El San Juan es una creación tecnológica de los años ochenta, pre-internet y pre-digital, que fue completamente modernizado y actualizado. Pero en su sala de control llama la atención una pantalla redonda que parece un viejo televisor blanco y negro, de los que tenían diales en lugar de botones. Un tripulante explica y muestra: un par de diales y perillas que se mueven, y en la pantalla aparece un retrato del cielo. El aparato es un navegador sigiloso, conectado al periscopio. En situaciones de combate o simplemente cuando se quiere pasar desapercibido, el submarino puede levantar el periscopio, tomar una imagen de las constelaciones y saber dónde está. El navegador tiene un banco de imágenes que indica exactamente la posición. La pregunta es, por supuesto, para qué hay eso llamado GPS. Y la respuesta del tripulante es que, por supuesto, el San Juan tiene GPS, y varios. Pero que el GPS “no es nuestro, funciona con satélites ajenos. ¿Y si te lo apagan en una guerra?”

Lo de sala de control es una denominación funcional, porque el espacio no tiene nada de sala. Un submarino es un desafío a la claustrofobia, porque la nave consta de un cilindro completamente apiñado de equipos, mamparos, cañerías y bandejas de cables. La tripulación trabaja, vive, duerme y come en los intersticios de los equipos, y nunca puede reunirse porque todo está planeado para usarse en turnos. No hay cuchetas para todos, no hay mesa para todos, ni remotamente hay baños para todos, con lo que se implica que se duerme, se come, se va al baño por turnos. El capitán es el único que tiene el privilegio de un bañito en miniatura, pero privado. Todo supernumerario –técnico de visita, marino en entrenamiento, civil invitado– termina durmiendo en una colchoneta de yoga abajo de un torpedo. Justo abajo: la cara queda a unos diez centímetros del metal pulido lleno de explosivos.