No hace mucho los medios de comunicación avisaron sobre un nuevo motín en uno de los tantos institutos de menores del país. Ya en otro motín anterior había muerto un internado por querer escapar. A pesar de que suena superfluo expresarlo, vale afirmar que no existe mayor dignidad en el ser humano que la búsqueda de la libertad. Lo supieron los leprosos que fueron expulsados y encerrados en el desierto, las selvas y las cavernas de las montañas. Lo saben quienes, con el pretexto de resguardar esa libertad, reprimen. Así se procede cuando la incapacidad es regla: lo que no se entiende ni comprende se margina con intolerancia. En la democracia la mayoría manda. Y por ser mayoría ella misma se atribuye “ser buena”. En contraposición, lo que transgrede y protesta es minoría, por lo tanto tiene que ser malo. Si en su momento la lepra hubiese sido curable o mayoría, otro hubiera sido el devenir de las relaciones humanas. Pero las cosas se han dado de este modo y, en el acostumbramiento de sumas y restas, los menores que por sus circunstancias son encerrados en esos agujeros llamados “institutos, asilos, hogares” y otros eufemismos acariciantes resultan ser un gravísimo problema. Gravísimo problema porque los menores no se sienten felices en esas modernas cuevas a las que han sido arrojados por ser pobres, huérfanos, casi analfabetos y, por lo tanto, ariscos; gravísimo problema porque no sólo no se contentan con el encierro sino que además pretenden la libertad, y así esta ambición, que tendría que ser apreciada como virtud, es calificada como aberrante. 

Un método más acorde con los tiempos que vivimos indica que para vencer un problema primero hay que asumirlo, luego asimilarlo y, por fin, gracias al conocimiento, superarlo. No sucede esto con los institutos de menores, más bien parecería que, además de insistir con normas supuestamente perimidas, se muestra, llamativamente, vehemencia en perfeccionarlas. Por eso, los menores, al no admitir el papel que les obligan a representar, sufren la represión de una sociedad atemorizada ante la posibilidad de que su cuerpo social, que se figura impoluto, sea contaminado. Este proceder es consecuencia de un erróneo punto de vista acerca de la seguridad, la justicia y la solidaridad. Quien llevó a extremos de espanto la represión en los menores de los institutos fue el creador de la Triple A, López Rega. 

Cuando él estaba en su apogeo y ante la persistencia de fugas y motines y la consiguiente mala imagen política que estos actos generaban, entendió que la solución, en vez de encontrarla en las causas, podía extraerla de las corridas de toros a las que junto con la señora de Perón era tan afecto: sabido es que el toro que logra salvarse de la muerte en una corrida no vuelve a participar en otra porque sería un grave riesgo para el torero, ya que el toro sabría que debe atacar al hombre que no se mueve en vez de embestir el capote en movimiento. De este hecho López Rega resumió un concepto: “Los menores que escapen de los reformatorios deben ser eliminados donde se los encuentre porque son irrecuperables y potenciales enemigos de la sociedad”. No se conoce con certeza ningún episodio que asevere el cumplimiento de tal sentencia, pero si se piensa que en el período inmediato siguiente los militares fueron responsables de 30.000 desaparecidos (incluidos recién nacidos), bien puede deducirse que no existen motivos para suponer que los menores internados lo hayan pasado mejor. Y si no se conocen testimonios de lo que pudo haber ocurrido en dichos institutos durante la última tiranía, sí se conoce lo que ocurre ahora, lamentablemente en plena democracia. Esto es necesario resaltarlo si es que se quiere la corrección. 

Ha pasado el tiempo y aquella noticia sobre el menor muerto –dentro del instituto– por el balazo de un policía, ya es historia. La olvidaron los medios de comunicación. Todos. La olvidaron las autoridades. Todas. La olvidó la gente. Toda. Todos, incluido el presidente la república, más preocupado por no soltar el hueso que por la muerte de un menor bajo la custodia del Estado. También ha sido olvidado el policía quien –con una curita en la frente cubriéndole un raspón producto de una pedrada– había expresado en un noticiero televisivo que los menores encerrados:

–Por algo están ahí.

Fue el emergente, la voz de una sociedad egoísta, insensible, que se niega a enfrentar una demanda que hace a su ética, cultura, sentido de vida. Una sociedad que –con su indiferencia– logró resucitar, reivindicar el nazifascismo de López Rega e insinuar el nacimiento de escuadrones de la muerte locales (una exageración, por supuesto). Ante esta situación, aunque parezca ingenuo exigir nobleza de procederes cuando los corruptos se burlan del país mostrando sonrisas de telgopor por la televisión o en revistas frívolas, vale acentuar dos observaciones al tema: 1) lo alarmante de que, ya casi en el siglo XXI, y existiendo alternativas válidas –hogares y familias sustitutos, por ejemplo–, aún no se haya empleado el pico y la pala para derrumbar esos muros de la ignominia, y 2) que todavía hay quienes dicen ignorar por qué a los institutos de menores se los denomina “las tumbas”.

* Publicada el 22 de octubre de 1993.