El cuento por su autor

“El olor” es un cuento sobre el olor. La literatura poco tiene que ver con este sentido, en general, por cuestiones de objeto: puede ser visual, táctil, oral-auditiva, pero leer no es una experiencia que se concentre en el olfato. Tampoco los sueños, aunque soñamos con olores. Los recuperamos a través de palabras, aunque es probable que una fragancia aparezca mientras estamos dormidos y el aparato psíquico las incorpore de alguna manera para evitar que despertemos. El sueño quiere seguir siendo, sabemos cómo la vigilia se retrasa con estas trampas del inconsciente. Aunque con lo del olor sigue siendo difícil. La memoria del olor: ¿cómo se combina? ¿Qué tipo de lugar ocupa en nuestra actividad cerebral? Corresponde hablar con expertos, pero me permito el desliz ensayístico.

Hay obras que tienen que ver con olores. Y no hablo solamente de El perfume, cuyo título ya no deja mucho librado al azar. En Los reventados de Jorge Asís hay mucho olor a bife de bodegón porteño, de esos que trabajan más que nada con los oficinistas o con los estafadores de medio pelo del microcentro. Ese olor a bife hecho a la plancha, que queda en el aire y que es muy difícil sacar, ese es el olor que está también en Nueve reinas, si me preguntan.

Esto que escribí tiene mucho que ver con un corto período de mi vida en que viví en Palermo. Del olor y de esos seis meses entre cervecerías artesanales. De ahí salió este relato.

El olor

La semana del olor no tuvo muchos hechos interesantes para destacar. Llevaba viviendo solo algunos días después de una separación que me había destrozado por todos los frentes. Hacía poco había tenido que devolver la cama que me había prestado un amigo como para zafar algunos días y, después de devolvérsela, tuve que empezar a usar un colchón de mis hermanos que estaba manchado y presumiblemente con alguna que otra pulga que mi perra había dejado antes de que yo partiera, como una especie de souvenir con efecto demorado. Lo de “mi” perra es una exageración: es mejor decir “la perra de mi hermana”, tengo esta tendencia a creer mías cosas que no lo son. Y la frase suena mal, de paso.

Había empezado de lo más tranquila. La semana, digo. Yo estaba con ganas de meterme en alguna actividad como para distraer la mente y ocupar un poco el espacio que tenía antes reservado a la relación: había averiguado los precios para ir a natación y tenía como dato que había un circuito cerrado para poder ir a correr los domingos. Había vuelto a fumar y no me preocupaba mucho el tema de cualquier tipo de consecuencia a corto plazo en la salud. Pero no en el largo, claro. Lo único que había podido hacer por el bienestar de mi vida futura hasta ese momento era comprar la cantidad justa de verduras para algunos días. Tenía esta política de empezar a comprar lo justo: nada de exageraciones, nada de guardar, se compraba lo que se comía y nada más. Era sólo cuestión de organizarse.

Hasta más o menos el jueves seguía todo sin novedad. Salí a la noche a caminar por ahí y aprovechar el boom de la cerveza artesanal, ahora desplazada por el “café de especialidad”. Hay una barbaridad de lugares para elegir y tomar algo: todos cobran muy caro, eso seguro, pero si vas a tomar una o dos “pintas”, creo que más o menos estás gastando una cantidad de dinero correcta, apropiada. Justa. “Pintas”. Qué nombre horrible. No sé por qué nunca se impuso el “liso” de Santa Fe, ese me parece mejor. Pero “pinta”… Me lleva a pensar en Carlos Calvo, qué sé yo, en la idea del argentino piola, con jean y camisa blanca arremangada. ¿Se sigue diciendo tanto eso de que “soy de los 90” como para justificar una especie de posicionamiento cultural? Si sigue pasando, creo que debería dejar de usarse, parece una excusa tonta y no hay nada más estúpido que creerse parte de una generación, de un grupo. Estamos solos. Siempre. Me consta.

