La mañana del 26 de diciembre de 1993, ella salió del avión, caminó por la manga de desembarque y pasó migraciones. En su pasaporte consta que es holandesa. Salió del hall del aeropuerto de Schiphol Mapa y entonces sí, estaba en Holanda, país del que se había ido hacía doce años y al que nunca antes había entrado. El jean y la camisa hippie iban muy bien con su adolescencia, pero no le sirvió para capear el golpe de frio durísimo de ese invierno cuya nieve descubrió que aún recordaba. El abrazo de bienvenida de Manechi, le puso en su lugar el cuerpo y el espíritu.

Ella está ahora, a los cuarenta y seis años de su edad, sentada en su puerto quizá definitivo, El Palomar, donde recuerda y pasa lista de países, aeropuertos, terminales de buses, ciudades: Holanda, Nunspeet, Hardeswijk, Brasil, Sao Paulo, y una infinidad de barrios en Buenos Aires donde “los primeros que nos recibieron cuando volvimos del exilio a Argentina fue la familia García Blaya Sábato, y tras muchas mudanzas, al conurbano” y entonces sonríe con la ternura de quien agradece.

Ella, Yara Girotti, es hija de Carlos y de Mónica, ambos militantes políticos perseguidos durante la última dictadura con una orden de “urgente captura” y que consiguieron salir a Brasil y de ahí al exilio en Holanda, donde Yara nació en marzo del '78 y no solo no olvidó nada, sino que recuerda todo con fechas, lugares y señales. Y con una sonrisa porque “finalmente mi familia está viva y fui sabiendo con el tiempo cómo fue todo. Mi papá y mi mamá nos cuidaron mucho, dosificaron la información según nuestras edades. Cuando empezamos a preguntar, las respuestas eran que vivíamos lejos porque pensábamos distinto y era mejor así. Mucho más adelante fuimos sabiendo que había pasado”.

Las plantas en el balcón de salir a fumar están alejadas del espiral que sirve para ahuyentar a los mosquitos de la ventana, en estos tiempos de dengue sin gobierno donde cada uno se arregla a como dé lugar. Casa adentro, sin embargo, las ideas se cuidan hasta en el espejo en que no podés mirarte sin leer “SON 30.000”.

Yara tiene para sí un cúmulo de buenos recuerdos que en nada le restan a su conocimiento de la historia: “una casa feliz fue la del barrio Vila Mariana en Sao Paulo, cuyo patio era común con todas las casas de la manzana y una banda de niños con quien jugar. Tengo infinito agradecimiento con Brasil, pero además de eso, ya siendo yo grande cobró otro significado enorme…” y se hace una pausa larga en su voz y su mirada, que por primera vez esquiva y busca el techo, uno de los cuadros, sus propias manos. Y ahora sonríe distinto, apretando la boca. La marea le sube por los ojos con un temblor de labios, pone un punto de respiración profundísima y suelta “a ver, esto fue así. Mi mamá queda embarazada de mí en Brasil, en la clandestinidad, y mi hermana tenía tres años, entonces ellos un poco dudaron qué hacer, si tenerme o no. Lo supe de grande. Era un momento donde llegaban noticias de compañeros desaparecidos, asesinados, y otro hijo podía ser complicado para moverse. Entonces decidieron que en ese momento de tanta muerte yo era una apuesta por la vida, una luz de esperanza entre tanta tragedia. Entonces nunca fui una carga, fui asociada a la vida y a la alegría. Y claro que hubo que salir de allí a Holanda, que es donde finalmente nací. Y toda mi familia está viva y con el profundo orgullo por mi papá y mi mamá, que son coherentes hasta hoy de sus ideas y creencias”. Y la marea se desborda de los párpados.

Ahora se impone respirar y armar unos mates. Hablar con otra risa de ese mueble donde conviven en armonía unas zapatillas de hijo, unas vasijas de recuerdo y unos libros de Galeano, de Eloy Martínez, de Beauvoir, y de Juan Gasparini, entre otros, aunque “ahora estoy leyendo uno de Leyla Guerriero muy duro, pero voy. Siempre necesito saber más, porque pasan cosas. Mirá, apenas ganó Milei viví días de mucha angustia, ese retroceso, ese miedo de infancia. Volví a sentir ese temor” y vuelve un recuerdo que se le había traspapelado: “cuando ya estábamos acá un día hubo un operativo policial en la puerta de mi colegio porque habían agarrado a un ladrón y mis compañeros estaban fascinados mirando todo. Mi maestra me encontró en posición fetal debajo de mi banco. Es raro, porque yo no viví eso en mi infancia y mis viejos a esa edad todavía no hablaban nada con nosotras de lo que había pasado. Pero sin duda hay cosas que se maman. Hoy veo todo esto y me angustio, la paso mal, vuelve el miedo, y bueno, eso se exorciza trabajando, peleando, construyendo, militando y también marchando, porque esos espacios son donde sostengo las banderas de los derechos y la alegría. Todos los días laburo ocho horas y el resto, milito”.  Y claro, vuelve su papá a la charla porque comparten ideas y “militamos las mismas causas y hoy lo cuido yo…bueno en realidad estamos espalda con espalda. Él no deja de cuidarme, poque además hoy habito un espacio político con él, que es un tipo muy respetado y tengo que estar a la altura. Y… la demanda es feliz, pero alta” y la carcajada de hija viene sola.

Con otro cigarrillo en la puerta ventana, la situación del país llega inevitable. Suelta el humo, mira hacia los árboles de afuera y habla casi para sí misma:” La política de diezmar el estado me parece una barbaridad. Es criminal. Veremos qué pasa cuando todo deje de funcionar. De verdad eso es una locura que no se puede permitir. Mi esperanza y por lo que trabajo es saber que tenemos una génesis invaluable de resistencias en nuestra historia, ese es nuestro valor absoluto. Y los chicos, ¿sabes? Voy a dar charlas a colegios y los pibes se interesan, preguntan con respeto. No es cierto que todos los jóvenes están con Milei. El problema es que no les hablamos. Eso es algo a cambiar urgente”.

El espiral se consumió y dejó dibujado en el piso del balcón un caracol de ceniza. “Sin duda la patria tira” dice mientras se recuerda a sí misma con seis años “diciendo todo el tiempo que volvíamos, que teníamos que volver. Lo que ahora pensándolo era raro, porque yo nunca me había ido de Argentina, yo nunca me fui, nunca entré a Holanda, porque nací en Holanda y cuando salí era chiquita”. Y contra todas las predicciones, cuando volvió aquel 26 de diciembre a Schiphol Mapa no recordó el idioma ni tuvo ramalazos de su niñez. Sólo cuando llegó a la casa de Manechi, una exiliada que se quedó allí, se sintió bien. Ahí fue cuando comenzó a reconocer los olores “empecé a oler todo como poseída” dice entre risas y “encontré un olor que me llevó directo a mi primera infancia y aún me acompaña: el olor dulce del pan”.