Daniela Flores vive en Temperley, frente al Parque Municipal Finky, pegado a las vías del ferrocarril Roca, a metros de la cancha del Celeste, al sur del conurbano bonaerense. Elige un lugar frente a los juegos de chicos para charlar con este medio. “Cuando entres al parque, te espero en el primer banquito”, dice en un audio. Allí, con un mate celeste del Gasolero, pide paciencia y comprensión. Asegura que hace un esfuerzo por mantener la memoria. Sostiene que quiere encontrar la verdad. Quiere hablar para “saber qué hizo durante la dictadura mi papá, Carlos Osvaldo Flores”.

Con el sol de la mañana y el trote de quienes entrenan diariamente en los senderos del parque, Daniela lanza una de las primeras frases que traen silencio. No será la única. “En los años de la dictadura mi papá decía que trabajaba para la Policía Federal, pero no era policía, decía que hacía trabajos para la policía”, arranca. Habla de que en su casa siempre hubo armas, que un placard era “un arsenal” y que resultaba común que su padre llegara y pusiera “el fierro sobre la heladera”.

Pide perdón por el desorden en el relato. Repite que no es muy buena para las fechas, pero sabe que su papá murió en 2011 en la costa. También que nació en 1952 y que ella lo hizo en enero de 1976. 

En su casa, cuenta, siempre venían policías a visitar a Carlos Flores. Se quedaban a comer. “Uno era como un tío”, dice. Se refiere a Pedro Salvia, miembro del Grupo de Tareas 3.3.2, y uno de los acusados de asesinar a Rodolfo Walsh y desaparecer su cuerpo al trasladarlo a la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Salvia, al igual que Flores, también falleció pero en Brasil, en junio del 2015.

Tras la charla, pide el favor que algunos nombres que menciona no aparezcan en la nota. “Algunos para mí están protegidos, así que quiero cuidar a mi familia”, dice.

Su familia son sus hijos, Nicolás y Juana, su marido “Coco” y su mamá Alicia, que vive con ellos. También por sus dos hermanastros, pero que ella llama hermanos. Es que Carlos Flores tuvo otros dos hijos con otra pareja, Marcela. “Emir y Macarena, con quienes tenemos una relación hermosa”, cuenta Daniela. Incluso, dice, su mamá Alicia y Marcela hoy “van al bingo juntas”. “Muerto el perro, chau la rabia ¿no?”

“El rey de la bolsa”

El relato de Daniela marca que su papá conoció Alicia en 1975. “Le dijo que en ese momento había entrado a trabajar a la Policía Federal, pero al poco tiempo le dijo que ya se había ido, pero para mí siguió el vínculo”, cuenta a sus 48 años.

Hubo un libro que, afirma, le cambió el eje de sus días. No logra precisar la fecha, pero estima que fue a fines de los años noventa. En la casa de una amiga, mientras la esperaba para salir, saca de una biblioteca una edición de Nunca Más. “Lo empiezo a ojear y leo cosas demasiado familiares, frases textuales que escuché en mi casa cuando mi papá hablaba con gente que lo venía a visitar”, recuerda.

“Había términos que me resultaban familiares sobre cómo se explicaba una tortura, sobre cómo le daban bolsa a alguien”, cuenta en relación al mecanismo de tortura utilizado para embolsar la cabeza de una víctima y asfixiarla con el fin de obtener información.

Los últimos años que convivieron, que fue cuando Daniela rozó los dieciocho años, “contaba algunas cosas”. “Lo hablaba con mi primo, que estuvo en varias de esas charlas, donde mi viejo nos decía que ponía bombas en barcos, o como cuando a mis hermanos les contó que lo llamaban el rey de la bolsa”, apunta.

No le encuentra la explicación de por qué no hiló ninguno de estos hechos antes de abrir aquel Nunca Más. “Es raro, supongo que el cerebro de uno se traba para no pensar, porque son historias que las escuchaba cuando tenía 12 o 13 años”, relata. “Uno suponía que si lo hacía su papá estaba bien”, dice entre sorbos de mate y una posición de indiecito sobre el primer banco al ingresar al Finky.

Daniela va y viene en los tiempos del relato. Se mueve desde la década de los ochenta al 2010 con mucha velocidad. Pide perdón por eso. Dice que nunca se sentó a contarlo “de esta manera”.

