Hay un cuento de Carver muy perturbador, El Padre. Es de los ultracortos de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1986). Hay tres nenas, una madre y una abuela mirando a un recién nacido, el hermanito varón. Se preguntan a quién se parece el bebé, y todas opinan. El padre está leyendo el diario en la cocina, de espaldas a ellas. Una de las nenas dice que el bebé se parece al padre, y otra se acongoja y le contesta que el padre no se parece a nadie.

El final es una frase cerrada en sí misma y de interpretación abierta. No la incluyo para no aguar las lecturas de los que lo tienen pendiente.

Lo que me atrajo de ese cuento apenas lo leí, hace ya muchos años, fue el tema de los parecidos. Y cada tanto vuelvo a él, como a otros textos, buscando una clave para entender cuestiones aleatorias, que no tienen nada que ver con la trama pero sí con temas medulares, como los parecidos. A lo largo de toda la historia humana, hasta hace un par de décadas, los linajes eran inseguros, la paternidad no se podía probar y los parecidos eran un sedante familiar. Subtemas son los mellizos, los gemelos, el doppelganger (el doble). Toda la perplejidad humana frente a dos personas idénticas está en la obra fotográfica de Diane Arbus.

Buscarle parecidos al recién nacido, buscar parecidos entre personas, buscar la evidencia carnal de lo filial, o su simulación. Conocemos la escena perfectamente si hemos parido hijos o visitado a recién nacidos: el parecido es lo primero que se busca, la marca inclusiva a un universo familiar, algo del nuevo ser que llega para dar continuidad al color de los ojos, la espesura de las cejas, la forma de la boca, la forma de la nariz.

Lo perturbador del cuento --en esa etapa minimalista su editor atrevido y genial era Gordon Lish-- es que papá no se parece a nadie. Se invierte la búsqueda del parecido. El bebé se parece a quien no se parece a él ni a nadie. Claro que eso merece el llanto de la niña que lo dice sin saber qué está diciendo.

Los parecidos, a nivel social, son las afinidades, las maneras de entender las cosas, las identificaciones compartidas, el sentido de pertenencia recíproco, la certeza de que nuestras vidas están insertas en una comunidad de algún tipo, deportiva, musical, cultural, política.

Llegamos por este camino raro a la política. A la política argentina. La sensación de angustia generalizada y de niveles linderos con la depresión --cuando hay depresión económica hay depresión clínica-- tiene para cada uno de muchos millones de personas, motivos puntuales. Cada cual puede narrar su drama a su manera, empezando por un despido sádico, por una jubilación decapitada, por un colegio que hubo que abandonar, por una carrera que hubo que abandonar, por la dicha de un gusto, un helado, una pizza, un churrasco, un yogur, un gimnasio, un curso que hubo que abandonar. Por la zozobra. Por la incertidumbre. Por no poder dormir tranquilos. Porque esto no tiene lógica ni planificación. Esto es un desmadre. Y si no vemos que esto es un bombardeo de nuevo tipo es que no la vemos. Y si no vemos que hay un dispositivo político y apalancado afuera para dilatar la caída del DNU, no la vemos.

Un ente desconocido y violento ha ocupado el Estado para destruirlo, y una prueba más fue que entre los miles de despidos que llegaron y llegarán, hay muchísimos de personas con largos años de experiencia en el Estado. Milei quiere que el Estado implosione por omisión.

Todo es venganza. ¿Dónde se aloja el odio de esta gente? ¿En un trauma? ¿En una frustración? Quien gobierna ha dicho en una cadena internacional que “los defensores de los derechos humanos son el cáncer de la humanidad”. No se refiere solo a los derechos humanos que defiende Estela de Carlotto, a propósito de quien dijo eso. Se refiere a los millones de “caídos”, la mayoría del pueblo argentino que reclamará poder seguir con vida, comiendo, viviendo bajo un techo, educando a sus hijos. Cualquiera que se queje de las condiciones de vida miserables que impone el régimen, es un “zurdo de mierda, el cáncer de la humanidad”. ¿Cuánto fascismo cabe en esa frase?

Eso es Milei: un padre de hijos de cuatro patas que no se le parecen. Papá no se parece a nadie, deben pensar esos pobres clonados que no son de la especie de las mascotas que se acarician. No son mascotas, son hijos de cuatro patas, dice el presidente que está en contra de la diversidad sexual y del derecho a la autopercepción. El presidente que está a favor del Día del “Niño por nacer” --invento menemista--, pero no asiste ni con alimentos a los que ya nacieron.

Hace diez años esta región fue gobernada por presidentes que se parecían a sus pueblos. Lo dijo Lula. Fue una consigna. Y eso sigue vivo en Colombia, donde por primera vez una mujer afrodescendiente es vicepresidenta, aunque la derecha colombiana le dice que es una mona que debe volver a la selva.

Hace diez años esta región creció sin parar un largo período sin que al mismo tiempo creciera la desigualdad. Por primera vez en doscientos años. Está más claro que el agua clara que el poder de siempre, ya decadente, acechado y herido en el ala por China y Eurasia, ha decidido ensayar el laboratorio más demente y más agresivo que se haya visto nunca en Occidente. Y es acá. Trump, al lado de Milei, es un hombre sensato y racional.

La desaparición forzada de los parecidos sociales, expresados en sindicatos, organizaciones sociales, partidos políticos o colectivos culturales tiene ese objetivo. Que nos quedemos solos, gobernados por alguien que no se nos parece en lo más mínimo, que habla una lengua que no entendemos, que toma decisiones que nos arruinan la vida y que todos los días se encarga de decirnos que nos odia.

 

¿Suma de poder para esto? ¿Por qué está vigente el DNU hasta hoy? ¿Hasta dónde lo van a dejar llegar? ¿Y si se sale de control?