Las multitudinarias manifestaciones populares del 24 de marzo tienen una enorme relevancia en el escenario político. Por la masividad en todo el país que da cuenta de la voluntad de un importante sector de la ciudadanía de hacer ostensible el rechazo a la pretensión negacionista, ratifica el compromiso con la democracia y no abandona las banderas de memoria, verdad y justicia que están integradas en la cultura cívica de la Argentina. También por la diversidad de la convocatoria: además de los tradicionales convocantes –organizaciones defensoras de los derechos humanos y de la cultura– marcharon las principales entidades que representan a las trabajadoras y a los trabajadores que tuvieron ahora una más activa y significativa presencia que en años anteriores. Se sumaron personas que demandan por otros derechos económicos y de supervivencia y que agregaron –desde su realidad– requerimientos vinculados con salarios, jubilaciones y hasta reclamos de comida. Nunca hubo, ni tampoco habrá ningún tipo de contradicción entre unos y otros. Pero también es cierto que no siempre existió confluencia de estos sectores alrededor de la reivindicación de la memoria, la verdad y la justicia.

Siendo importante lo sucedido no debería arrastrar al desconocimiento de que estamos atravesando un momento político y cultural en el que existen disputas de sentido que ponen a prueba a la democracia y sus valores. Esta ofensiva por el sentido ocurre hoy desde el propio Estado encabezado por Javier Milei. No debería extrañar el video oficial. Queda a la vista que la arremetida negacionista del Gobierno no repara en medios, en mentiras y golpes bajos. Haciendo gala de su estilo, van a fondo y provocando con las peores artimañas.

Por encima de eso lo acontecido en las calles el 24 de marzo encierra también el intento de una parte de la ciudadanía de recuperar para la política y desde la política la importancia de la disputa por el sentido de aquellos valores que se dieron por ganados e instalados por generaciones anteriores y que hoy muchos de los más jóvenes –y otros que no lo son tanto– desconocen o no les otorgan la significación que antes tuvieron. No es lo mismo el sentido incorporado en quienes sufrieron en forma directa la violencia del terrorismo de Estado y tuvieron que recuperarse de ese trauma, como tampoco el de quienes sin haber sido víctimas directas fueron partícipes del intrincado camino de la recuperación democrática. Y por supuesto ambas percepciones difieren de la subjetividad desarrollada por jóvenes que carecen de información sobre aquella triste etapa de la Argentina o la recibieron por “herencia” pero sin marcas en sus cuerpos o sus mentes.

No se trata de hacer responsables a los más jóvenes por esa pérdida de sentido. De ninguna manera. Lo que sucede –lo que nos sucede– es también parte de una disputa político cultural global que sufren las sociedades contemporáneas por agotamiento de las democracias como instituciones que, con el pasaje del capitalismo industrial a uno de plataformas, se vuelven cada vez más una cascara vacía incapaz de darle respuesta a la mayoría de la población. Un sistema que hoy se muestra impotente para dar cuenta del crecimiento de las desigualdades y de ofrecer mayor equidad entre personas y colectivos. Una realidad que deviene también en crisis de la política en tanto y en cuanto sistema que debería garantizar la persistencia, renovación o creación de los resortes y procedimientos necesarios para que la democracia cumpla con sus cometidos y ofrezca respuestas no solo simbólicas, sino también tangibles y materiales.

Ocurre en nuestro país y en buena parte del mundo.

Un sector de la ciudadanía descree de la política y ello vacía también de sentido los derechos que propugna, porque la práctica, la vida cotidiana y la calidad de vida contradicen aquello que se enarbola como valores y logros. ¿Cómo darle valor a la justicia cuando a la vista está que la vida se encuentra en permanente riesgo? ¿Qué significa derechos humanos cuando la sobrevivencia está amenazada por la violencia del hambre? ¿Cómo se significa la igualdad cuando la falta de oportunidades es evidente y los mayores esfuerzos no pueden reflejarse en mejoras elementales y palpables?

En las movilizaciones del domingo afloró en diferentes protagonistas la voluntad de explorar el terreno de las subjetividades para restablecer la conexión entre la acción política y las consignas vinculadas a los derechos. En estos mismos actores comienzan a aparecer signos de que es necesario renovar la agenda, rearmar alianzas, encontrar nuevos escenarios y otros métodos para dar la disputa del sentido. Esto conduce –de manera inevitable a no evadir ningún tema. Ni la seguridad, ni mucho menos la educación, pero tampoco las revisiones profundas que los nuevos modos de producción introducen en la economía y en la forma de vivir de las personas. Ni los contenidos ni los métodos pueden ser los mismos que décadas atrás. Las relaciones entre capital y trabajo y otros modos de producción exigen reglas novedosas que tienen que ser discutidas. Nunca para abdicar de los derechos esenciales. Sí para buscar otras formas de llevarlos a la práctica en un contexto de cambios acelerados. Estas cuestiones entre otras muchas. Aferrarse a las formas es una manera más de conservadurismo, de temor al cambio. Aunque muchas veces se acomode el ropaje de lucha para defender derechos conquistados.

La derecha argentina –pero también la mundial– supo leer con anticipación y con astucia el desgaste de la democracia y del ejercicio político que la sostiene. Por eso arremete y cuestiona los cimientos del sistema, poniéndolo en duda y exponiendo su fragilidad.

Milei es presidente porque ganó la elección. Sin embargo, no es el más conspicuo representante de esa mirada. Sí lo es la vicepresidenta Victoria Villarruel. Ella es quien mejor encarna la novedad del pensamiento de la ultraderecha y expresa –en términos de la política y del sistema político democrático– la disputa por el sentido que está en la base de la crisis que atravesamos. Quedó de manifiesto en sus declaraciones de los últimos días que también reflejaron las diferencias con el Presidente.

El éxito de Milei radica en que él encontró en el conflicto permanente el método para poner en acción la disputa política y en “la casta”, el significante a llenar con todo lo que las víctimas del sistema aborrecen. No puede quedar al margen del análisis el uso eficaz (aunque también sea perverso y basado en la mentira) de las redes sociales digitales. Cambió la forma de comunicar, cambió el modo de consumir información, cambiaron las audiencias y los perfiles de las mismas. Lo supo entender Milei y quienes lo rodean y en ello reside parte de su éxito.

“No se puede echar vino nuevo en odres viejos”, ilustra el texto bíblico. Es imprescindible sumar más y diversos actores a la acción política, renovar la agenda y generar aperturas en contenidos y metodología. También creatividad para encontrar salidas novedosas ante una crisis inédita.

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