Con más años, internet llegó a su vida. “Ahí busqué quien era Pedro Salvia, y leí que fue uno de los que levantó a Rodolfo Walsh, entonces todo empezó a venir solito”, reconstruye. Respira para ordenar ese efecto dominó. Se acomoda el pelo y comienza a hablar de los hechos que le dibujaron otro mapa de la historia que vivió.

Al encuentro del Nunca Más le suma que una vez vió un documental sobre la quinta “El Silencio”. Allí, en las islas del Tigre, según la documentación de los organismos de la memoria, fueron trasladados ex detenidos de la ESMA para burlar las investigaciones de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos en 1979.

“Una época, por 1983, mi viejo y mi vieja estaban separados y él me llevaba a pasear los fines de semana, y una de esas veces me llevó al Tigre, a una casa que, se supone, le había prestado Pedro Salvia, entonces uno se pregunta si estuve ahí”, relata Daniela mientras, a pesar del sol, se frota los brazos como si hubiera una brisa de frío.

Después cuenta que averiguó y que no podía ser, porque aquella casa se vendió en 1980. Pero en contacto con Madres de Plaza de Mayo, supo que no hubo una sola casa. Hubo varias.

Ese no fue el único hecho que le hizo temblar la memoria. Recuerda que su papá buceaba y que tiene una foto de cuando ella tenía cerca de ocho años con el traje puesto. Recuerda también que, después de que terminó la dictadura, Carlos Flores se seguía viendo con mucha gente que transitó su casa durante los años oscuros. “Una vez cayó con una casa rodante y se fue al sur sólo y con el traje de buzo”, dice. “Hacía trabajos”, cuenta que repetía.

Su conclusión, confiesa, es que perteneció a un servicio de inteligencia. Células que la policía tenía para recabar información. También para accionar. Y que, luego de 1983, ocupó un rol en la “mano de obra desocupada militar”. “Era la época de los secuestros en los años noventa, o donde también eran todos culatas, porque ¿de qué iba a trabajar?”, se pregunta.

Una foto mental que tampoco quiere obviar es que, en su casa, en uno de los cajones donde Carlos Flores guardaba “sus cosas”, había un pañuelo de las Abuelas. “Hubo más de una ocasión donde llamó a mi mamá y le pidió que guarde todo lo de ese cajón en una bolsa y que lo lleve a lo de su hermana”, relata. “Yo lo vi ese pañuelo”, remarca. Y asegura que Alicia, su mamá, le dijo que decía "Azucena Villaflor". Nada menos que la Madre de Plaza de Mayo secuestrada en 1977 tras la infiltración de Alfredo Astiz.

¿Quién fue Carlos Flores?

La respuesta de Daniela sobre quien fue su padre no abre dudas: “Un sorete”. “Mujeriego y ausente”, son dos palabras que suenan varias veces durante la conversación de casi dos horas. “Mi papá decía ahora vengo y por ahí pasaban tres o cuatro días sin que supiéramos nada en casa”, recuerda. Una lógica que se dio tanto en la dictadura como en años de la democracia.

Para su mamá, asegura, siempre creyó que se trató de mujeres. “No la culpo de nada, ella solo pensaba que la cagaba”, dice. Además, es algo que fue corroborando con los años. Incluso, recuerda haber llamado a una de las amantes de su padre. Lo hizo, narra, a través de la decodificación de la agenda de su papá. 

"Él tenía como cifrado los números, entonces vi el número de un conocido que yo sabía el número y me di cuenta que era el primero más dos números, el segundo menos un número, y así me contacté", detalla.

“Ahí me entero de que ella me compraba los libros de la escuela”, cuenta con una risa nerviosa. Lo mismo que sintió en ese momento, dice, cuando no supo cómo reaccionar. "Gracias le dije".

“Pasa que mi papá era un vago, un chanta, nunca trajo un mango”, apunta y señala una contradicción que no comprende. “Se suponía que laburaba con todos estos y nunca hizo plata”, dice. Es el momento en que se pregunta si él vio todo de costado, si sólo alucinaba otro rol o si se inventó un papel en esta historia.

Con cerca de quince años, dice que una vez encontró una "bolsa de merca" en el armario de la habitación de su papá. "Es de un procedimiento", le atinó a decir Flores. "A la noche vino a buscarlo un policía", narra y agrega con una sonrisa de picardía: "Si llegaba a tirar eso a la basura nos mataban a todos". 

Continúa recordando su juventud. “Mi viejo me hizo ver La Noche de los Lápices y me hacía escuchar El Carcelero de Horacio Guaraní”, relata con un rostro contrariado. “Me decía: ¿Entendés lo que dice no?”, repara.

