Hay en las protagonistas de las películas de Sofía Coppola una soledad que las resguarda. El silencio es el código que permite una actuación levemente introspectiva como si sus films intentaran recrear la primera persona de la narrativa de una novela pero sin caer en el recurso obvio de un monólogo interior. 

Lo que piensan, el conflicto que ocurre en una interioridad cada vez más furiosa, susceptible de desencadenar las transformaciones más contundentes se establece en la alianza entre las actrices y la cámara. Como espectadorxs participamos de esa forma de aislamiento narrativo que Sofía Coppola establece como el lenguaje de un punto de vista que la directora compone con los personajes protagónicos.

Priscila, el film que por estos días puede verse en el cine y que pronto se subirá a la plataforma Mubi dialoga con María Antonieta (2006) y también con el personaje a cargo de Scarlett Johansson en Perdidos en Tokio (2003). Con María Antonieta tiene varios puntos en común. Las dos mujeres de épocas tan disímiles, son adolescentes capturadas en la lógica del mundo adulto a partir del matrimonio. En el caso de María Antonieta (Kristen Dunst) se trataba de una decisión de estado que la excluía completamente y la obligaba a ser funcional a los intereses del reino. 

Priscila (Cailee Spaeny) es, por el contrario, una púber de los años 60 que se convierte en la elegida de Elvis Presley (Jacob Elordi) para ocupar el lugar de su esposa, de la mujer que “debe mantener encendido el fuego del hogar”. Ella, encantada por esa sucesión de momentos donde inesperadamente comienza a ser el objeto de atención y deseo de un hombre al que nunca imaginó conquistar, deviene en una suerte de protagonista/espectadora de su propia vida. Lo que hace Sofía Coppola es recrear las coordenadas de un cuento de hadas, reproducir la matriz del cine hollywoodense hasta el cliché para, de un modo muy sutil, oscurecer cada escena. 

Presley pasa de mostrarse como un hombre que cuida a esa joven que está en noveno año del colegio cuando se conocen y que termina la secundaria instalada como una suerte de concubina no declarada públicamente en su mansión, a ser un ser temible. Las escenas donde los dos están en la cama y él evita tener sexo con ella como si se negara a una situación que pudiera catalogarse como abuso o estupro, esconden más perversidad que verlos tener sexo. La violencia que Elvis ejerce sobre Priscila está marcada por cierta educación sentimental que lo lleva a convertir a esa chica de catorce años en la esposa que él necesita.

Ese aprendizaje dura cuatro años hasta que Elvis le propone casamiento como una manera de decirle que pasó todas las pruebas de domesticación y que ha comprendido cómo debe comportarse. Pero Sofía Coppola no establece como directora una lectura de los hechos impregnada de una carga moral. Simplemente expone las situaciones y deja que Cailee Spaeny transite por las escenas desde un trabajo actoral sostenido en el conflicto interno. Priscila es, en esta película, una mujer que siempre está sola y que nunca deja de ser una extraña en ese universo de estrellas. 

Desde su apariencia, la ropa, el peinado, sus costumbres, todo está diseñado a partir del antojo de Elvis. Ella lo ama, se desespera cuando se entera por las revistas de un nuevo romance, lo extraña en cada gira pero entiende que su dependencia hacia él es absoluta, no soporta una vida por fuera de esa magia que hace su rutina escolar, de sus días con sus padres, una imagen triste como si hubiera sido expulsada de un escenario privilegiado. 

Pero jamás estas emociones son expresadas por la protagonista. Nosotrxs la entendemos y podemos escuchar cada una de sus reflexiones y contradicciones solo con ver su cara en la pantalla. También sospechamos alguna rebelión ligada a utilizar los mecanismos de manipulación de Elvis a su favor. La mirada contemporánea de Sofía Coppola tiene que ver con un procedimiento que analiza las acciones como piezas ambiguas que en su desarrollo delatan todo lo intrincada que puede ser la belleza, todo lo terrible que habita en los sueños cuando se vuelven demasiado reales.