Una de las obsesiones de Javier Milei es reformar los sindicatos para limitar los mandatos de sus autoridades. Lo remarcó en el discurso del 1º de marzo pasado ante la Asamblea Legislativa, como parte del aura refundacional que pretende imprimir a su gobierno. No hay nada nuevo: hace exactos cuarenta años, otro gobierno, con un ímpetu refundador más potente por ser el primero de la democracia restaurada y no el primero de extrema derecha de la historia nacional, intentó hacer algo similar y se quedó a las puertas de conseguirlo. Apenas le faltó un voto.

Raúl Alfonsín orillaba los cien días de su gobierno cuando sufrió su primera derrota parlamentaria, que marcó la relación de su gobierno con el sindicalismo, el bastión en el que se refugió el peronismo derrotado en 1983. El líder radical no blandía el concepto de "herencia recibida" para referirse a miles de desaparecidos, torturados, niños nacidos en cautiverio, exiliados, el aparato industrial devastado, el peso de una deuda externa (que su gobierno convalidó), las tasas de interés por las nubes y los precios internacionales planchados. Y, por si fuera poco, las secuelas de la Guerra de Malvinas, una situación incomparable a la de cualquier gobierno de la democracia consolidada.

En ese marco, y aprovechando el envión inicial, el Gobierno jugó a fondo con la trunca Ley Mucci, que debió su nombre al primer ministro de Trabajo de Alfonsín, Antonio Mucci. Corrían los primeros días de enero de 1984: el Congreso ya había anulado la autoamnistía militar y se aprestaba a debatir la reforma del Código de Justicia Militar, la llave para que las Juntas militares fueran juzgadas ante un tribunal civil en instancia de apelación.

En ese debate, el senador neuquino Elías Sapag fue determinante para las modificaciones. Sapag logró que los jueces civiles pudieran abocarse en causas de la justicia militar. No sólo eso: los particulares damnificados o sus familiares podían apelar, y los fiscales federales fueron obligados a apelar las sentencias del fuero militar en todos los casos. Además, sus cambios hicieron que todo lo actuado implicara que los oficiales no pudieran acogerse a la obediencia debida, algo que se saldó en junio de 1987 con la ley sancionada después del alzamiento de Semana Santa.

El nombre de Sapag reapareció en marzo de 1984 cuando la Ley Mucci llegó a la Cámara Alta, tras la aprobación en Diputados, donde el radicalismo tenía mayoría. El Senado era otra cosa: allí la primera minoría era el peronismo y había que negociar. Quizás Mucci no fuera el hombre indicado para un ministerio caliente: obrero gráfico, fue la opción de Alfonsín en lugar de la alternativa más lógica, Roberto Pena, el principal abogado laboralista de la UCR.

Pena era de la mesa chica de Renovación y Cambio y había sido diputado nacional con Alfonsín durante el gobierno de Illia. En noviembre de 1983 se encontró con la sorpresa de que el presidente electo no lo pondría en Trabajo, sino en la Secretaría de Inteligencia. Alfonsín no tenía gente de confianza en los servicios y apostó por alguien de su riñón, lo que catapultó a Mucci a la cartera laboral.

La UCR presentó la ley de ordenamiento sindical como un intento de democratizar la vida de gremios que venían de ser intervenidos por la dictadura, con representación de las minorías a través de la elección por voto directo de los afiliados. Si una lista opositora conseguía el 25 por ciento, debía ser parte de la conducción, siempre en el marco del modelo de sindicatos únicos por rama de actividad. Dicho de otro modo: no se tocaba ese esquema, sino la cuestión de que “no tenían por qué ser sindicatos peronistas”.

CGT "en alerta y movilización"

Alfonsín mismo se explayó sobre el tema en una de sus primeras entrevistas como presidente, cuando en febrero de 1984 viajó a la asunción de Jaime Lusinchi en Venezuela, y defendió el modelo de sindicato único: “Yo creo que puede ser compatible con la democracia el sindicato único a condición de que haya salvaguardia suficiente para el ejercicio de la democracia interna y el respeto a las minorías”, dijo.

Para los sindicatos fue una declaración de guerra, un intento por atomizarlos aprovechando el impacto de la victoria electoral. Conviene recordar que la relación con Alfonsín venía mal desde la campaña, cuando el líder radical azuzó la idea del "pacto militar-sindical". Uno de los señalados era Lorenzo Miguel, que amagó con querellar a Alfonsín. Otro apuntado era Diego Ibáñez, del sindicato de petroleros, que asumió al frente del bloque de diputados peronistas. 

El 25 de enero de 1984, la CGT se reunificó. La central obrera había estado dividida en CGT Azopardo y CGT Brasil, y de la reunificación surgió el liderazgo de Saúl Ubaldini. Ese mismo día no ubo acuerdo entre el PJ y la UCR por el contenido de una ley que los líderes sindicales veían como herramienta para limitar su poder y domesticarlos. El 30 de enero, el Gobierno intervino dos sindicatos: Petroleros, comandado por Ibáñez, y Empleados del Papel. La CGT se declaró en “alerta y movilización”.

El 11 de febrero, como era previsible, la mayoría radical en Diputados aprobó la norma. La CGT movilizó a diez mil personas frente al Congreso. El 16, Alfonsín habló por primera vez desde los balcones de la Rosada, en defensa de la ley. El 14 de marzo, un mes después de haber hecho la diferencia con su voto (y su modificación del texto) en la reforma del Código de Justicia Militar, el senador neuquino Elías Sapag volvió a desempatar, y lo hizo en contra del proyecto oficialista.

Tres ministros en diez meses

Mucci tuvo que renunciar; lo reemplazó Juan Manuel Casella, que el 3 de septiembre de 1984 afrontó el primero de los trece paros generales de la CGT contra el gobierno de Alfonsín. Al mes se fue. Su sucesor fue Hugo Barrionuevo. Tres ministros de Trabajo en diez meses de gestión daban cuenta de un desgaste enorme en esa área. En el medio, la gestión Casella consensuó con la CGT la Ley Electoral de Asociaciones Profesionales, que normalizaba a los gremios. Los propios sindicalistas iban a ser quienes nombraran a las Juntas Electorales, en comicios en los que podrían optar por el control del Ministerio de Trabajo o de la Justicia Electoral.  

El fracaso de un proyecto de ley derrotado por un voto, y en un tema tan sensible, marcó al gobierno radical. El Senado era un escollo insalvable y la victoria electoral de 1985 no dio nuevos bríos para reincidir con el proyecto. Las tensiones aminoraron entre marzo y septiembre de 1987, cuando el ministro de Trabajo fue Carlos Alderete, de Luz y Fuerza, en un intento por conciliar con el mundo gremial.

Alfonsín remarcó siempre que esa derrota parlamentaria fue una de las deudas de su gobierno y que no veía compatible que los sindicatos actuaran como brazo de un partido político. Así y todo, la relación con los sindicatos no fue de hostilidad: ninguno de los trece paros fue declarado ilegal.