La filigrana de textos que hilvana el tejido social dibuja el rostro de las naciones. Estas se erigen sobre la extensión. Su forma primaria es el mapa; la cartografía es su ciencia pertinente. Pero antes de que sextantes, brújulas y teodolitos demarcaran los rumbos en el territorio existía un conocimiento de los caminos que era atributo de una figura especial: el baqueano. La descripción fascinada que brinda Sarmiento en las primeras páginas del Facundo es un momento clásico de la literatura argentina: su arte de auscultación del desierto alcanza el rango de ciencia oculta que decide el tránsito de los ejércitos a la par que sustenta una idea de la relación estrecha, simbiótica, con el paisaje, que el baqueano detenta como condición vital. Esa anomalía salvaje afincada en el vínculo con la naturaleza vuelve al gaucho sujeto de expurgación o de sujeción forzosa por la técnica civilizatoria, al mismo tiempo que modelo de futuras utopías telúricas redencionistas. Esa tensión decidirá el dilema sarmientino que opone Civilizacion y Barbarie -no sin albergar su mutuo vínculo dialéctico- que, transmutado, aún nos rige.

En el caso del baqueano se trata de una figura cuya pericia procedía de la experiencia acumulada por siglos, pues heredaba el saber de los chasquis que recorrían las postas del imperio incaico, de los guías mapuches, tehuelches o ranqueles que orientaban las migraciones por las rastrilladas y de los payés guaraníes que leían las estrellas y el monte como un mapa sin secretos. Sucedida la irrupción –la invasión- española, con el consecuente acriollamiento del aborigen, el conocedor de los misterios del camino hizo de su oficio y de su colocación intersticial entre culturas un arma dilecta al servicio de la construcción de las nuevas unidades políticas.

Si la ejecución sobre su cuerpo y su alma de las rutinas de asimilación con el vencedor fue la táctica de supervivencia del vencido, en la que fue resignando sus características étnicas específicas consideradas estigmas por la nueva cultura dominante, esa mutación se hizo preservando sus saberes más eficaces. El conocimiento de los senderos fue uno de ellos. Virreinatos, confederaciones regionales y, finalmente, Estados, dieron en la circulación de información su clave de sustento. Las rastrilladas por donde se vehiculizaban ganados y mercancías a través de las pampas darían origen a una vasta red de postas que en buena medida prosigue ligando destinos en nuestras actuales carreteras y vías ferroviarias trazadas sobre ellas, uniendo pueblos y ciudades. Por lo demás, no habría habido emancipación sin la circulación de correspondencia, proclamas revolucionarias, octavillas, bandos y libros prohibidos que eran rápidamente distribuidos por el correo de las antiguas unidades virreinales. De hecho, el servicio de correos establecido en 1514 por el rey de España, con cabecera en Lima, irá dando lugar, anticipadamente, a un proceso de territorialización y autarquía al desagregarse en unidades jurisdiccionales autónomas. Que derivará, en los albores de las conmociones sociales que inaugurarían el siglo XIX, en la diagramación de las futuros unidades políticas. No es un dato menor que Domingo French, además del creador de la escarapela, haya sido el primer cartero de la era independiente de la Argentina.

Pero la nación imaginada aún estaba en vísperas de su configuración. Habría de sucederse un largo siglo de guerras y divisiones políticas para que se dirimiera el tipo de Estado que habría de organizar la vida social. En la Correspondencia con los Caciques, reunida en el tomo XXIV de las Obras Completas de Bartolomé Mitre, por caso, lo que se juega es la conformación de la nueva nación, restringida a la provincia de Buenos Aires, a partir de situaciones de alta conflictividad. Dos modelos civilizatorios se juegan allí. La Confederación Mapuche dirigida por Juan Calfucurá desde Carhué, o la catrielera de Azul y los dominios ranqueles que surcaban la pampa hasta Córdoba, basadas en un amplio sistema de alianzas de los grupos étnicos sustentada en una red de correos indígenas de gran fluidez, confrontaba con la propuesta de una sociedad moderna, urbana y militarizada, emanada desde el centro porteño. Leemos allí los partes de equívocas guerras de posición textuales mediante los que se celebraban pactos, se ejecutaban escaramuzas retóricas y se discutían modos de soberanía. Amagues, falsas promesas, advertencias y salamerías las atraviesan. El don –mercedes concedidas para lograr un retardo del momento bélico- ejercido por todos los bandos, precede a las previsibles violencias de difícil morigeración. Las intentonas de disuasión, no exentas de suspicacia, rigen el establecimiento de protocolos de convivencia a partir de dádivas e intercambios de cautivos, vacas, caballos, aperos, raciones, nombramientos de capitanejos con rango militar y sueldos. Es el malón discursivo indígena enfrentando a la ciudad letrada con una lengua en estado coloidal. El Ejército, con sus correos y baqueanos, a menudo indígenas, es allí concebido como un medio de incorporación de las antiguas culturas a la nueva sociedad.