Llegué al departamento el viernes a las dos y media de la madrugada, había salido a eso de las ocho. Aproveché para pasar por Varela Varelita, lugar que ahora parece que se puso de moda para un montón de gente que se cree interesante por reivindicar los aros largos. Pasé a comerme uno de esos bestiales sánguches de milanesa con un porrón (otro término lindo para hablar de la cerveza) y después salir a la degustación artesanal. Se nota cuando un mozo es bueno porque no te mira a la cara cuando estás haciendo el pedido, eso es genial. Le decís lo que querés, más si estás en la barra, y él, con la mirada para arriba, sólo asiente y te trae al rato exactamente lo que pediste. Sospecho cuando un mozo me mira a los ojos. Me da la sensación de que está haciendo un esfuerzo muy grande por concentrarse y traerme el pedido, cosa que después falla por algún lado. Es una tarea noble ser un mozo, sobre todo, uno bueno. Ahora hay muchos supuestos mozos o mozas en estos bares con aires de ser diferentes que en realidad están ahí por la temporada, porque necesitan unos mangos para estudiar, porque se creyeron la de la aventura de la vida: ser mozo por un rato y después, ya está. Yo no creo que sea un buen material para mozo, pero sí para bachero. Lavo bien las cosas.

Resulta que llego, entonces, al edificio y veo que todo el ascensor está como mojado, como si alguien hubiese sacado algo a la noche, de manera furtiva, considerando que la falta de presencia de vecinos o del mismo encargado lo habilitaba para hacer lo prohibido. Las gotitas de lo que sea que fue transportado iban desde el suelo del ascensor hasta la puerta de entrada, formando un camino irregular de puntitos, un brochazo impresionista de lo que yo sospeché, en ese momento, que era algún tipo de basura rara. Me la imaginé en una bolsa grande, verde: me quedaba imaginación después de tomar una o dos cervezas, eso creo que habla bien de mí.

El olor era insoportable. Si bien lo había sentido al cruzar la puerta del departamento, me sorprendió que siguiera con tanta fuerza en el breve zaguán de entrada y, sobre todo, en el mismo ascensor. Ahí fue cuando se me ocurrió la hipótesis de que alguien había sacado la basura a la noche, aunque tampoco me preocupó tanto. No era la primera vez que sentía en ese barrio el fuerte olor a basura. A veces, provenía de los contenedores que dejaban en la puerta, pero muchas otras, tenía que ver con un problema no solucionado a tiempo en las cañerías. Una acumulación de mierda y plástico hecha una bola inmensa que resistía bajo nuestros pies, moviéndose de un lado al otro, esperando agolparse en algún desagüe desbordado, en algún lugar de la cloaca estratégico para crecer y convertirse en un monstruo abusivo de fragancia nauseabunda. No sé qué onda con las cloacas en la ciudad. Me remite siempre al hecho de que estamos viviendo al lado de un río marrón, horrible, que alguien con poca fortuna bautizó “de la Plata”, como si el nombre mismo implicara que hay algo interesante para buscar en ese montón de agua sucia. El Riachuelo es más nuestro que el Río de la Plata, por más que estén conectados o tengan algo que ver. Lo digo más por el nombre. Un montoncito de agua llena de mierda. Ahí me puedo hallar más: aunque menos elegante, es un poquito más honesto.

Vivo en el piso seis. El edificio tiene catorce pisos, yo estoy casi a la mitad, lo cual es la distancia justa como para bajar o subir por la escalera si el ascensor no funciona y como para tener, incluso en un lugar como este, cierta vista amable desde la ventana. Doy al contrafrente, pero hay un espacio bastante amplio entre edificio y edificio como para ver algo de cielo y de verde. Sobre todo a la tarde, que el sol entra al lugar como si fuera el dueño legítimo de todo. En los seis pisos, el olor del ascensor era fuerte. Después de atravesar el primer piso, me concentré en ver si podía identificar cuáles eran sus componentes esenciales. Había mucho de verdura, eso seguro, y notaba como alguna que otra nota que tenía que ver con carne podrida, pero no de pescado. El olor a pescado es rápido de identificar, esté podrido o fresco. Pero este olor… No, era de otro tipo de carne, carne roja, con sangre. Creo que los peces tienen sangre, pero no es lo mismo: esto era sangre de mamífero, sangre de algo que sabía qué eran las tetas y caminar sobre la tierra. Sacando a los delfines: ¿no es eso lo que hace a todo mamífero?

Apenas entré al departamento, fui al baño a cepillarme los dientes. Fumo, sí, pero tengo un cuidado casi neurótico con este tema: no quiero perder ninguna muela más. Que se entienda, no es por simple vanidad; con lo que salen los implantes, es casi especulación financiera lo que hago. Me tiré al colchón con la ropa puesta, apenas pude sacarme el calzado, que dejé tirado por ahí. Tenía al lado una pila de libros que iba leyendo irregularmente y un ventilador que me había permitido atravesar las temperaturas fuertes que empezaban a apoderarse del clima “templado” de estos pagos sudamericanos (¿cuenta Palermo?). Cerré los ojos a pesar del olor y pensé en lo de siempre: volar. Había tenido sueños que compartían cierta unidad temática con momentos bastante álgidos de mi vida, pero el más lindo, sin lugar a dudas, era el que tenía que ver con volar. Espero que no suene a cosa que todo el mundo hace o que aburra por repetida, pero en esos sueños en los que vuelo todo me recuerda al mismo movimiento que hago cuando voy a nadar. Es fácil: me suelto en el medio del aire, empiezo a mover los brazos y de repente estoy volando, como si flotara.

