Dos entradas del período 1957-1958 del diario de Emil Cioran marcan el arco completo de su pensamiento y, a la vez, una reformulación posible de su tan denotado pesimismo. La observación que podríamos considerar aparentemente optimista parecería agregar una capa más a su obsesión por el fracaso de la historia, entendida ella como un conjunto de proyectos políticos realizados en los actos precisos de los grandes hombres, por decirlo de algún modo, y en la insistencia de la masa, del pueblo. “¿Cuál será el futuro? La rebelión de los pueblos sin historia. En Europa -está claro- sólo triunfarán los pueblos que no han vivido”. Digamos, los marginales, título que él mismo le ha colocado a su manera de filosofar. Pero también, en las mismas páginas de Cuadernos 1957-1972 (en traducción en castellano por la editorial Tusquets), leemos: “He buscado mi salvación en la utopía y sólo he encontrado un poco de consuelo en el Apocalipsis”. Lo que podemos leer entre estos dos extremos es el despliegue de un modo de pensar contradictorio, tendiente a la forma breve, aforística, que lo vincula más a los moralistas que a los filósofos de academia, de sistema. Pero también esa tendencia lo acerca al lirismo del pensamiento, a la encarnación de cualquier tipo de reflexión en una escritura que se piensa testimonio de ese desvarío en un laberinto del cual es imposible escapar. El laberinto de la mismidad, de la soledad: el laberinto de una existencia pensada como tendiente al fracaso, y por eso realizada (no hay mejor plan que el plan que mal termina, parece decir Cioran en cada uno de sus libros, fracasos exitosos traducidos a varios idiomas), en una vida hermanada con el suicidio, pero no estrechamente entregada a él, en una risa irónica y hasta cínica que sólo se contenta con el único dios positivo que puede encontrarse en sus libros: Bach. Esto es, la música como síntesis de la práctica artística, y para ser más precisos, la música como el logrado arte del contrapunto. Porque E. M. Cioran es eso: un artista del contrapunto que ha sido leído como filósofo. Quizás, el fracaso más llamativo de cualquier práctica estética sea ese, la de ser confundida con un pensamiento.

La salida de dos nuevas ediciones en Tusquets de Ese maldito yo (una colección de aforismos publicada por primera vez por Gallimard a mediados de los 80) y En las cimas de la desesperación (de 1934, su primer libro), junto con la circulación de algunos de sus libros en Taurus, como La tentación de existir (1956), promueve a una relectura de un autor clave de la segunda mitad del siglo XX tanto por lo que ha escrito como por el marco en el que esos trabajos pueden ser leídos. Más al día de hoy, cuando la emergencia de una nueva derecha en el mundo que reclama para sí la fuerza del individuo, la oposición acérrima a los socialismos entendidos como totalitarismos que tienden a la inacción de los pueblos y la pereza presentada como consecuencia de una falta de impulso vital puede encontrarse tematizada, defendida o hasta repudiada en las escasas páginas de cualquier libro del pensador rumano devenido apátrida, quien adoptó ya en Francia la lengua de su país de residencia para escribir sus libros más celebrados.

El periplo de Cioran, entonces, es del fascismo al pesimismo, o de un pesimismo apenas germinal mezclado con el nacionalismo rumano de la década del 30 al cinismo radical de un filósofo que manejó con cierta polémica la caída del bloque soviético y la progresiva recuperación de su vida antes de instalarse en Francia, cuando era un entusiasta seguidor de la Guardia de Hierro, movimiento fascista rumano que cautivó a la joven inteligencia local de esos días. Cioran ya había visitado Berlín gracias a una beca universitaria en 1933, un año antes de la salida de su primer libro, y había encontrado interesante el ascenso del fascismo como un movimiento que proponía el ejercicio de la voluntad y la búsqueda de cierto modo de la novedad de un sujeto en pleno ejercicio de su vigor por sobre los llamados movimientos socialistas del mismo período. No sería hasta principios de los 40 que tomaría una residencia definitiva en Francia, aunque el período que va de su ingreso a la vida universitaria hasta 1941 resulte ser el más polémico de su vida. Cioran fue un fascista confeso, hasta el punto de que, ya en la década del 70, comenzase a denostar este acercamiento a la Guardia de Hierro rumana, a la propia figura de Hitler o Mussolini o a su defensa de “el capitán” de la extrema derecha rumana, Corneliu Codreanu, quien para Cioran le había dado un rumbo a los rumanos al mismo tiempo que levantaba las banderas del antiobrerismo y el antisemitismo. Pese a su muerte en 1938, Codreanu, fundador de la Legión del Arcángel san Miguel en 1927, luego devenida la Guardia de Hierro en los 30, seguiría siendo levantado como figura rectora del mundo político para un Cioran que habría dejado testimonio de esta simpatía en sus artículos periodísticas tempranos, compilados en el libro La transfiguración de Rumania, traducido al francés de manera completa recién entrados los 2000.

