Conocer para reconocer. Esta frase es la que mejor representa la vida y obra de Ruth Corcuera. Una pionera en abordar el estudio y transmisión del textil,  uno de los materiales más icónicos y emblemáticos de la historia material e inmaterial del hombre desde tiempos inmemorables. Relacionado a lo sagrado y a la supervivencia misma de la vida dando cobijo o sirviendo para almacenar cosechas. Proveniente sobre todo de una tradición oral que ella dedicó su vida entera a relevar y documentar para que las nuevas generaciones conozcan su trascendental dimensión en el presente.

Historiadora egresada de la Universidad de Buenos Aires y doctora en Historia por la Universidad Católica de Lima, Perú, investigadora desde hace más de cuarenta años, cuentista, académica, Corcuera se ocupó siempre de una historia viva, que habla sobre todo de las personas. Les puso cuerpo, voz y bella pluma como autora de verdaderas perlas como Herencia textil andina (1987), Gasas prehispánicas (1987), Azul sagrado (1991), Ponchos de las tierras del Plata (2000), Posibles tradiciones textiles africanas en el mundo andino. Presencia y negación (2001), Ponchos of the River Plate: Nostalgia for Eden, El arte del algodón en Catamarca 1910-1961 (2005), Mujeres de seda y tierra (2006),  Teleras. Memoria del monte quichua (dirigido por Ricardo Paz y Belén Carballo, editado por Patricia Piccolini, 2005), Guardianes del paraíso: arte textil de los pueblos del norte (Fundación Nicolás García Uriburu, 2012) y en Tejiendo una nueva vida, el capítulo “Utopías y realidades. Una sociedad alternativa” (dirección y edición de Claudia Mazzola, Adobe, 2014).

Además, a ella se debe que el textil haya sido reconocido en los ámbitos más diversos, de la Feria del Libro hasta la Academia Nacional de Bellas Artes. Recibió premios como el Olga Amaral y el Konex 2014, y es custodia de tesoros que generosamente comparte con el fin último de comprender la cultura a través del textil y legar en otros su pasión por el tejido. Por tanto, hablar de Ruth, emociona. Y que, el próximo 10 de noviembre, tenga su más que merecido reconocimiento declarada Ciudadana Ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en el Museo de Arte Popular José Hernández, es algo para celebrar y no dejar de dar cuenta de ella. 

Mucha mujer

Cuando se desanda su historia personal -entre otras cosas, esposa de diplomático de carrera- uno podría pensar que le hubiera sido fácil dedicarse a una vida relajada y sin sobresaltos. Sin embargo, cada destino de su marido -de Perú a Africa y Oriente- le sirvió a Ruth para adentrarse e inmiscuirse a través de su fetiche en las más diversas culturas. Escucharla hablar, por tanto, es un deleite absoluto. A través del tejido, Ruth da cuenta de culturas lejanas, la época de la Colonia, los pueblos originarios, lo chamánico, lo sagrado, el caos, el cosmos, la iluminación, la política, la poesía, la astronomía…

“Yo creo que el haber estudiado en una época en la que no existían tantas carreras en la Universidad de Buenos Aires tuvo mucho que ver con mi mirada. Amo mucho el Museo Etnográfico. Creo que ahí aprendí a hacer una unión de lo histórico, lo filosófico, lo etnográfico y enseguida me di cuenta de que las disciplinas estaban muy separadas y siempre traté de unirlas. Todavía estábamos en el coletazo del purísimo iluminismo que separaba las ciencias y me di cuenta de que eso había que empezar a unirlo porque el hombre es todo uno. Con el tiempo dio la casualidad de que uno de mis compañeros de la facultad resultó ser mi marido. Comenzamos ayudándonos en latín y griego. En esa empresa hemos durado más de sesenta años, con todas las dificultades correspondientes”, detalla. 

Por razones de trabajo de él comenzaron a viajar por el mundo. “Creo que fueron importantes para mí los primeros años en Roma, porque pude cursar las cátedras de un gran etruscólogo, muy reconocido. Hablo de 1957, con una visión muy amplia de cómo se formó la civilización mediterránea. Ahí me di cuenta de que todos los hombres tenemos la misma raíz, los mismos deseos, los mismos sentimientos y que el otro también soy yo”, cuenta. 

Luego, otro de esos pases de trabajo de su marido la llevó a Lima, Perú, donde pudo trabajar en arqueología. “Ahí me llamó mucho la atención el trabajo porque era en un sitio donde el hilo de la historia y de la convivencia entre culturas diferentes lo daba el tejido. Era la casa de Martín de Alcántara, cuñado de Pizarro, y en las piezas textiles que íbamos encontrando notábamos que las mujeres que llegaban, que venían de España, de un sitio tan mestizo como España que era el último bastión que tenían todos los pueblos que bajaban buscando subsistencia, sentían su falta. Trabajando allí me di cuenta de que a las mujeres les costaba reponer las cosas cotidianas, un mantel, quizás un pañal para un niño. Sigo mucho la idea de este gran político checo Václav Havel, que era un gran poeta: el núcleo de su idea es que la vida cotidiana es un tema político. Y eso le pasó a las mujeres españolas. Y no sabemos, porque no dice en los documentos el cómo, pero ciertamente las mujeres indígenas en ese lugar empezaron a colaborar en la vida cotidiana de las mujeres que llegaban a fines del 1500 y aparecen telas hechas por las tejedoras indias para la vida cotidiana. No me preguntes cómo fue el encuentro, si bueno o malo, por simpatía o por obligación, porque lo ignoro ya que no hay ningún papel, desgraciadamente esas cosas cotidianas la historia no las rescataba. Pero en mí surgió la idea de seguir un hilo a través del tejido. Porque realmente ese es el que nos daba todas las pistas para seguir una cultura. Eso me obligó a sumergirme cada vez más en el mundo originario de esas mujeres y me dio la idea de la maravilla de este mundo americano, de esta tierra, que da siempre respuestas distintas porque somos realmente multiétnicos, lo cual es precioso. Eso me obligó a investigar mucho el pasado de ellos y el mundo de lo sagrado, que es fascinante”, continúa. 

