin esfuerzos. No le contestaba porque ella no estaba hablando conmigo. O tal vez sí, tal vez de algún modo ella me hablaba también a mí. Ese invierno mamá siguió por radio las noticias de la gira de Eva por Europa. Por esos días, Evita había llegado a España y mientras tejía, mamá musitaba: “Qué hace esa mujer ahí”. Pero, casi siempre, le hablaba directamente a Evita, como si fueran amigas. “Eva, irte a Europa… Qué hacés en España. Cuidado con el lobo”. Así le decía, cuidado con el lobo. Y le rogaba también: “Volvé, Evita, volvé”.

Aquellas noches, en el silencio inquieto de la casa, sentada en la silla baja, mientras me preparaba para el examen, oía los ronquidos suaves de mi padre y la respiración pesada de mis hermanos que dormían a cada lado de la cortina; los siseos de mamá; el roce de sus agujas de tejer; y hasta mi lápiz deslizándose sobre el cuaderno. En esos momentos, rodeada de la intimidad de los sonidos que eran sólo nuestros, sentía yo que la vida, algún día, tal vez, podía cambiar también para nosotros.

El día anterior al examen mis padres me indicaron el recorrido hasta la escuela. Caminar doce cuadras hasta la estación de Floresta, dijo mi padre. Mamá lo coreaba con susurros repitiendo todo lo que él decía, eran como ecos musitados. Tomar el tren hasta Ramos Mejía, dijeron. Que estuviera atenta, me advirtieron, porque las estaciones eran cuatro nomás.

―Villa Luro ―dijeron.

―Villa Luro ―repetí.

―Liniers.

―Liniers

―Ciudadela y Ramos Mejía. ¿Te vas a acordar?

―Villa Luro, Liniers, Ciudadela y Ramos Mejía ―dije.

―Muy bien ―dijo mi padre.

Mamá me sonrió. Sentí entonces que esa era la manera en que mis padres me acompañarían en mi examen de ingreso, y que aunque no habían podido pagarme los profesores particulares, me estaban sí enseñando el camino.

En la cama di muchas vueltas antes de dormirme.

Del otro lado de la cortina oí que mamá le comentaba a mi padre algo sobre la ley del voto femenino.

Él dijo que le dolía la espalda.

―Es que tenés que estirarte más ―dijo ella.

Él se quejó porque la venta no andaba bien.

Pensé que se habían quedado dormidos porque se hizo un silencio largo hasta que ella suspiró y le contó que había escuchado por la radio fragmentos de un discurso de Evita hablándoles a las mujeres.

―Sí, pero nosotros no somos peronistas –la cortó él.

Al día siguiente mamá me despertó muy temprano. Mi padre ya había salido a trabajar y mis hermanos aún dormían. Mamá envolvió en uno de sus retazos dos latkes y una porción de leicaj y los guardó con cuidado en mi valija de escuela.

Fuimos juntas hasta la puerta. Me preguntó si le había sacado punta a los lápices y me repitió lo de siempre, que no apoyara la valijita en el piso, así la llamaba ella, valijita. Para no ensuciarla. En la esquina me di vuelta para saludarla, pero mamá ya había entrado. Hice un par de cuadras y sentí que algo estaba flojo pero no me detuve. Enseguida la flojedad se escurrió por mi cuerpo y resbaló por mis piernas. Se me había caído la bombacha. Pensé que alguien me estaría mirando y me dio vergüenza. Me subí la bombacha, me acomodé un poco y seguí caminando, pero el elástico se había aflojado y la bombacha se deslizó otra vez por mi cuerpo y cayó sobre mis pies. Entonces volví a acomodarla y la sujeté de la cintura con fuerza. Estaba incómoda pero traté de disimular. Oí la bocina del tren y corrí dando pasos cortos. Viajé parada. Me parecía que todos me miraban. Con una mano agarraba la cintura de mi bombacha y con la otra la valija. Villa Luro. Liniers. Ciudadela. Como pude me fui acercando a la puerta. Cuando el tren frenó en Ramos Mejía me caí sobre la mujer que tenía adelante.

―Pero, nena, ―me dijo retorciendo medio cuerpo hacia mí―, tenés que agarrarte de algo, no podés andar por la vida así.

Los escalones del tren eran altos y tuve que soltarme la cintura de la bombacha y sujetarme del pasamano para poder bajar. Cuando por fin estuve parada sobre la plataforma, tenía otra vez la bombacha baja. Me la subí rápido y caminé las dos cuadras hasta la escuela. La mayoría de los alumnos ya había entrado. Las celadoras eran las encargadas de indicar en qué sector estaban las aulas. Me dijeron que tenía que buscar la que me correspondía según la inicial del apellido y que las letras estaban pegadas en las puertas. Entré al aula apretando fuerte la cintura de la bombacha por miedo a que se me cayera delante de todos los chicos y las dos profesoras. Me senté en el último pupitre. Una de las profesoras se acercó a mí.

―¿Qué pasó que llegaste tarde? ―me preguntó.

No supe qué contestar. Escribí mi nombre y mi apellido en el margen de la hoja que me dio la profesora y empecé a resolver los ejercicios. Cada vez que me acomodaba en la silla sentía la dureza de la tela de las bolsas de harina.

Esa noche cenamos todos en silencio. Mis hermanos se acostaron temprano. Nosotros tres permanecimos sentados a la mesa.

―Bueno, ¿pero diste bien o mal el examen? –me preguntó mi padre.

Mamá había sacado el elástico de la bombacha y se lo pasaba de una mano a la otra, se lo enroscaba alrededor de un dedo, del otro.