CUERPO VERSUS LETRA

Pero no es necesario recuperar datos biográficos para poder entender cuáles han sido las huellas de esa cercanía política de los 30 en el pensamiento de Cioran. En principio, es evidente que su lectura de tensión entre la vida y el intelectualismo proviene en parte de una veta fascista no necesariamente nacionalista en extremo. Esto es, el discurso del ejercicio de la voluntad, del reconocimiento del valor de la vida y de una crueldad inherente a lo que tiene pulso, la centralidad de la belleza como problema que excede a cualquier tipo de moral o hasta de tradición, todos esos condimentos del pensamiento de Cioran son propios de los modos particulares de recepción de Friedrich Nietzsche por parte del mundo alemán del 20 y del 30. No por nada, constantemente, Cioran apele a un llamado a la transvaloración de todos los valores, lo mismo que encontramos en Genealogía de la moral, sólo que en un vector más cercano a los fascismos reales que, por cuestiones epocales, el propio Nietzsche no vio.

El cultivo de la forma breve tiene que ver con esta tendencia general del pensamiento una vez instalado como en contra de todo sistema o moral establecida y en búsqueda de la anulación de la historia, la cual se lee como una trampa desesperante de la que hay que salir “por arriba”, anulándola a partir de su renuncia bajo la forma de desinterés por el pasado o con la idea de la inmediatez (y eterno presente) de la belleza pura. El tiempo sin historia de una pieza musical es el mejor ejemplo de este corrimiento, o la defensa acérrima del lirismo que abre el primer libro de Cioran, aparecido en Rumania y con una recepción por demás positiva en su época, En las cimas de la desesperación.

Otra huella de esa cercanía intelectual al anti-intelectualismo, para seguir en las paradojas, puede leerse en su desprecio por todo lo proveniente del mundo soviético o del pensamiento marxista. En La tentación de existir considera al marxismo un “pecado de optimismo”, y llega hasta decir que el peligro colectivista afecta a las naciones como Francia, Inglaterra y Alemania: “cuando una nación comienza a deslucirse, se orienta hacia la condición de masa”, de pérdida de una individualidad pesimista, el único estadio auténtico de un sujeto que se define a sí mismo por la negatividad. Su resistencia encarnizada a los valores del socialismo responde a su calificación como una especie de utopismo perjudicial que desdibuja el cuerpo individual, la pena solitaria (regalo y también destino oscuro) de cada sujeto. Una ficción perjudicial opuesta a la belleza lírica del individuo emancipado del grupo, de la historia, de la política.

La tensión entre el cuerpo, como único lugar de quien habla (ese “yo” que es máscara sufriente, como en Nietzsche, pero también bufón autorreferencial que se mofa hasta de sus propios caprichos), y la letra, como rastro de una reflexión en carne viva, lleva a un acto tal de negatividad que encierra un movimiento más a ser considerado. Si el objetivo de Cioran, con sus aforismos y textos punzantes, frutos de la fiebre de un insomne (cosa que lo fue), es desarmar la ficción de la Historia con mayúsculas, del destino y del pueblo, entonces su negatividad no debería ser considerada dentro de las reglas históricas, esto es, dentro de la dialéctica hegeliano-marxista que anuncia todo el tiempo que hay un lugar hacia donde inevitablemente todos iremos, y que la negación ejercida por el pensamiento es una crítica que permite aflorar la verdad oculta en los hechos. Muy por el contrario, Emil Cioran puso en juego la negatividad del pesimista, una figura que abrazó a lo largo de toda su producción en Francia, una que entra en tensión con el Cioran fascista, al mismo tiempo que lo continúa. De ahí que su negativa al destino histórico choque con las argumentaciones de la extrema derecha, pero termine siendo peligrosamente sensible a las discusiones contemporáneas en torno a esos fines últimos que sirven para construir nuevos sistemas morales. Cioran parece luchar todo el tiempo consigo mismo, lo que no quita que esté más cerca de elaborar un sofisticado desencanto de derecha antes que cualquier otra cosa. Esa negatividad radical del pesimista tiene como contrapartida el hecho de que termina “comiéndose” hasta al propio cínico, que no puede hacer otra cosa más que reírse desesperadamente de la inutilidad de todo.