No sabe definir si era cinismo o contradicción. Aunque repara sobre las discusiones que tenían sobre la dictadura. "Ahí nos matábamos", dice. Recuerda con volvió a su casa de ver la película Tango Feroz y engranarse con las conclusiones de su papá. O verse imposibilitada de ir a una marcha por la muerte de Walter Bulacio, el fan de Los Redonditos de Ricotta asesinado por la policía en 1991.

"Cuando te ven en las marchas te sacan fotos, vos no entendés cómo funciona esto", le decía padre.

Inmediatamente, en el correr de su historia rememora las palabras de su tía, la esposa del hermano de Carlos Flores, y tira por la borda cualquier tipo de condescendencia: “Lo que escuchabas en tu casa no es nada en comparación de lo que decía acá, no te metas con él, es un asesino, él podía venir acá después de matar a alguien y sentarse a comer un plato de fideos”.

Dice Daniela que cada tanto “se vuelve loca” porque ve como su padre estaba vinculado a sujetos que participaron de distintos delitos, pero el nombre de Carlos Flores no está. “Es como un fantasma”, suelta.

Familia, verdad y futuro

A mediados de los años noventa, ya sin Carlos Flores en su casa, Daniela se entera por un conocido que su papá estaba comprando leche. “Debe tener un bebé”, cuenta que le dijeron. Averiguó y llegó a conocer a sus hermanastros, Macarena de dos años y Emir de uno. Tras idas y vueltas, y ver como Carlos Flores violentaba a su nueva pareja, dejó de verlos. Intentó siempre ayudar a Marcela, la madre de sus "hermanitos", pero no dio ni con las personas ni con las herramientas. De un día para el otro, su padre se marchó con su otra familia.

Con el arribo de las redes sociales, en 2010 se contactó con su hermana. Marcela les había hablado muy bien de Daniela, por lo que se abrió la puerta para que ambos chicos con 17 y 16 años viajaran a Temperley. Se conocieron un 8 de diciembre cuando bajaron del colectivo en Pasco y Almirante Brown. Pasaron una Navidad juntos. Allí Daniela decidió romper una barrera y volver a tomar contacto con su papá.

Al tiempo viajó a Santa Teresita. Carlos Flores trabajaba en una parrilla. Estaba flaco, diezmado y "chupado". Tenía cáncer de pulmón porque “fumaba una bestialidad”. Encontró la muerte algunos días después de que Daniela se fuera. “Sólo un día volvimos a estar solos, pero negaba todas las preguntas y me mentía”, recuerda.

Hoy mantiene el vínculo con Marcela, Emir y Macarena. Macarena, incluso, llegó a vivir en la casa de Daniela. "Hoy vive a diez cuadras y tiene una hermosa relación con mis hijos", señala. 

También hoy, o bien, hace sólo unas semanas atrás, tras una visita de Nora Cortiñas al Club Atlético Temperley, a sólo dos cuadras de su casa, Daniela se acercó conversar con un organismo de derechos humanos por primera vez. Era la presentación del libro "Norita, la madre de todas las batallas". Justamente, escribir un libro es una idea que Daniela tenía sobre la vida de su padre y por lo que pasó tanto tiempo averiguando. 

Fue y logró contactar con Madres. Cruzó mensajes y hace pocos días está tejiendo otro camino. Se reunió con Carlos “El Sueco” Lordkipanidse. “Fue el primero en escucharme, tomar nota, me contó su historia como detenido en la ex ESMA y yo pensaba si mi papá llegó a tener algo que ver”, apunta mientras se muerde los labios con bronca y los ojos se le humedecen.

Dice que tiene esperanzas. También miedo. Asume que muchos circuitos de tareas de aquel entonces están vigentes: “protegidos”.

A su vez, está contenta con su local de churros frente al Finky. “Nos está yendo bien”, celebra. Pero al instante pone un reparo de realidad: “Pero yo sé cómo es esto, a nosotros nos va bien porque la gente tiene menos guita y por eso viene al parque, porque no puede ir al shopping”.

Esa preocupación la lleva a frotarse los brazos otra vez. Agrega que no entiende cómo se puede avalar lo que sucedió en aquellos años oscuros entre 1976 y 1983. “Suponete que no todos eran buenas personas. ¿Eso era suficiente para encerrarlos, torturarlos, violarlos y robarles los hijos?”