Salí tarde el viernes. No porque haya faltado al trabajo: como siempre, mis horarios laborales eran extraños, y podía perfectamente gastar una mañana en dormir. Venía durmiendo más de la cuenta por esos días: creo que una doctora me indicó que era porque tenía baja la vitamina D, y que por eso también estaba pálido, desganado y con calambres. Apenas cerré la puerta, escuché la voz del encargado hablando con alguien en el piso de abajo. No tenía muchas ganas de cruzarme con nadie: tenía cara de recién bañado, el pelo mojado, la ropa limpia, elementos que me permitían fingir que tenía algo importante que hacer y no podía demorarme en nada. Toqué el botón de los dos ascensores esperando que participen de una competencia rutinaria a ver cuál llegaba primero y me llevaba a la planta baja. No había ruido, no se movían: alguien estaba usando los dos al mismo tiempo. Calculé la distancia de la voz: apenas bajé la escalera, pensé que lo primero que me iba a encontrar era al encargado hablando con algún vecino por un tema que no podía importarme menos. El olor seguía, quizás un poco más débil.

“Yo no sé, para mí que algo tienen que ver con los del décimo. Andan con malas juntas, ya los vi con los transa de enfrente varias veces”. El portero hablaba bajo, como si no quisiera despertar a nadie, y eso que eran las tres de la tarde, casi. El tipo al que se dirigía es el del departamento que está exactamente abajo del mío. La primera vez que intercambié unas palabras con él me vino a increpar por el ruido que había estado sintiendo los últimos dos fines de semana, bullicio de personas conversando y música muy alta. Obviamente, estaba confundido. Esa noche me acuerdo que saqué a relucir todas mis habilidades de negociación, pero me pareció un poco fuera de lugar recibirme de esa manera. Parecía que el tipo estaba hablando con el encargado porque algo le había molestado de ese olor a mugre de días, a basural, que se había apoderado del edificio. Me acerqué con paso tranquilo, bajando las escaleras y pensando en mi entrada en la conversación, ahora sí, obligatoria, porque donde estaban se hacía necesario decir algo al respecto, intercambiar algunas palabras como si se estuviese pagando un peaje.

Tanto el encargado como el vecino me miraron con cierto gesto acusatorio. Estimé que era parte de la sospecha que levantaba cualquiera que pasara por ese diálogo de la verdad, esa especie de investigación verbal que los dos llevaban adelante para ver si encontraban la fuente del olor. Me saludaron, yo saqué otra vez la carta de la diplomacia y ahí las cosas comenzaron a calmarse. Pronto, me sumaron al grupo de investigación: los dos me preguntaron si había visto algo raro. Les conté como pude que había pasado esa misma noche, a la madrugada, por los ascensores y el zaguán, y que el olor era mucho más fuerte que ahora. Les dije lo del piso mojado, como si ese fuera otro dato importante. El encargado estaba molesto: se notaba que había estado toda la mañana tratando de sacar el aroma a fuerza de limpiador de pisos y aromatizadores de aire, de sahumerios y lavandina, no sé, de todo lo que estuviese en su poder para ahuyentar ese perfume oscuro que había poseído el edificio como si fuera un alma diabólica que toma el cuerpo de un inocente para manifestarse en nuestro plano. Un poco exagerada la comparación, pero bueno, quiero causar un efecto.