El gran debate que esta lectura puede traer es complejo. ¿Hasta qué punto Emil Cioran no es un filósofo del cinismo estandarizado del presente? ¿Por qué, al atravesar sus páginas, los resquemores se acrecientan al descubrir un pensamiento que, frente a lo salvaje de la existencia, no tiene otra respuesta que la radicalización de esa barbarie? Los tiempos actuales demandan rever el lugar que la producción de Cioran tuvo para la segunda mitad del siglo XX y para comienzos del siglo XXI. Un escritor que no desconoció sus “años furiosos”, pero que buscó matizarlos o censurarlos en las ediciones de sus trabajos tempranos que empezaron a circular caído el bloque soviético, no es precisamente alguien que esté abrazando la voluntad de poder en su forma más pura, desentendiéndose del pasado, sino que es alguien que, como la vena sacerdotal que tanto despreciaba Nietzsche, busca reescribir la historia o manejarla para que juegue, mal o bien, a su favor. Quedará en el lector de Emil Cioran definir si, a la larga, el rumano, tantos años después, se ha quedado un poco más cerca de la utopía o del Apocalipsis.

>Fragmentos de En las cimas de la desesperación, el primer libro de Emil Cioran

PRESTIDIGITACIÓN DE LA BELLEZA

La sensibilidad de la belleza es tanto más viva cuanto más cerca se halla uno de la felicidad. Todas las cosas encuentran en lo bello su propia razón de ser, su equilibrio interno y su justificación. Un objeto bello sólo es concebible tal como es. Un cuadro o un paisaje nos fascinarán hasta el punto de que no podremos, cuando los contemplamos, imaginarlos diferentes de cómo son. Considerar el mundo como algo bello equivale a afirmar que es tal como debería ser. Con semejante manera de verlo todo, el orbe entero no es más que esplendor y armonía, y los aspectos negativos de la existencia no hacen sino acentuar su encanto y su resplandor. La belleza no salvará al mundo, pero puede acercarnos a la felicidad. En un mundo de antinomias, ¿podrá la belleza ser salvada? Lo bello –y ese es su encanto y su naturaleza particular– solo resulta una paradoja desde un punto de vista objetivo. El fenómeno estético expresa el prodigio de representar lo absoluto mediante la forma, de objetivar lo infinito con representaciones finitas. Lo absoluto-en-la-forma –encarnado en una expresión finita– solo puede manifestarse a quien es invadido por la emoción estética; pero fuera de la perspectiva de lo bello se convierte en una contradictio in adjecto, un oxímoron. Todo ideal de belleza implica, pues, una cantidad de ilusión imposible de evaluar. Más grave aún: el postulado fundamental de ese ideal, según el cual este mundo es como debería ser, no resiste el análisis más elemental. El mundo debería haber sido cualquier otra cosa, excepto lo que es.

