Hay muchos tonos en las movilizaciones. La de este 24, en la ciudad de Buenos Aires, podría haber tenido el tono agobiado de la necesaria defensa, en un contexto de agravios impensados contra los acuerdos sostenidos durante décadas respecto del terrorismo de Estado y ante una embestida cotidiana contra el orden democrático. Pero la multitud no fue la del cansancio y el miedo, sino que hizo de eso la potencia alegre de un reencuentro. Teníamos miedo, tenemos temor, está claro. Pero también la fuerza de unas certezas compartidas, de unos acuerdos, de una memoria común. Había jóvenes y niñxs en la marcha. Estudiantes de escuelas secundarias y ancianxs que no dejan de insistir que su saber sólo tiene sentido si es pasado a otras personas. La calle era, una vez más, un ejercicio práctico de transmisión: un pasaje, un don, un tránsito. Cada vez creo más en que sólo se transmite en la huella sensible, por eso un acto pedagógico requiere menos el pasaje por el dolor -como creían los adalides de la idea de que la letra con sangre entra-, que la memoria de una felicidad atravesada.

Los subterráneos llegaban abarrotados, y cada quien contaba que las formaciones temblaban con los cantos. La ciudad se disponía para que un pueblo la ocupara. Un pueblo amenazado, cuestionado, nombrado como orcos, inhumanizado, descartado. Llamado ñoqui, superfluo, desechable. Un pueblo del que se dice que no ve y no advierte los cambios de una época. Un pueblo que sabe que la condena que pende sobre su cabeza emula aquella que antes y de modos mucho más cruentos se ejerció sobre quienes fueron declarados agentes de la subversión. Una multitud que comprende que nunca está separado el orden represivo de la acumulación de riquezas de los más poderosos.

Marchamos con la alegría de quienes se reconocen a simple vista, pero también con el desconocimiento que da lo nuevo, la sorpresa ante les recién llegades, la fiesta de una diversidad corporal, sensible, generacional, deseante, que hacía de la calle el plano de una policromía fenomenal. Plurilingüe, nuestra plaza. Pura algarabía de las diferencias. Polifónica, aunque los tambores fueran marcando el paso en distintas columnas. ¿Cómo se traduce esa multitud en la composición de sujetos políticos? ¿Cómo en un frente de oposición a esas políticas que hoy todo quieren desguazar y todo proyecto de nación interrumpir, para situar en ese vacío una estrategia brutal de negocios?

Porque bien lo sabemos, la multitud no era la doliente conmemoradora del pasado, sino la fuerza arrojada a trazar un presente y a imaginar un futuro. Todo eso exige tanta radicalidad como los modos de marchar, tanto esfuerzo como esas horas pacientes y tendidas al sol, tanto despojo como esa transmisión generacional que se escenificó en cada esquina, tanta imaginación como la que montó cuerpos y carteles, tanta voluntad díscola como aquella que reconocemos en nuestrxs desaparecidxs. Si no es una conmemoración dolida es porque es un trazo esperanzado y, a la vez, una mirada hacia atrás no para encontrar sólo a las víctimas sino para reconocer militancias que queremos heredar, continuar, recrear, reinventar.

A la vuelta de esa marcha conmovedora, escribí unas líneas sobre la felicidad como reverberancia colectiva:

La felicidad a veces

es caminar por unas calles

en una ciudad muy conocida

entre rostros que ya te has cruzado.

Pero la felicidad no es la del pavimento

sino la de los pasos mutiplicados

la de las calles temblorosas de tanto abrazo

la de las caras que cantan sus consignas

La felicidad a veces es el instante

en que la brisa ondea una bandera

y alguien desconocido ríe a nuestro lado

y sonríen también los rostros de los carteles

A veces, la felicidad surge no de uno u otro cuerpo

sino que es una onda que rebota

como un sonido que hace eco

y nunca sabemos cuál fue el original

Esa felicidad hecha a saltitos

a puro tambor y megáfono

a lágrimas corriendo

y aguas o cervezas compartidas

está hecha de sabernos parte de un pueblo

de ser un pueblo en esos ratos

de tocar nuestra fuerza y nuestro enojo

de sabernos rebeldes y alegres.

Que deje huella esa felicidad del 24

que tiña nuestros días, incluso las derrotas

que nos alivie la pesadumbre de los discursos hechos

y el oprobio de un gobierno de los peores.

Que deje huella, seamos huella,

que nuestros cuerpos sean hollados de felices

que la marca que nos distinga sea la de aquellos

que un día luminoso de marzo

volvieron a la plaza alegres y furiosos

para nombrarse pueblo.

Si comparto estas precarias palabras, o estos entusiasmos acalorados por el encuentro que nos dimos, no es para buscar un oficio que no tengo, el de poeta, sino para tratar de inscribir, con breves trazos, en la materia de nuestros días, en la trama durísima del cotidiano, en las defensas de los lugares de trabajo, en la corrida contra la inflación que todo lo desarma, en la premura para evitar nuevos circuitos represivos, digo, inscribir algunas palabras que enfaticen la dimensión de la huella. Un lugar, un roce, a dónde volver, para buscar la fuerza, la alegría, la imaginación. Eso fuimos, ahí estuvimos, en ese pueblo al que no queremos, de ningún modo, abandonar.