Ambos me agradecieron por los datos y pasaron a contarme sus conclusiones. El vecino había sentido algo raro ayer por la noche, y el encargado subrayó la cuestión de que ese olor era de algo que llevaba podrido mucho tiempo. Comenté al pasar que, por un momento, había considerado (usé la palabra “flasheado”) que quizás el olor provenía de algún muerto. Me vino a la memoria una imagen: mi tío, un policía retirado que pertenecía al cuerpo de bomberos, me había contado la historia de un hombre que había sido asesinado en su casa por alguien que evidentemente lo conocía. La puerta estaba abierta, sin ningún signo de presión externa, como si él la hubiese abierto por su propia voluntad. El cadáver estaba tirado sobre la cama: los peritos habían asegurado que la víctima abrió la puerta, que fue a sentarse en su cama y que, apenas apoyo el cuerpo en el colchón, el misterioso “alguien” le clavo al ahora occiso un tiro en el centro de la cabeza. La nuca golpeó contra el respaldo, rebotó y mandó parte del cuerpo al suelo, mientras que la otra seguía apoyada en la cama. También anotaron que el disparo se había hecho con silenciador, porque era imposible pensar que nadie en todo el edificio haya escuchado nada. O, por ahí, el sonido del tipo se mezcló con otro de los muchos ruidos que ocupan la noche y la pueblan de disparos falsos. Encontraron el cadáver unas dos semanas después. La típica: la gente se había empezado a quejar por el olor. Mi tío me contó que, cuando encontraron el cuerpo, le faltaba parte de la cara, una zona de los cachetes y la nariz, para ser precisos. También tenía parte del brazo masticado. El perro que vivía con él, el cual no había ladrado ni se había conmovido por la llegada de aquel o aquella que seguramente conocía desde hace tiempo, digamos, el asesino, ese mismo perro, muerto de hambre y sin la capacidad de poder abrir la puerta para salir, comenzó a comer a su antiguo dueño para sobrevivir a la obligada inanición. Al perro lo tuvieron que sacrificar: no sólo no tenía ahora a ningún responsable por su vida, sino que había probado carne humana. Y de eso no se vuelve.

Podría poner toda la historia en el reservorio de los relatos que, en mi niñez, me espantaban, pero ahora la sentía tangible, como una posibilidad. El encargado me dijo que ya había llamado a la policía, que pasó por varios departamentos –me dijo que pasó por el mío, pero que nadie se levantó: recordé haber escuchado un timbre, recordé también que no me importó y que seguí durmiendo, pensando que eran los siempre inoportunos fumigadores–, y que las fuerzas del orden llegaron a la conclusión de que nadie estaba muerto. Raro. Ahí el encargado me señaló que el olor que había era a carne podrida, seguro, pero: ¿quién pudo haber sacado basura podrida a las dos de la mañana? ¿Por qué el olor seguía? ¿Qué había pasado?

Salió de repente la señora del piso quinto. Todos la conocen porque, los lunes, sola, pasa de departamento en departamento mangueando cigarrillos. Se ve que la señora esta jugada, digo, de la cabeza: siempre termino dándole dos o tres. Parece buena mina, pero ya cruzada por algo que ni ella puede controlar. Suele hablar mal de su marido cuando pide cigarrillos: será por eso, qué se yo. La señora sale, entonces, y busca sumarse a la conversación. Saludé rápido, mostré que tenía que ir a trabajar (mentira), y bajé las escaleras que me separaban de la salida. En cada piso, el olor seguía, ahora, mezclado con algo de lavandina. Me dio la poderosa sensación de que íbamos a estar un par de semanas con este aroma atosigándonos, como un espectro del pasado que nos perseguiría día y noche por algún tipo de pecado que hayamos cometido en un momento ignoto, esperando que nos arrepintamos y nos entreguemos a la piedad divina.

Estuve un par de semanas soñando que era plomero. Habrá sido por el tema de la cloaca y del olor, pero lo loco es que entraba en una casa en donde me pedían que arregle un inodoro y, debido a la gravedad del problema, tenía que levantar todo el baño, romper baldosas, empezar a excavar hasta llegar a los pasillos de las cloacas. Sí, cloacas en forma de pasillos, de corredores, como en los dibujos animados. El olor persistía: podía sentir eso que sentí en los pasillos, ese tufo asqueroso de algo que ya está rodeado de gusanos y de moscas y que se entrega al tiempo, entrando en un lento proceso de descomposición que es, claro, una forma elegante de hablar de la desaparición. Dentro de las cloacas, gracias a los largos pasillos que tenía, podía volar: hacía lo mismo que en otros sueños, me tiraba al aire como si estuviese en una pileta y empezaba a mover los brazos y las piernas. Estaba en el aire y, aún así, en el subsuelo, rodeado de mierda. El olor llegaba al centro de mi nariz, como si lo estuviese sintiendo en ese mismo momento y no fuese todo parte de mi imaginación onírica liberada. Dejé de soñar, después. Antes de eso, tuve algunos diálogos misteriosos con mi padre, también dormido, claro. Dejé de soñar o dejé de acordarme de los sueños. La verdad, no sé. Tampoco empecé natación o salí a correr. Era cosa de averiguar, y para eso había tiempo.

Me sobraba.