Se trata de pensar en las incidencias en la subjetividad [1] , tanto del plan motosierra que intenta disolver lo instituido, como de la hiperinflación. Una de sus consecuencias son los estados alterados a todas las luces comprobados, la angustia y lo que llamaré melancolización, para detenerme en este último aspecto. La pérdida del valor afecta a diversos campos: el económico, el cultural, el patrimonio nacional y el... subjetivo. La devaluación tiene un sentido amplio. En La condición humana, Arendt se refiere al carácter duradero de las cosas, ese que desafía a las voraces necesidades del mercado, objeto obicere es algo lanzado, puesto contra, resistente a su destrucción. Seguramente inspirada en el elogio a la tierra natal de Heidegger, amante y maestro, ella afirma que las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida humana:

“Este carácter duradero da a las cosas del mundo su relativa independencia con respecto a los hombres que las producen y las usan, su que las hace soportar, y perdurar, al menos por un tiempo, a las voraces necesidades y exigencias de sus fabricantes y usuarios. Desde este punto de vista, las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida humana.” [2]

El plan motosierra es un atentado contra esa estabilidad que el ser humano precisa como necesaria solidez frente a la fragilidad de la existencia. Recuerdo el relato de una paciente al referirse a un futuro desamparo ante la muerte cuando se le trasmitió a su anterior analista y ella le dijo: ¡el Estado se ocupará de vos! Ella me lo contó de manera graciosa y también sorprendida ante el efecto pacificante de tal intervención. También se me hace presente el testimonio de una enfermera de un hospital público que, a raíz de la pandemia me habló de la importancia de estar al lado del moribundo cuando la familia no puede estar presente o no existe. La función de Estado no es albergar ñoquis como se estigmatiza, el estado regula y estabiliza, es, en este sentido, uno de los Nombres-del Padre.

Vayamos a la temática del dinero que no solo es una medida de valor y medio de intercambio. Más allá de sus funciones económicas, simboliza y encarna el espíritu moderno de la racionalidad, de la calculabilidad, de la impersonalidad. Bajo su égida, ha prevalecido sobre la visión del mundo antiguo que otorgaba primacía a los sentimientos y la imaginación

Fue Marx quien describió con realismo y lamentó el valor que el dinero concede a los sujetos. En la sección “Tercer manuscrito” de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 consagrada al dinero (“El poder del dinero”) --si se quiere, prehistoria de El capital--, Marx describe en forma expresiva la trascendencia del dinero: “El dinero, en cuanto posee la propiedad de comprarlo todo, en cuanto posee la propiedad de apropiarse de todos los objetos es, pues, el objeto por excelencia. La universalidad de su cualidad es la omnipotencia de su esencia; vale pues como ser omnipotente. [...] Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el poseedor del dinero mismo. [...] Lo que soy y lo que puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy feo pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero. Según mi individualidad soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro pies, luego, no soy tullido; soy un hombre malo, sin honor, sin conciencia y sin ingenio, pero se honra al dinero, luego, también a su poseedor. El dinero es el bien supremo, luego, es bueno su poseedor; el dinero me evita, además, la molestia de ser honesto, luego, se presume que soy honesto; soy estúpido, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas, ¿cómo podría carecer de ingenio su poseedor? [...] El dinero en cuanto medio y poder universales [...] para hacer de la representación realidad y de la realidad pura, representación, transforma igualmente las reales fuerzas esenciales humanas y naturales en puras representaciones abstractas y por ello en imperfecciones, en dolorosas quimeras, así como, por otra parte, transforma las imperfecciones y quimeras reales, las fuerzas esenciales realmente impotentes, que solo existen en la imaginación del individuo, en fuerzas esenciales reales y poder real.[3]

Ante esta realidad, Marx se pronunció por el valor de uso como aquello que dignifica al sujeto, y que eleva su singularidad no dependiente del valor de cambio, sin embargo, su cruda descripción, nos lleva a la destitución que experimenta el hombre cuando lo que tiene no vale nada.

