Pomposo se ganaba la vida gracias a su mono, Tavi, que bailaba al son del organito que desataba alegres melodías por las calles de Rosario. El mono pasaba una latita con la que recogía las exiguas monedas que algunos de los transeúntes le daban. Fundamentalmente eran los chicos los que se sentían atraídos. Yo era uno de ellos y tenía el privilegio de que Pomposo vivía en una casa muy precaria en una especie de baldío, que se hallaba frente a mi casa, en el barrio de la Sexta. En realidad, la presencia del mono, me sacaba de mis lecturas de Karain o de La lámpara de Aladino y me permitía complacerme con algo más cercano. 

Pomposo era mexicano y había venido al país pensando como cualquier inmigrante que lograría una vida mejor. Siempre había pensado que volvería a su país pero, a medida que pasaba el tiempo, comprendía que sólo los poderosos cumplen ciertos deseos. Por consiguiente se fue resignando a costa de la injerencia de alcohol que perturbaba sus días y sus noches.

Su mujer, Vandalia, trabajaba fatigosamente lavando ropa para afuera y limpiando las casas de algunos vecinos que la requerían. Yo me había ganado su simpatía porque solía pedirme que fuera hasta el almacén de Don Pedro a comprar medio paquete de manteca, y otros alimentos mínimos dada la situación que padecían. Yo compraba unos maníes, con los cuales también tuve el privilegio de que Tavi se mostrara cariñoso conmigo como si formase parte de la familia. 

A veces me pasaba muchas horas comprobando cómo Tavi jugaba a las cartas o podía resolver algunas operaciones matemáticas sencillas, pero operaciones al fin. Sólo le faltaba hablar, pero con los gesto se daba rápidamente a entender. Yo lo sentía como un compañero de juego más, como el Chate o el Zurdo, que no eran precisamente muy inteligentes.

Pese a las circunstancias que lo abatían, Pomposo salía casi todos los días con el organito y el mono y caminaba por Necochea hasta Pellegrini y desde allí se dirigía al Parque de la Independencia y a veces, en los días domingo, solía ir al parque Urquiza donde se juntaban los chicos alrededor de la calesita. 

Muchas veces Pomposo dejaba que yo los acompañara. La música que predominaba era centroamericana y el mono se había acomodado a esos ritmos, aunque según algunos, sólo quería liberarse de la cadena que lo sujetaba. Podía ser, pero yo podía dar fe de que cuando Pomposo estaba en su casa, el mono gozaba de libertad y solía subirse a su hombro como respaldando el afecto hacia su amo. 

Por lo demás, no era precisamente muy calmo, puesto que era muy remiso a dejarse tocar; en una oportunidad le mordió el dedo a un chico que generó un escándalo superlativo de su madre. 

Vandalia protestó pero íntimamente apoyaba siempre a su marido aunque le recriminaba no traer lo elemental para el sustento, así que, por intermedio de mi padre, le conseguí que saliera a vender churros que al principio distribuía una cooperativa y luego fueron hechos por su mujer. Pomposo lo hizo a desgano y en incontables oportunidades solía tener encontronazos que le hacían perder la posibilidad de una venta. 

Para colmo, al año Vandalia murió, dejando a Pomposo sumido en la más lamentable situación y sólo con el mono lograba atenuar los efectos de su aflicción. Yo me había logrado un lugar en su confianza y me sentí obligado a compartir su duelo. En los días siguientes, lo vi hablar con el mono, quien parecía comprender lo que Pomposo le decía; increíblemente daba muestra de dolor por la muerte de Vandalia y trataba de consolar a Pomposo como lo haría cualquier humano y aún mejor. 

En ese momento, me surgió la idea. Le dije a Pomposo para sacarlo un poco de su estado: Es un mono muy inteligente, por de pronto baila todo tipo de música que usted le hace escuchar. Por qué no intenta trabajar con él en el circo que se instaló en la avenida Pellegrini donde estaba la canchita de Juan XXIII. ¿Quién le dice? Además puede organizar algo con su organito.

