Desde las trincheras

“Me gusta mirar hacia todos lados. Y allí donde miro, veo fotos”, dijo Bert Hardy, documentalista y fotógrafo de prensa que vivió entre 1913 y 1995. Esta frase podría sonar cándida pero lo cierto es que, si se conoce el trabajo de Hardy, resulta particularmente potente. Surgido de la clase obrera en Southwalk, Londres, en 1941, se convirtió en el reportero estrella de la publicación Picture Post, dedicada a la fotografía entre 1930 y 1940. Sí, alguna vez hubo un mercado masivo para revistas fotográficas. Hardy se convirtió en el fotógrafo principal del Post, después de que ganara prestigio por su ensayo de 1941 sobre bomberos en la guerra. Ahora hay una retrospectiva que indaga su vínculo con esa época turbulenta. Bert Hardy: Photojournalism in War and Peace es una muestra que se puede ver en The Photographers’ Gallery de Londres y que busca restituir el legado de este artista. Además de material histórico de su trabajo para Picture Post, se incluyen imágenes tomadas durante su estancia en la Unidad de Fotografía y Cine del Ejército, una subdivisión de las fuerzas armadas británicas creada en los años cuarenta para registrar eventos militares. Porque Hardy fotografió desde los bombardeos nazis sobre Londres hasta la liberación de Bergen-Belsen y la guerra en el sudeste de Asia. Además, se exhibe su trabajo documental en la Gran Bretaña de mediados de siglo XX en ciudades como Liverpool, Cardiff, Belfast o Glasgow y sus viajes por la Europa de la posguerra. Es decir, Hardy se metió en el corazón de la violencia y también, en los matices donde la gente intentaba seguir su vida a pesar de todo. Sus imágenes registran la convivencia entre lo sombrío y lo luminoso en una época determinada, sí. Pero hay en ellas un destello muy actual, como si el fotógrafo fuera capaz de darnos alguna pista sobre cómo transitar este presente, donde la violencia cambió sus formas pero no su esencia.

Elogio de Flaco

En estas páginas hemos informado sobre Flaco, un búho de gran porte que escapó de su jaula en el zoológico de Central Park pero se quedó por la zona viviendo libre y a sus anchas mientras visitaba vecinos si se le daba la gana, espiándolos por la ventana. Este personaje ilustre de Nueva York hubiera cumplido 14 años. Sin embargo, la ciudad fue demasiado para él y murió. Todo indica que esto sucedió después de chocar contra un edificio en Manhattan. Un enorme grupo de personas se reunió para despedirlo alrededor de uno de los robles favoritos de Flaco en North Woods de Central Park. Los organizadores llamaron al evento “Día del Recuerdo de Flaco”. La ceremonia se transmitió en vivo para todo el mundo. La fotógrafa Jacqueline Emery, que tomó miles de fotografías del búho en libertad, le dijo a la multitud que lo que más extrañará del Flaco era su modo de ulular. “Estaba empezando a encontrar su voz. Con el tiempo, sus gritos se volverían más fuertes y más seguros”, dijo. Lynn Johnston, residente de Manhattan, leyó una carta que le escribió a búho, recordando cómo solía estirar sus casi dos metros en pleno proceso de caza. “Me sorprendió sentir tanta euforia”, dijo Johnston. “Yo levantaba el puño en alto mientras él destripaba rata tras rata”. El fotógrafo de vida silvestre David Lei contó a los presentes cómo observó con asombro durante el año cómo Flaco aprendía por sí mismo cómo sobrevivir en la ciudad más grande de Estados Unidos a pesar de no ser un volador avezado.

Yo soy la morsa

Frederick Horniman era un rico comerciante de té que vivió en la Inglaterra victoriana. Tenía una curiosa colección de animales, esqueletos e insectos disecados que con el tiempo, fue a parar el Horniman Museum and Gardens, un museo de historia natural londinense. Durante la mayor parte de los últimos 120 años, se ha exhibido la “joya” de su colección: una morsa embalsamada que acaba de ser retirada, con la promesa de volver en 2026 remozada. Y es que el tiempo pasa para todos, incluso para las pobres morsas exhibidas como objetos exóticos, vivas o no. Las morsas vivas tienen pliegues y arrugas en la piel. No es el caso del ejemplar del museo, aunque las marcas de dónde estarían esos pliegues de piel son visibles. La morsa, dijo Louis Buckley, curador del espacio, es gigante y “está completamente rechoncha, un poco más grande de lo que habría sido en vida”. Quien originalmente disecó el animal probablemente nunca había visto una morsa, dijo Buckley. Después de todo, añadió, “son animales difíciles de observar de cerca”. Y esa es la razón por la cual la gente consideraba de buen gusto el arte de la taxidermia y la exhibición de estas piezas museísticas. “Es una expresión del modo en que las colonias británicas se vinculaban con el resto del mundo”, reconoció don Buckley. Cuando la galería vuelva a abrir dentro de dos años, los visitantes podrán ver a la morsa en el mismo lugar donde la dejaron: sentada en un lugar destacado en el medio de la sala, encima de un iceberg falso.

La memoria ilumina el presente

El Paseo de la Reforma es la avenida más emblemática de la Ciudad de México. La ubicación geográfica e importantes vestigios de distintas épocas que conforman su geografía la han convertido en el epicentro de distintas manifestaciones. También, en el escenario ideal para evidenciar algunas de las problemáticas sociales y trágicos episodios que han azotado a México. Es que, ante la omisión de autoridades e impunidad de los procesos judiciales, la gente recurre a sitios de gran afluencia con la intención de que su voz sea escuchada. Esa es la estrategia que sostiene a los Antimonumentos. Estos memoriales buscan mantener en la agenda pública sucesos tremendos sostenidos por violencias recurrentes como el asesinato de mujeres, los cadáveres que se apilan en el desierto de Sonora por migraciones clandestinas o la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa. “Lo más importante de los antimonumentos es crear una memoria colectiva, para que la sociedad no se olvide de estos hechos que nos sucedieron y nos siguen sucediendo”, explica Elia Orrantia, presidenta de la asociación civil Sin Violencia, una de las organizaciones que se ocupan de erigir y preservar estos espacios, que han despertado la curiosidad de medios a lo largo del mundo. El Washington Post entre ellosque acaba de dedicarles un extenso artículo. De acuerdo con la información que allí se cita, en los orígenes de esta iniciativa un pequeño grupo de activistas formaron una red clandestina que incluía arquitectos, soldadores, ingenieros y trabajadores de la construcción. En un almacén lejano a las afueras de la Ciudad de México, fabricaron una escultura de 847 kilogramos: un gigantesco 43, que colocarían en medio de Reforma para recordar lo ocurrido en Ayotzinapa. Supusieron que sería retirado, pero con el paso de los días siguió en su lugar, por lo que comenzaron a sumarse, entre otras, una estatua que recuerda el incendio en 2009 en la estancia infantil ABC, matando a 49 niños. Otra que conmemora a 65 trabajadores sepultados por una explosión en 2006 en una mina de carbón propiedad de Grupo México. Así, el Paseo de la Reforma, considerado una joya de estilo europeo y un símbolo de poder en México, ahora devuelve las preguntas que el Imperio se tragó por siglos. Porque, explican quienes preservan estos espacios, el asunto no se limita a la disputa sobre los monumentos. También refleja tensiones más profundas en la sociedad mexicana, incluidas las luchas por la justicia, la igualdad de género y la memoria histórica.