La puesta en escena es rarísima. Es el microcentro, día de semana, a la noche: un páramo interrumpido por cartoneros y cristos que no tienen dónde dormir. El Espacio Tucumán es como la embajada provincial en Buenos Aires: una estatua de Mercedes Sosa, mapas y fotos de Tafí del Valle, dulces regionales, una muestra de retratos y una mujer que cual Chacha enamora con empanadas humeantes. El ambiente se percibe sereno, de código, como de un viejo cineclub. La gente –poca– ingresa a la sala con parsimonia pueblerina. En un escenario mínimo se despliega una batería, un bajo, una laptop, pedaleras, guitarras, un teclado, un acordeón, un sikus, dos chanchos de juguete, un violín y chirimbolos percusivos. La luz mínima da un carácter espectral a la reunión. En el escenario no hay presencia humana, pero se escucha una voz áspera, en off: “Hay una vieja discusión sobre qué somos los argentinos. Para mí la denominación folklórica fue un hecho desafortunado porque es una definición científica que hace que esta música no entre en la ley de la evolución. Entonces siempre hay una discusión de si es folklore o no es folklore. Es más, cuando vos decís ‘yo soy músico’, te preguntan ‘qué tocás’. Y vos le vas diciendo, hasta que tenés que caer en el ‘toco folklore’, porque el tipo no entiende. Y pasás de ser músico a ser folklorista. Y no: yo soy músico, no soy folklorista”.

La declaración de principios  pertenece al Chango Farías Gómez. El audio deja algunas cosas claras y prologa el concierto en el que Manu Sija demostrará –confirmará– por qué encarna el artista que estaba pidiendo la música argentina de raíz. Como si fuera el mágico invento de una proyección colectiva, una aparición que le da tregua al cansancio o la previsibilidad de una escena. Sija no es un secreto, tampoco una revelación. Los que no lo conocen deberían hacerlo: pueden empezar buscando en internet su versión de “Donata Suárez” (Juan Falú-Carlos Herrera) o de “Y arriba quemando el sol” (Violeta Parra) o de “El avenido” (Cuchi Leguizamón). Luego de la escucha, la pregunta que suele aparecer es: ¿de dónde salió este sultán del swing y del loop?

Salió de un pueblito llamado Balderrama, al lado de Simoca, Tucumán. Aprendió todo solo, espejado en su coterráneo Lucho Hoyos o en el violín eléctrico de Jean-Luc Ponty. Tuvo una banda llamada Matacos, pero en sus inicios lo más importante que hizo fue estudiar. “Quise aprender rápido. Y muchos profesores no acompañaron mi ansiedad. Así que me mandé a tocar solo, a desarrollar mi oído, a absorber de otra gente”. Está destinado a cosas grandes. Lo supo Pat Metheny, que lo descubrió en Nueva York y lo invitó a su casa. A Manu Sija el nombre y apellido Pat Metheny lo pone entre la espada y la pared de su modestia, una forma extraña de la timidez, que no es precisamente introversión. Hay que verlo saltar de un instrumento a otro –(se) toca todo–, enredado en los tempos de sus loops, sumando capas como si fuera un arquitecto, haciendo hablar a chanchos de juguete a la manera de Hermeto. Al final del concierto, entre empanadas y gaseosa, se sienta a conversar. “Pat Metheny me hizo sentir como si ya lo conociera. Todo comenzó cuando yo subí en 2012 a YouTube mi versión de ‘First Circle’, un tema compuesto por él y por Lyle Mays. En el 2014 comencé a viajar a Nueva York a tocar con mi amigo baterista Franco Pinna. Al año siguiente volví y pude armar varios shows propios en clubes chicos de jazz. El primer recital fue en Harlem, en un lugar que se llama The Shrine. Sin que yo supiera nada, Pat fue a ese show. Estaba re emocionado por su presencia. Le regalé mi disco, me dio su mail y me dijo que le escribiera para que nos juntáramos en esos días. Y así fue. Fui a su casa, conversamos y estuvimos tocando por horas. Hicimos temas de él que yo conocía, le mostré mis arreglos, los ritmos folklóricos del norte argentino y hasta tocamos juntos una chacarera”.

Había sorprendido con su disco anterior, en vivo, en trío, más jazzero. El flamante Chango solo fue más allá. Resulta sorprendente cómo logra explorar sonidos e improvisar –como un jazzista moderno– sin perder jamás el eje de la canción popular. El solo se hace cargo de una orquestación compleja que recorre diversos timbres, texturas e instrumentaciones: del walking bass pasa a un bombo legüero, del sonido de Rhodes a una chacarera a la manera de los grupos vocales y, casi siempre, el violín acústico y el eléctrico. Tiene una voz cálida y entonada, que debería dejar corromper un poco, a la manera de su admirado Farías Gómez. 

