Ganadora del Astor de Oro a la Mejor Película en la edición 2016 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Personas que no son yo es algo así como un Tratado del Desorden Amoroso Contemporáneo. Opera prima de la casi treintañera Hadas Ben Aroya, escrita, producida y protagonizada por ella misma, Personas… es la clase de película que corre el riesgo de ser tomada por “autobiográfica” (habría que erradicar de una vez ese concepto cuando se habla de ficción, y de no ficción también, tanto en cine como en literatura), no sólo por la múltiple presencia de Aroya sino por la sensación confesional que parecería adivinarse en su origen. En la entrevista de aquí al lado, la realizadora israelí se ocupa de desbaratar prontamente esa ilusión para devolver su película al campo de la ficción, que le cabe de pleno derecho. El de la ficción-ensayo, si se acepta esa condición de tratado, por la cual Personas que no son yo estaría reflejando, en sus personajes, a muchos jóvenes y no tan jóvenes contemporáneos, que lastiman a quien los quiere, se van a dormir con cualquiera con tal de no hacerlo solos y no aciertan en encontrar la/s pareja/s que no los hagan sentir mal acompañados. Bienvenida entonces Hadas Ben Aroya al cine contemporáneo.

En la escena inicial, Joy (Ben Aroya) le pide disculpas por camarita de video a su novio, por haberlo herido. ¿Quién mira el video? No el novio sino ella misma, desnuda en su departamento. La escena sugiere la posibilidad de que la chica esté enamorada de sí misma. O de su propio sufrimiento, que desde el psicoanálisis vendría a ser lo mismo. En la escena siguiente –un largo plano-secuencia de recorrida, que atraviesa un ancho bulevar de Tel Aviv– la cámara se adherirá a esta chica de 25 años sin despegarse, de frente y de espaldas, inscribiéndola en relación con el paisaje urbano, haciendo rodar los títulos e introduciendo a Nir (Yonatan Bar-Or), un amigo que le lleva un par de cabezas (Aroya es definitivamente pequeñita) y que más adelante pasará a ser algo más que un amigo. Desentendiéndose casi por completo de datos que no sean los vinculados con la situación afectiva de Joy (ni siquiera se sabe muy bien de qué vive o de qué trabaja) la siguiente hora y veinte de película se concentrará, con tanta persistencia como ese plano-secuencia, en las idas y vueltas amorosas –y no tanto– de la protagonista.

“No me gusta hacer citas con antelación”, le dice Joy a Nir, en la cama de su departamento. Vivir al día, sin comprometerse demasiado, parecería no pegar mucho con la desesperación amorosa que la lleva a suplicar por Skype a su novio o ex novio que por favor la perdone. Pero está claro que si los sentimientos de Joy fueran coherentes no estaría en la situación en la que está. En la cama con alguien que hasta hace poco era su amigo, por ejemplo, y con quien hace un rato estaba charlando sin excesivo interés en un club nocturno. No es que Nir arda de deseo, tampoco. Desnudos los dos, él de pronto gira la cabeza hacia un costado y exclama, con un entusiasmo que hasta entonces no había mostrado: “¡Tenés Al final del camino, de John Barth!”. Sí, OK, el muchacho escribe. Pero eso no justifica semejante bajativo sexual. No extraña que un rato más tarde ambos admitan que muchas ganas de coger no tienen. Y sin embargo un poco después él le brindará a ella un placer impensado. Las cosas no son estables en el mundo de Joy.

Puede considerarse a Personas que no son yo una estribación israelí del movimiento cinematográfico, predominantemente neoyorquino, conocido como mumblecore. Habitado por jóvenes de alrededor de 30, a los protagonistas del mumblecore no les sobran proyectos, planes ni deseos, y en su escaso apego por el compromiso vital y afectivo tienen sin duda bastante de adolescentes tardíos. Hablan más de lo que hacen (como Nir aquí) y suelen promover un look ultraindie (blanco y negro, mucho grano, acabado artesanal) que no se verifica acá. Algunos exponentes de segunda generación del mumblecore se animan a incursionar en la locura urbana, y Aroya lo hace in extremis, en un final genial, que convierte la desesperación amorosa de Joy en algo peligroso, profundamente perturbador y que, lejos de resolverse, recién empieza a asomar cuando la película está terminando.