Resulta extraño –y, por lo tanto, genera cierto interés– el hecho de ver a Isabelle Huppert en un rol que parece ir en contra de su bien ganada fama de persona cinematográfica dura, misteriosa y, en más de un caso, perversa. Aunque basta un simple repaso de su extensa filmografía para caer en la cuenta de que la diversidad de papeles ha sido más bien una norma y no tanto la excepción. Dicho lo cual, en la comparación con algunas de sus últimas apariciones, la de Volver a empezar es tan liviana como una rosa: Liliane (alias Laura) debe de ser el alter ego más frágil y elemental dibujado sobre las facciones de la gran actriz francesa en muchos años. Bajo la dirección del belga Bavo Defurne, la historia de la ex cantante que nunca llegó a ser famosa zarpa con algún que otro guiño al realismo proletario de los hermanos Dardenne para terminar navegando las aguas del melodrama pseudo musical, con escalas en el más desembozado relato de segundas oportunidades. Esas que la vida suele ofrecer, sobre todo dentro de los márgenes de una pantalla.

Alejada además de su clásica imagen de mujer pequeñoburguesa, Liliane parece una versión femenina del Chaplin operario de fábrica, aunque en lugar de tuercas y engranajes su vida laboral comienza y termina en el toque final del proceso de empaque de terrinas de paté. Nadie a su alrededor es consciente de que, décadas atrás y bajo el nombre artístico de Laura, la obrera estuvo a punto de ganar el concurso Eurovisión, perdiendo en la final a manos de un ignoto cuarteto de origen sueco llamado ABBA. Hasta que un pasante y boxeador en ascenso llamado Jean descubre, debajo del charlotte obligatorio y las facciones endurecidas por el paso del tiempo, a la fugaz estrella de la canción europea, la voz detrás del hit “Souvenir” (origen del título original). La mesa está servida para un menú tan familiar que no puede sino resultar previsible: deseo físico (en particular de la mujer hacia el veinteañero, ilustrado por una poco sutil escena de vestuario), un pedido de regresar a las tablas por única vez, reticencia inicial, concurso televisivo en ciernes, rentrée con gloria o fracaso, su ruta.

Huppert canta. Y lo hace como sólo una one-hit-wonder podría hacerlo: con los gestos y mohines aprendidos de un compositor y productor que, además de mentor, supo ser su amante. Ríe en algunas ocasiones, aunque su profesionalismo le impide hacerlo de su propio vehículo, vaporoso y algo kitsch, en particular durante el último tercio del relato. Es allí donde el realizador abandona cualquier atisbo de complejidad, por minúsculo que fuere, para entregarse por completo a los deseos y sueños de la protagonista. Huppert habla y cuando lo hace surge una chispa de humanidad, que el guion anula casi de inmediato en pos de una fantasía mal entendida. Dos o tres vueltas en la perilla de la ironía hubieran ayudado un poco: la historia se sumerge en las mieles de la más pegajosa obviedad y ni la mismísima Huppert es capaz de sacar el cuerpo a flote.