Al principio, Pomposo pareció desestimarme, pero dado lo grave de su situación me llamó para preguntarme dónde estaba el circo y como se llamaba. El circo se llama El mundo le respondí y está entre Crespo y Vera Mújica. Demás está decir que lo aceptaron. 

El mono sabía sumar y comenzó a hacer otras piruetas que alegraban a los espectadores infantiles. La vida de Pomposo cambió del día a la noche y encontró en ese mundo un lugar mucho más digno que él que había llevado. Yo estaba encantado. Siempre me había enaltecido poder hacer algo por los demás, fiel a la ética que desprendía de mis lecturas. 

Casi todos los días iba al circo y podía tener unos momentos de verdadero regocijo con Tavi. Además, tenía el privilegio de ver la jaula de los leones y la de los tigres o el enorme elefante que sólo conocía por algunas películas. Más allá de ver a animales enjaulados, lo que me daba cierta tristeza, sentía que ese mundo era distinto y lo habitaba gente que sentía placer en lo que hacía, lo que ya es mucho decir. Al menos para mí, que vivía en un mundo que enmascaraba sus historias, un mundo que aparentaba cierta armonía mantenida por reprimir verdades más profundas. 

Mis padres se habían separado y vivíamos con mi madre en lo de mis abuelos que, para colmo, tenían la costumbre de reunir en cualquier oportunidad a una familia numerosa. Ya sea para el cumpleaños de cualquiera o las fiestas de Pascuas, Navidad, Fin de año, o Carnaval y como mi abuelo tenía una orquesta no profesional, se daba bastante seguido una irrupción espontánea por las noches donde ejecutaban sus canciones, con cierta algarabía compartida y a veces con cierto malestar, porque interrumpía el descanso o las intenciones de algunos que deseaban llevar a cabo otros proyectos.

Pese a que mi padre venía todos los días a vernos a mi hermana y a mí y todos los jueves, que era su tarde libre, nos llevaba al cine, yo extrañaba el orden y la cotidianidad de mi vida anterior. Comencé a darme cuenta de que los mayores obviaban en mayor o menor medida nuestros deseos y actitudes adolescentes. 

Por lo pronto había tomado la costumbre de escuchar detrás de la puerta las conversaciones que mi madre y mis tías mantenían en la cocina, donde revelaban secretos propios y ajenos a medias tintas. No sé cuándo, pero comencé a sentir que el mundo era el producto de una mentira ordenada. 

 Tal vez fue una tarde en que me consolaba yendo hasta el circo y estar un rato con Tavi como si se hubiese convertido en el mejor de mis amigos, ya que ya no veía a mis amigos anteriores. Aprovechaba los momentos en que Pomposo me recomendaba que lo cuidase mientras él se dedicaba a sus quehaceres. Yo le contaba mi malestar y Tavi me miraba, calmo, con los ojos que parecían traslucir una tímida tristeza. 

Recuerdo una tarde en que Pomposo llegó y me dijo un poco malhumorado por el alcohol: El mundo no será nunca como tú lo quieres. No dijo más que eso. Pensé que había advertido en mí una cierta soledad, un cierto desengaño. Pero no… Creo que me anticipaba algo que yo no preví. Yo seguí abrazando a Tavi, que parecía seguir los vericuetos de mi actual situación y parecía trasmitirme una intensa tristeza y, en verdad, lo sentía más humano que yo mismo.

 

A unos metros, el sonoro crotoreo del elefante pareció despedirnos cuando me fui. Tenía la firme convicción de volver a los dos o tres días porque en ese momento algo pugnaba en mi pecho. 

No supe por qué, pero decidí dejar pasar unos días y al volver encontré el lugar descampado. El circo se había ido hacia Brasil y en su lugar quedaba una suerte de baldío que yo sentí como una parte inexorable de mi alma.