Ya se anunciaron la muerte de dios y la de la Historia, llegó el momento de asistir a la muerte del derecho.

Históricamente, el derecho penal se ha vinculado con el mundo de la crueldad: los grandes crímenes de la humanidad, las masacres, los fusilamientos masivos o las quemas en las hogueras. Las mutilaciones más atroces han sido llevadas adelante bajo su amparo y gracias a su legitimidad.

En virtud de que el Estado detenta en sus manos y concentra esa terrible violencia es que desde hace siglos se ha tratado de fijar límites a su ejercicio. 

El punto de tensión entre los límites a la irracionalidad del derecho penal y su ejercicio desmedido ha sido central en la consolidación de Estados de Derecho o de Estados de Policía, respectivamente.

Las dictaduras cívico militares son un triste ejemplo de la violencia irracional, desmedida y perversa ejercida por el propio Estado y, por ende, del avance de un Estado totalitario.

Por lo general, en las épocas en las que los límites al poder punitivo se ablandan o retroceden groseramente, suelen ser las agencias ejecutivas las que intervienen en el ejercicio de esa violencia: la policía, las fuerzas de seguridad, en algunas ocasiones las fuerzas armadas. En esos casos, los poderes políticos habilitan ciertas prácticas y discursos que autorizan –implícita o explícitamente– la intervención de grupos paramilitares.

Durante los estados de policía o totalitarios, el poder judicial juega un rol fundamental que, en general, va más allá de la simple obstaculización del acceso a la justicia vinculado a los crímenes que comete el propio Estado, y oscila entre la complicidad militante y la complacencia banal.

Desde que la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó la Acordada de 1930, que reconocía al Gobierno Provisional de la Nación, afirmando que el título del gobierno de facto no podía ser judicialmente discutido: “en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”, la gravitación de las resoluciones judiciales en la vida institucional democrática y en la construcción de la ciudadanía resulta innegable.  

Otro hecho debe ser traído al análisis, la dictadura cívico militar más sangrienta que hemos sufrido en nuestro país exclusivamente removió a los jueces de la Corte Suprema y de los Superiores Tribunales provinciales –a excepción de algún otro magistrado/a–; por lo que no vio en el poder judicial obstáculo alguno para poder llevar adelante el plan sistemático de represión ilegal.

Sin embargo, sucede algo absolutamente asombroso: la gente cree o aspira a que los jueces den soluciones justas a los conflictos aunque no exista ninguna razón plausible para sostener seriamente ello. En treinta y cinco años de vida democrática se ha eludido discutir la relación entre poder judicial y democracia.  

Pensar en los principales desafíos de nuestras democracias contemporáneas nos obliga, entonces, a repensar algunas de las ideas fundantes de nuestro sistema político institucional, ideas que culturalmente forman parte del sentido común y que debemos desnaturalizar y discutir a la luz del avance de la propia noción de democracia. La idea de la justicia y el derecho como campos independientes, autónomos, neutros y objetivos respecto del mundo de las relaciones de poder, la política y los intereses en conflicto es, en efecto, la idea principal que debemos demoler, si queremos repensar un mundo más justo.   

Desde el retorno de la democracia, entre muchas otras situaciones, hemos sido testigos de los jueces de la servilleta, de la mayoría automática de la Corte en los 90 y del rol clave que tuvieron ellos en términos políticos: asegurar impunidad frente a los negocios del poder, la corrupción y la venta del Estado. La faena fue llevada adelante con eficacia.

Los tiempos han cambiado, la Corte se integra con jueces sin servilleta, pero con decreto –una sutiliza del uso de las herramientas republicanas–, al tiempo que los hombres de Corach siguen poblando Comodoro Py. 

No debería llamarnos la atención, ni horrorizarnos, ni alarmarnos, el rol político que juegan los jueces, ya que siempre lo han desempeñado con mayor o menor esmero. Sin embargo, la actuación de muchos operadores judiciales interviniendo políticamente en la activa y decisiva persecución judicial a los oponentes políticos     –que tiene su hito con el encarcelamiento de Milagro Sala– ha llegado a un paroxismo tal que nos desconcierta porque borra el límite de lo posible.

La consolidación de ciertos modos de hacer política, a través de prácticas que enlazan las acciones de los partidos con las intervenciones de los medios de comunicación y del poder judicial, conducen a que lo grotesco y lo inverosímil formen parte de la práctica política-judicial cotidiana. 

Se detiene a un dirigente social por un acampe pacifico; se llama a indagatoria a una ex presidenta por un acto de gobierno que fuera ratificado por el Congreso y se le imputa un delito que solo cabe en tiempos de guerra; se procesa a la Procuradora por un delito de defraudación sin que exista perjuicio patrimonial; se abre un segundo juicio de extradición contra un líder mapuche existiendo otro proceso idéntico pendiente –a la vez que se lo detiene en virtud de él–; se priva de la libertad a un ex vicepresidente, quien siempre estuvo a derecho, por una causa que llevaba cinco años sin que exista prueba alguna nueva ni pedido fiscal; se incumplen las resoluciones dictadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado argentino, y la lista puede seguir.

Todo ello sucede por resoluciones de jueces que han degradado a la magistratura y que han decidido, en el fragor de la batalla, no solo matar a sus enemigos, sino también al derecho. 

* Abogada.