―No sé ―le contesté―. Necesito 31 puntos para ingresar.

Mamá puso el elástico sobre la mesa. Estaba tan estirado que no parecía un elástico. Me preguntó varias veces si la bombacha se me había caído antes de subir al tren, o dónde y si alguien se había dado cuenta. Estaba mortificada.

―¿Y cómo hiciste para bajar del tren? ―me preguntó, y al rato otra vez―, ¿y cómo bajaste del tren? ―y así.

―¿Pero vas a poder estudiar en esa escuela o no? ―preguntó mi padre.

―No sé ―contesté―. La semana que viene me dan el resultado.

Al día siguiente, mamá consiguió un elástico menos gastado y arregló la bombacha. Le dije que tirara el viejo, pensando que iba a decirme que no porque ella siempre guardaba todo. Pero lo hizo un bollo y mientras musitaba algo lo tiró a la basura.

Una semana después fui a buscar el resultado. Las planillas estaban pegadas sobre las paredes de la galería. Recorrí varias veces las listas porque no encontraba mi nombre, finalmente me vi. Había sacado veintinueve puntos. Cuando volví a casa, mamá estaba esperándome en la puerta. Tenía puesto un batón blanco con flores azules y botones grandes de nácar. Estaba hermosa.

―No te preocupesme dijo, y me abrazó. Apoyada sobre su pecho, sentí sobre la cara la tibieza de la tela y también el frío del nácar.

Esa tarde mamá me entregó sus ahorros, que alcanzaron para la primera cuota del colegio incorporado que estaba en la misma cuadra de casa y que tenía sólo cinco aulas. Nos alcanzó también para el guardapolvo gris.

Al mes siguiente, las tiendas de la calle Avellaneda ya no quisieron darle a mi padre mercadería en consignación, no me acuerdo por qué, sí recuerdo que él se quedó sin trabajo. Mamá me dijo entonces que ya no teníamos el dinero para seguir pagando la cuota.

Esa noche todos se acostaron temprano. Yo me quedé en la cocina y encendí el veladorcito que usaba mamá cuando quería más luz para coser. Abrí mi cuaderno y le escribí a Evita una carta de seis carillas en la que le contaba todo lo que me había pasado. Arranqué las hojas, y las guardé dobladas dentro de uno de los dos sobres que teníamos en el aparador. En el frente escribí: “Señora Eva Perón”. No sabía qué dirección poner y sólo puse “Ministerio de Educación”. Dormí toda la noche con la carta en mis manos. A la mañana siguiente caminé hasta Emilio Lamarca y Gaona. No tenía para estampillas pero tomé el sobre con mis dos manos, lo besé con los ojos cerrados y lo eché en el buzón.

Unos días después, el cartero trajo un telegrama. Lo recibió mi padre, que como ya no tenía trabajo pasaba muchas horas en casa. Yo también estaba en casa, porque ya había dejado de ir al colegio incorporado de la otra cuadra. Mi padre me dio el telegrama. Nos pegamos todos a la ventana de la cocina. Lo leí en voz alta. Debía presentarme al día siguiente a las siete y cuarenta y cinco en la Escuela Superior de Comercio de Ramos Mejía.

―¿Qué pasa? ―preguntó mi padre―. ¿Por qué te llaman?

Creí que mamá iba a empezar también ella con las preguntas, y repetírmelas una y otra vez, pero por suerte no.

―¿Hiciste algo? ―me preguntó mi padre.

Esa noche mamá se quedó sola en la cocina, tejiendo hasta tarde. Desde mi cama yo la escuchaba murmurar, pero estaba tan acelerada que no pude entender qué decía.

A la mañana siguiente llegué a la escuela quince minutos antes de la hora a la que me habían citado y esperé en la galería. Me sobresaltó la voz de una celadora diciéndome que la siguiera. Entramos al despacho del director. Estaba parado frente a la ventana, mirando hacia el patio lleno de adolescentes con guardapolvos blancos. Yo quería ser una de esas chicas con guardapolvo blanco.

―Siéntese ―me dijo el director.

Las seis carillas estaban desplegadas sobre el escritorio y subrayadas con rojo en algunos fragmentos. La celadora pasó varias veces la palma de su mano sobre la última carilla porque estaba un poco arrugada. El papel quedó planchado pero igual se lo veía algo ajado.

―¿Vos escribiste esta carta? ―me preguntó el director, ahora tuteándome.

A mí no me salían las palabras pero asentí con la cabeza.

No entendía cómo había llegado mi carta hasta ahí, cómo estaba yo misma en esa escuela, en ese despacho. En medio de tanta confusión, hubo algo sin embargo que se hizo claro en ese instante. La que estaba adentro del buzón esa mañana cuando eché la carta era Evita, cómo si no ella iba a leerla tan rápido y conseguir mi vacante. Antes de despedirme la celadora me entregó un guardapolvo blanco y el director, una bolsa con cuadernos y libros, y me dijeron hasta mañana.

Al día siguiente mamá me acompañó hasta la vereda.

―Qué bien te queda tu guardapolvo blanco ―me dijo.

Al llegar a la esquina me di vuelta. Ella estaba todavía ahí y alzó su brazo con la mano abierta y lo agitó para saludarme. Yo me puse en puntas de pie para que ella pudiera verme a pesar de la distancia y también agité mi mano en lo alto. Adiós, mamá, te quiero; lo dije bajito, Adiós, mamá, te quiero, lo dije para mí, pero era para ella.

Evita murió en julio del 52; yo egresé de la Escuela Superior de Comercio de Ramos Mejía en noviembre de ese mismo año, apenas unos pocos meses después de su partida.