Tomemos al azar un tema de Chango solo: por ejemplo “Donata Suárez”. Empieza con una guitarra que elabora un riff trepidante, primera soga de una trama que se espesa en sobregrabaciones, que avanza, que frena como si Sija en algún momento se pusiera a  reflexionar en el medio de la canción, para luego fugarse en sonidos electrónicos y un teclado que evoca tics de rock sinfónico. “En esa versión me pregunté cómo hacer para trabajar con la loopera sin que se note tanto que estoy loopeando. Y ahí comienza un proceso de pensar cuál va ser la forma, cómo voy a arrancar, cómo lo voy a desarrollar y cómo haré con las partes donde la canción cambia y necesito que el loop cambie. Trato de que el arreglo principal sea musicalmente interesante para mí, y no hay nada que me interese más que la síncopa y las rítmicas que no caen a tierra. Así es esa melodía de guitarra: en ‘Donata Suárez’ todo se desarrolla con ese arreglo como núcleo, hasta que llega el estribillo donde la armonía original de la canción cambia por completo”. 

El procedimiento es similar al que utilizó, por caso, en “La jardinera” de Violeta Parra. Siempre sobrevuela los mismos autores: Parra, Juan Falú, Pepe Nuñez, Yupanqui, Lucho Hoyos, los Hermanos Abalos, los Hermanos Simón, Andrés Chazarreta, el Chivo Valladares. Cuestiona el concepto del cover. “En la música folklórica generalmente no se toman las canciones de otros como covers. Cada artista tiene que tener la capacidad de hacerlas propias. Eso es algo común entre el folklore y el jazz, y me alegra que sea así. En mi forma de hacer música trato de conservar la melodía original. Los ritmos del norte argentino constituyen mi médula: de ahí viene todo lo que hago y lo que soy”. Existe una distancia entre lo que hace y lo que es. Ha trabajado y girado con Jorge Rojas, ha tocado para el Chaqueño Palavecino y Soledad, grabó con Carlos Vives y es un habitual partenaire de la colombiana Marta Gómez. Se adoran. Gómez escribió sobre él: “Por mucho que Manu se aleje, siempre vuelve al centro mismo, a la raíz misma de su tierra simple. Manu Sija siempre vuelve a ser semilla. Semilla que a veces se encoge, a veces brota, a veces crece enfurecida y otras se deja mecer en el aire”. 

Tanta amplitud profesional puede conducir a cierto vuelo bajo a la hora de mostrar lo propio. No parece ser el caso. Cuando juntó dinero construyó un estudio en Simoca, que utiliza como si fuera un centro de experimentación. “Tengo varios proyectos que están en proceso de laboratorio. Estoy componiendo canciones para un disco que aún no sé bien dónde lo voy a grabar. Continúo haciendo arreglos para músicas de otros... Llegado el momento veré cuál es el proyecto que voy a priorizar. Lo que me he propuesto, y me gustaría respetar es que quiero y necesito que mis discos sean muy diferentes uno del otro. Lo que voy a hacer es, de alguna manera, también para mí, una incógnita. En tanto, preparo un álbum a dúo con Guido Bertini, que toca el hang”. El hang es ese instrumento de percusión con forma de plato volador, muy utilizado para decorar encuentros místicos. 

A los 29 vivió con un vértigo en las antípodas del sonido del hang. Viene de girar por México, viene de telonear en Buenos Aires el concierto de Diego Schissi y Jaques Morelenbaum. Con sus modos amables y campechanos, no solo pone en cuestión estructuras musicales. También sociales y culturales. Hace unos meses declaró en un diario que vive con su novio y que el ambiente folklórico más tradicional aún discrimina a los gays. El tema fue clave para que se detuviera su caída a un pozo donde no sabía quién era ni qué tocar. Amplía, como un guerrero: “Mi situación fue difícil porque yo mismo no me aceptaba. Viví como alguien que no era hasta los 23 años. De pronto, el click: abrí la cabeza y me decidí a vivir libremente. Y sentí una necesidad imperiosa de decírselo a todo el mundo, de no tener ningún tipo de tabú con lo que yo soy. Ahí comenzó mi real carrera como artista, cuando decidí ser sincero conmigo mismo. Porque empecé a ser sincero también con la música. Ahora hablo del tema a los cuatro vientos porque está bueno que nadie pase por lo que yo pasé. Me di cuenta de que si uno lo oculta es porque cree que está mal, así se retroalimenta ese pensamiento.  Quiero que se acabe la homofobia y la transfobia, que la sociedad abra la cabeza, que nadie tenga que callarse o esconderse”.

Haber podido hablar de tu sexualidad repercutió en tu música.

–Directamente. No me animaba a mostrar lo mío, no me animaba a cantar, a hablar en público. Tenía temor de no “gustarle a la gente”. Los miedos se fueron cuando pude ser sincero conmigo mismo: surgió una energía musical tremenda, mucho más transparente. Por eso me gusta tanto Violeta Parra.

¿Por qué?

–La sinceridad de Violeta fue terrible. Fue una artista que lo dio todo. Lo que ella era, pensaba y sentía está plasmado en su obra, en su arte, sus arpilleras, canciones, décimas. Adelantadísima a su época. Cuando hago música tomo unas palabras que Violeta agitaba como bandera. Las palabras de aquel texto que concluía que la creación es un “pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta”. En eso ando, eso intento. Violeta me guía. Fue la primer rocker del mundo.