La estabilidad del valor del dinero se traduce en la estabilidad de las relaciones de intercambio, y es dicha estabilidad la que permitirá, entonces, la duración de las acciones económicas posibilitando cálculos a largo plazo. Esto explicaría que ante una elevación general de precios disminuya el valor mismo del dinero, interrumpiéndose así la constancia del valor monetario. Tal devaluación incide en la devaluación de los propios sujetos y puede predisponer a efectos melancólicos. Freud, cercano en esto a Marx, encuentra en el dinero una equivalencia fálica que lo hace estar investido de un valor no solo económicosino libidinal, de modo tal que su devaluación afecte también a esta economía. Así, la pérdida es también la pérdida del deseo ya que atañe a la deflación subjetiva. La gente suele decir que la plata no vale nada y es así como se experimenta el melancólico, de ahí esa predisposición a la melancolía en momentos de hiperinflación y mucho más cuando se ha perdido un trabajo.

De la melancolía se habla desde hace veinticinco siglos: podríamos decir que este nombre acompaña a toda la civilización occidental. Freud aísla los rasgos sintomáticos que más se imponen: depresión, inhibición, autorreproches, insomnio, rechazo a la comida. La melancolía da lugar a la profundización y creación de conceptos en psicoanálisis, que exceden el marco de esta afección. Si la histeria y el sueño llevan a Freud a la indagación relativa al deseo, la melancolía, en cambio, lo conduce a la oscura satisfacción en el padecimiento, a la necesidad de castigo, a los estragos del superyó, a las fijaciones infranqueables, a las identificaciones más primarias, a la pulsión de muerte. En definitiva, a conceptos que trascienden el cuadro mismo y que se encuentran en otras estructuras.

En la actualidad, el hundimiento de la tradición, con su valor vinculante, y las vidas dependientes de la inserción en el mercado, arrastran a los sujetos a caer cual desechos cuando no pueden ocupar un lugar en ese mercado, o cuando son expulsados de la antigua inserción. Lo perdido cobra un valor único, irrecuperable. Bastan, como ejemplos, los suicidios de algunos sujetos al perder el empleo, o los que irrumpen en cadena realizados por esos adolescentes convencidos de la futilidad de la existencia. La pérdida de sentido disuelve los lazos; de ahí que el término desenganche tenga tanta vigencia aquí.

El seminario Libro “La angustia”, Lacan[4] enfatiza la manera en la que el sujeto se desamarra de la escena, identificándose al objeto a como desecho. No sin razón el sujeto melancólico tiene tal propensión, siempre llevada a cabo con una rapidez fulgurante, desconcertante, a arrojarse por la ventana. En efecto, la ventana, en tanto nos recuerda el límite entre la escena y el mundo, nos indica lo que significa tal acto en el que, de algún modo, el sujeto retorna a aquella exclusión fundamental en la que se siente. Dice Freud que en la melancolía la sombra del objeto cae sobre el yo. El estatuto de tal objeto ha constituido un problema para el psicoanálisis, pero creo que hay un término que revelaría algo de su dimensión. Freud utiliza la palabra sombra, que habla de la desaparición del brillo fálico del sujeto y del mundo. Se trata, entonces, de un aspecto del objeto en que la umbría solo dibuja su contorno; en el interior la negrura baña su cuerpo espectral. Esa sombra --dice Freud-- cae sobre el yo, tomado por la inmensidad de esa mácula que ha borrado cualquier resplandor.

Pero tal temperamento no debe confundirse con el cuadro melancólico, en el que el despojamiento, el desenganche, es clave. El término empuje me parece fundamental para especificar el desenganche melancólico: se trata de un empuje a dejar la escena. De ahí esa propensión a “tirarse por la ventana” como expresión de la migración abrupta del teatro de la vida. Y la muerte, el sinsentido y la caída cobran una dimensión absoluta: todo es quimera, todo es objeto perdido. Ante una pérdida irreparable o un real irremediable, todo se revela como vano. Durante siglos la teoría hipocrática de los humores describe los síntomas clínicos de este mal: humor triste, sensación de abismo infinito, extinción del deseo, embotamiento seguido de exaltación, atracción irresistible hacia la muerte, las ruinas, la nostalgia, el duelo. La melancolía se asocia con la bilis negra, uno de los cuatro humores, que imita la tierra y reina en la vejez. En la actualidad, no es solo el sujeto quien se arroja, sino que es... arrojado.

Silvia Ons es analista miembro del Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Escritora.

[1]Debo a Omar Mosquera llevarme a pensar sobre el tema.

[2] Arendt, H., La condición humana Bs. As., Paidós, 2015, p.158.

[3]Marx, K., Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1984, 11ª ed., pp.177-180.

[4]Lacan, J., El Seminario, libro 10 “La angustia “, Bs. As., Paidós, p. 123.