–¿El tejido habla?

–El tejido dice muchas cosas. En Perú, por ejemplo, me encontré un poncho que ahora está en el Museo Etnográfico de Buenos Aires, dividido en cuatro partes, que es la visión del mundo. Debe ser de las primeras que tiene el hombre, que sabe que hay un adelante, un detrás, un este y un oeste, el tahuantinsuyo, dividido en cuatro. Es un poncho ceremonial de una mujer, anterior al incario, 1200-1300 antes de Cristo, y tiene rayas más claras y más oscuras. ¿Qué significan? La etnografía te dice que luz y sombra es lo primero que hemos distinguido, y en ese poncho chamánico aparecen las rayas de la luz y la sombra. La tierra y lo divino. Eso mismo lo vas a encontrar en diferentes pueblos del mundo. Es decir, todos llevamos impreso eso de que hay luz y sombra, que hay bien y hay mal, que hay hombres claros y oscuros. Tratar de interpretar eso mediante el tejido fue y es mi desvelo. 

–El tejido cuenta lo sagrado…

–Absolutamente. Y fijate que uno de los primeros encuentros de arqueólogos en Perú, hace cuarenta años, tuvo que ver con analizar un textil con un cóndor azul, pájaro y azul. Ahí tenés cómo el tejido va a ser el apoyo de toda una forma de pensar, porque el tejido lo que ha hecho es graficar lo que la tradición oral venía transmitiendo. Y en ese sentido es de un valor inconmensurable. 

–Cómo sigue su ruta por el textil…

–Después de Perú, viví en Colombia dos o tres años, con gente encantadora también. Después dos o tres años en Francia y después, finalmente, estuve en un sitio en el que aprendí muchísimo: Africa. Viví seis años allí. Nunca me voy a olvidar de África y principalmente de una querida amiga que me hice allí. Ella era una mujer perteneciente al grupo tribal dominante, que son muy bellas, casada con un mauritano. En esos momentos ocurre una guerra entre ellos por el agua y el color (los mauritanos son un grupo blanco que se dicen descendientes de las grandes erupciones de la zona del Egeo que pasaron por Libia). Mi amiga era una fantástica tintorera y de ella aprendí muchísimo, como las técnicas para darle más lujo a las fibras de algodón que teñían, a esos mantos grandes, con acrílico dorado. Hay una guerra étnica, mi amiga pobrecita tiene que escapar. Yo nunca había vivido algo así. Deambuló varios días sin rumbo porque habían matado a su marido, corriendo para que no la detectaran, hasta que llega al campamento que puso el ejército francés para refugiarse. Cuando me avisan que estaba ahí, a pesar de las advertencias, que eran muchas, no lo dudé y fui a buscarla. Y en ese horrible lugar, porque además había cólera, veo en un rincón que había alguien cubierto sobre una estera que brillaba y me doy cuenta de que era mi Nata, mi amiga: cuando le avisaron que estaba, se fue lentamente acomodando para recibirme como si estuviéramos en un espacio único, sagrado, que había hecho ella con su tejido. Yo simplemente le llevaba lo que hubiera querido que me llevaran si yo hubiera estaba refugiada -agua, jabón, chocolate, pan- las cosas que pensé que podían alegrarla. Cosas que la reconfortaran en ese horror. Y ella me dio la mejor lección: cómo se había salvado, salvado espiritualmente, en ese horror, haciéndose un espacio mágico con su tejido. Su tejido la había protegido, la luminosidad de su ropa era la que ella esperaba del mundo, entonces me pareció tan extraordinario su ejemplo que le dedicaré toda mi vida. La pulsión más fuerte fue ese momento donde evidencié cómo el tejido cumple una función vital para alguien. 

–Qué le enseñó a usted el textil de la vida?

–Todo. La urdimbre es la urdimbre de nuestra vida y la trama son los acontecimientos. Y te das cuenta de que a través de la historia somos una especie de urdimbre y las cosas que nos pasan son las tramas de nuestra vida. Por eso no hay ni sociólogo ni psicólogo que no entienda que somos nada más que momentos de trama dentro de esta gran urdimbre. Por eso para mi siempre fue fundamental ir a las raíces, porque si no un diseñador es intrascendente. No deja ninguna huella. Es un arte demasiado efímero el diseño, aunque cargado de lo esencial toma una visión absolutamente diferente. 

Agradecemos las imágenes a Ana Armendarez.