HISTORIA Y ETERNIDAD

¿Por qué debería yo continuar viviendo en la historia, compartiendo los ideales de mi época, preocupándome de la cultura o de los problemas sociales? Estoy harto de la cultura y de la historia; me resulta ya casi imposible participar en los tormentos del mundo y en sus aspiraciones. Hay que superar la historia: ese estadio se alcanza cuando el pasado, el presente y el futuro no tienen ya la más mínima importancia y cuando nos es indiferente saber dónde y en qué momento vivimos. ¿Por qué es mejor vivir hoy que en el antiguo Egipto? Seríamos imbéciles redomados si deploráramos el destino de quienes han vivido en otras épocas, ignorando el cristianismo o las invenciones y descubrimientos de la ciencia. Como es imposible jerarquizar las concepciones de la vida, todo el mundo tiene razón y nadie la tiene. Cada época constituye un mundo en sí mismo, recluido en sus certezas, hasta que el dinamismo de la vida y la dialéctica de la historia desembocan en nuevas fórmulas tan limitadas e insuficientes como las anteriores. La historia me parece tan nula en su totalidad que me pregunto cómo hay gente que puede ocuparse exclusivamente del pasado. ¿Qué interés puede tener el estudio de los ideales caducos y de las creencias de nuestros predecesores? Por magníficas que sean las creaciones humanas, yo me desentiendo totalmente de ellas. ¿Acaso la contemplación de la eternidad no me aporta, en efecto, un sosiego mucho mayor? No hombre/historia, sino hombre/eternidad: esa es la relación aceptable en un mundo en el que no merece la pena ni siquiera respirar. Nadie niega la historia por simple capricho; quien lo hace es a causa de inmensas tragedias, cuya existencia poca gente sospecha. Se imaginará que hemos pensado en la historia de manera abstracta antes de negarla mediante el razonamiento, cuando nuestra negación es, en realidad, el resultado de un profundo abatimiento. Cuando niego el pasado de la humanidad en su totalidad, cuando rehúyo participar en la vida histórica, me invade una amargura mortal, más dolorosa de lo que podría imaginarse. Estos pensamientos, ¿actualizan e intensifican una tristeza latente? Siento en mí un sabor agrio a muerte y a nada, que me quema como un veneno violento. Estoy triste hasta el punto de que todo en este mundo me parece carente para siempre del menor encanto. ¿Cómo podría yo hablar aún de belleza y dedicarme a la estética cuando siento una tristeza total?

 

No quiero saber nada más. Superando la historia, adquirimos una especie de supraconciencia capital para la experiencia de la eternidad. Ella nos conduce, en efecto, hacia una región en la que las antinomias, las contradicciones y las incertidumbres de este mundo pierden su sentido, una región en la que se olvida la existencia y la muerte. Es el miedo a la muerte lo que motiva a los incondicionales de la eternidad: en efecto, la única ventaja real de la experiencia de lo eterno es que nos hace olvidar la muerte. Pero ¿qué sucede cuando la contemplación se acaba?  

SOBRE LA REALIDAD DEL CUERPO

Nunca comprenderé por qué el cuerpo ha podido ser considerado como una ilusión, de la misma manera que tampoco comprenderé cómo se ha podido concebir el espíritu fuera del drama de la vida, de sus contradicciones y de sus deficiencias. Ello equivale, a todas luces, a no tener conciencia de la carne, de los nervios y de cada órgano. Lo cual resulta incomprensible para mí, a pesar de que sospecho que semejante inconsciencia es una cuestión esencial de la felicidad. Quienes permanecen apegados a la irracionalidad de la vida, dominados por su ritmo orgánico anterior a la aparición de la conciencia, no conocen ese estado en el que la realidad corporal se halla constantemente presente en ella. Esa presencia denota, en efecto, una enfermedad esencial de la vida. Porque ¿no es acaso una enfermedad sentir constantemente nuestras piernas, nuestro estómago, nuestro corazón, etc., ser conscientes de la más mínima parte de nuestro cuerpo? La realidad del cuerpo es una de las más terribles que existen. Me gustaría saber qué sería del espíritu sin los tormentos de la carne, o de la conciencia sin una hipersensibilidad del sistema nervioso. ¿Cómo se puede concebir la vida sin el cuerpo, cómo se puede imaginar una existencia autónoma y original del espíritu? Porque el espíritu es el fruto de un desequilibrio de la vida, de la misma manera que el ser humano no es más que un animal que ha traicionado sus orígenes. La existencia del espíritu es una anomalía de la vida. ¿Por qué no renunciaría yo al espíritu? Pero la renuncia ¿no sería una enfermedad del espíritu antes de ser una enfermedad de la vida?