La lectura de aquellas cartas permite medir la aceleración del tiempo histórico en vísperas del desenlace infausto para los pueblos originarios. La llamada Conquista del Desierto –la vasta operación militar con fines de expropiación territorial, etnocidio y apropiación de capital humano para ser incorporado el naciente modo de producción capitalista- tendrá uno de sus ejes en el tendido de cables telegráficos y en el reforzamiento de la línea de postas entre fortines. Ariete modernizador concebido para conjurar a los demonios de las pampas, el correo será su vehículo. Los estados siempre percibieron que el control del flujo de la información era la clave de sustento del andamiaje estatal, y el correo era su dispositivo específico.

Aquella “metempsicosis”, como la llamara Ezequiel Martínez Estrada -ensayista mayor de la Argentina radicado en Bahía Blanca, que fuera empleado del Correo por décadas- que explica el pasaje del saber del chasqui al cartero, acarrea metamorfosis singulares. El Estado moderno, en un intento totalizador, diseñó mediante el correo un organismo que ausculta los movimientos de sus sujetos. Sin embargo, había un amparo sutil basado en la naturaleza de la carta que acotaba esa pretensión totalitaria de dominio. Pues la inviolabilidad de la correspondencia permitía la construcción de una instancia no controlable en la relación entre las personas. La carta debe su potencia, su blindaje, a su fragilidad. Construye lazos de confianza basados en lo que de verdad objetivada, es decir, de compromiso, comporta. Por ello violar su secreto era vulnerar el vínculo social en su fundamento primario: la verdad íntima compartida, constituida como núcleo de socialidad, es la matriz de toda comunicación entre las personas. Situación que en la era de los vínculos electrónicos se ha desvanecido.

¿Qué desapareció con la milenaria costumbre de la escritura de cartas, aquel extraño objeto que ligaba a sujetos íntimos y públicos? La carta proponía otro modo de vivir la espera, balizaba el espacio y reconfiguraba el tiempo. El tiempo entre un encuentro y otro de los corresponsales, el tiempo perdido, se veía de pronto repuesto en el acto de leer una carta. La equivocidad que surge de la ausencia del autor restituye la memoria o la imaginación de sus gestos y la materialidad espectral de su cuerpo, en tanto el estilo de su letra repone el tono de su voz: los vuelve actualidad, los evoca e invoca. Como cuando leemos un libro, vuelve presente al fantasma del otro. Esta paradoja se ve llevada a su límite más dramático cuando leemos textos garrapateados por personas muertas. Máxime si fuimos –somos- sus destinatarios, directos o indirectos. Se produce, súbitamente, una clausura del tiempo. Que, en ese caso, incluye la momentánea suspensión de la muerte.

La carta del mártir –pienso en Rodolfo Walsh, cuyo último acto libre, pistola en mano, fue despachar en un buzón la Carta a las Juntas Militares-; la carta abierta del testigo que denuncia y acusa ofreciendo el poderío de su sola palabra; la carta testamentaria del que va a ser sacrificado –por caso, el general Juan José Valle en junio del ’56, a punto de ser fusilado en la cárcel de Las Heras-; la del preso imaginando sostener una vida libre, o incluso la carta del suicida, plantean la interrogación de la función del verbo en la construcción de verdades públicas. Es decir, en la fundamentación de la vida de las naciones. Es el pase del testigo.

Un caso emblemático es la correspondencia entre el platense John William Cooke y el general Perón que, desde el exilio, proponía los movimientos de la contestación durante la llamada Resistencia Peronista. Había allí, como en los intercambios epistolares entre Mitre y los caciques, una fuerte discusión sobre los destinos de la historia en marcha. Esas cartas versan sobre los límites del proyecto desarrollista y el rol de los distintos actores sociales –sindicatos, partidos, organizaciones armadas, medios de comunicación- en el proceso que Cooke juzga revolucionario y Perón apenas un punto de negociación de la historia que desató. Nuevamente, confrontaban dos modelos de diseño nacional, que se estrellarían contra el muro de los poderes fácticos. Sin embargo, la memoria épica de los disquitos de acetato con la voz de Perón distribuidos por correos militantes y las cartas facsimilares con su firma leídas en las cocinas de las barriadas populares, articulaba cierta idea de redención social que alimenta aún el sueño colectivo. El subsuelo sublevado de la patria, de algún modo, estaba -está- disponible en ese cúmulo de papeles secretos que pasaban de mano en mano, de posta en posta, de estafeta en estafeta. Que volaban como el personaje de Vuelo nocturno, la novela de Saint-Exupéry, atravesando el país, no sin arriesgarse a un encuentro aciago con la muerte.