¡Qué 2017 tienen los superhéroes en el cine! Había que creerle a la extraordinaria Logan cuando el sentido trágico y crepuscular de su pathos distópico invitaba a suponer el cierre de un ciclo. A fin de cuentas, el mensaje provenía del Wolverine de Hugh Jackman, una voz autorizada para firmar el acta de defunción por haber sido el único personaje que fatigó ininterrumpidamente las salas desde la seminal X-Men (2000). Con el último mutante original se fue uno de los responsables de la llegada masiva de los superhéroes a las salas y, por lo tanto, de un modelo narrativo y estético que hasta los propios fanáticos empezaron a reconocer que marchaba al agotamiento. ¿Cómo seguir después de esa partida? ¿Qué viene después del fin de un paradigma? Thor: Ragnarok ensaya una buena respuesta: una transición a ciegas, de puro ensayo y error, que tome los elementos característicos del modelo anterior para readaptarlos y seguir la marcha. Habrá que ver qué sucede de aquí en adelante. Por ahora, octubre de 2017, da toda la sensación que la tercera aventura en solitario del hombre del martillo atisba el inicio de una nueva etapa de los superhéroes en el cine. Inicio irregular aunque esperanzador: lo que estaría por venir es –¡al fin!– películas definitivamente más libres, divertidas y relajadas, menos constreñidas, acomplejadas y limitadas.

Es cierto que las primeras Iron Man, las dos Guardianes de las Galaxia y Deadpool eran libres, divertidas, relajadas y sumamente autoconscientes. La particularidad de Ragnakok es que llega más lejos que ninguna. Una escena clave es aquella en la que Thor (el híper fachero Chris Hemsworth) vuelve a su planeta, Asgard, para reencontrarse con papá Odin (Anthony Hopkins) y lo encuentra viendo una obra teatral sobre las hazañas de Loki (el hermano “malo” de Thor) y los episodios que desencadenaron su muerte. La obra es una oda de tono épico, con orquesta en vivo, actuaciones shakesperianas y un protagónico de Matt Damon (primero de varios cameos de lujo) con peluca negra. Toda esa ridiculez pomposa le sirve a Ragnakok para hacer una declaración de principios. Vale recordar que el director Taika Waititi había codirigido hace un par de años What We Do in the Shadows, una tomada de pelo a toda la iconografía vampírica con la forma de documental sobre la vida cotidiana de un ecléctico grupo de chupasangres que compartían una casona en los suburbios de Wellington. Reírse de un género mediante el uso hiperbólico de sus reglas. En esa línea, la representación teatral de Thor manifiesta un punto de vista sobre el linaje de los superhéroes, como si el neozelandés dijera: “Hola, soy Taika Waititi y para mí todas las películas anteriores son esta pavada”. 

Inmediatamente después se descubre que Loki había adquirido la fisonomía del padre y gobernaba Asgard en su nombre, y que el verdadero Odin está exiliado y al borde de la muerte en la Tierra. La misma gravedad de la que Waititi se reía unos minutos atrás hace su aparición estelar durante el reencuentro/despedida en el que padre alerta a los hijos sobre una hermana ultra malvada llamada Hela (Cate Blanchett con cuernitos y trajecito al cuerpo símil Angelina Jolie en Maléfica). En esa contradicción se mueve una buena porción del primer tercio de Ragnakok. Igual que en la moderadamente subversiva Deadpool, aquí se ven las costuras de un guión tironeado entre las obligaciones contraídas en un escritorio y unas ganas bárbaras de patear todo y despacharse con una sátira feroz sobre el género. La buena noticia es que ocurre lo que no ocurría con el superhéroe puteador, y la balanza bascula hacia la segunda opción. 

Hela, efectivamente, es malvadísima. Y muy poderosa: a Thor le rompe el martillo apretándolo como a una pasta dental. ¿La destrucción de un ícono como símbolo del fin de un era? Por qué no. Hasta Stan Lee abona por el cierre prestándose para rapar a Thor. Desterrados por ella, los hermanos huyen al planeta Sakaar, donde gobierna el “Gran maestro”. El segundo villano del relato es el más pertinente a la búsqueda de Waititi por la sencilla razón de que es el malo más caricaturesco, afectado, colorido y modosito desde el Mugatu de Zoolander: comedia pura. Con la aparición de Jeff Goldblum (extraordinario) con un poncho dorado, jopo gris y trazos de maquillaje en el rostro, Ragnakok abraza definitivamente la aventura espacial para redondear un último tercio que debe más al humanismo y la claridad cinética de J. J. Abrams y al universo retrofuturista y kitsch de la ciencia ficción de los 80 –de Tron a Blade Runner– que a cualquier título de Marvel, más allá de las inevitables referencias y la aparición de Hulk/Bruce Banner en plan comic relief. La banda sonora mutando las habituales partituras orquestales por sintetizadores a todo volumen pone el moño a una fiesta que termina tan bien que hace olvidar que dos horas antes el panorama era totalmente distinto. Ojalá que dure.