Después de las elecciones legislativas la cuestión de la oposición ha pasado a ocupar un lugar relevante en los cálculos políticos. El diagnóstico absolutamente unánime entre quienes participan en esos cálculos es el de la actual desunión y dispersión de la oposición. Es muy significativo el parecido que tiene la situación y su análisis con lo que ocurrió durante los años de gobiernos kirchneristas. Todos recordamos la queja permanente de los grandes medios de comunicación y sus editorialistas contra la falta de voluntad para alcanzar la unidad opositora que permitiera terminar con esos gobiernos. El crecimiento del macrismo y la absorción amarilla del radicalismo fueron el desenlace de esta larga saga: la unidad de la oposición se concretó y con ella el cambio de signo del gobierno. Vale aclarar que la unidad de la oposición no fue total, que hubo dos oposiciones representadas por la candidatura de Macri y de Massa. Y que solamente el ballotage concretó la unidad de los votos opositores. Lo cierto es que la unidad se construyó en torno al sector más representativo del antagonismo sin reservas a la experiencia kirchnerista; no sólo y no tanto por razones de discurso (claramente el macrismo llevó su discurso político al lugar de la no política) sino por el emblema que portaba el apellido Macri respecto de la clara pertenencia socio-económica y cultural de los referentes principales de la coalición. Ganó el antikirchnerismo, ciertamente; un antikirchnerismo variopinto y hasta autocontradictorio en muchos casos, pero políticamente reagrupado en torno a los antagonistas que ocuparon el ala más extrema de la oposición, los que no viajaron por ninguna avenida del centro. Ya en el gobierno logró -ayudado por la virtual segunda vuelta que crean las primarias abiertas- extender su dominio más hacia el centro o, para decirlo con más precisión, hacia la parte de la población que vive menos dramáticamente el conflicto político. En todo esto no se pretende hacer una sociología de los votos opositores; por el contrario el rumbo enfila más bien hacia la naturaleza  política de las élites  que luchan por ese voto. Las decisiones individuales de voto tienen una enorme cantidad de probables motivaciones, pero terminan confluyendo en la dirección de una de esas élites y sus líderes. 

Hoy la cuestión giró 180 grados. Los que participan en el reclamo de la unidad opositora son quienes están en contra del gobierno. Y nuevamente la oposición está dividida. Y nuevamente lo que las divide es la intensidad de su condición de antagonistas de Macri y su gobierno. Las encuestas han construido su traducción matemático-estadísticas que clasifica a los más o menos intensos en sus preferencias. ¿Será posible nuevamente la unidad de la oposición?, en ese caso, ¿en torno de qué sector podría organizarse? Si logramos salir del razonamiento matemático-estadístico y tratar de pensar el asunto políticamente, nos vamos a encontrar con un aspecto históricamente muy significativo: el claro agrupamiento en nuestro país de dos visiones históricas, políticas y culturales, de dos cosmovisiones. No hace falta aclarar a cada rato que no se está atribuyendo un pensamiento ideológico sistemático y de extrema reflexión en cada uno de los millones de participantes en este asunto. Tampoco de componer un cuadro simplista que niegue la diversidad: hablamos de dos “humores”, que es el término que usó Maquiavelo en El Príncipe para pensar el antagonismo entre “los grandes” y “el pueblo”. Hay dos humores en la Argentina. No son ni ideologías coherentes ni rigurosas inclusiones clasistas. Pero hacen algo así como establecer los límites para la posibilidad de desarrollo de tal o cual proyecto político. Al macrismo le cuesta entrar en el territorio de una vasta y añeja cultura igualitaria, nacionalista y estatista. Y entre las élites adversarias, las hay dispuestas a entremezclarse con el humor favorable a la meritocracia individualista y neoliberal y las hay decididas a establecer una clara frontera entre los dos humores. 

La cuestión de la unidad de la oposición suele girar alrededor de la unidad del peronismo. Es una de esas fórmulas perfectas que no dicen nada. Porque llevan el problema a una imaginaria conversación en el interior de una determinada estructura orgánica que terminaría resolviendo en nombre de todos los involucrados. Nada de eso existe y nada indica que en algún momento, cercano o lejano, pueda existir. Sin embargo, la fórmula seduce. Sería un largo rodeo el que intentara acercarse a la explicación de ese atractivo, pero está claro que se trata de cierta queja por una mítica hermandad peronista, mítica porque existe fuera del espacio y fuera de la historia. Pero existe. Porque muchos creen en ella y eso puede producir hechos políticos. Más aún la disputa por ese mito será central en los tiempos que vienen. El hecho, sin embargo, es que hoy las élites peronistas participan de los dos humores antagónicos. De los dos lados de la grieta, podría decirse en el empobrecido lenguaje de la política argentina actual, envuelta en gran medida en los símbolos que construyen y emiten los grandes medios. Entonces la unidad del peronismo es imposible sin terminar definitivamente con esa grieta. Y eso es lo que curiosamente acerca a Macri y a Pichetto. En eso están los que organizan reuniones para preparar el pacto de la Moncloa criollo. No se puede saber si la evocación del 78 español se mantendrá en la difícil situación que están pasando los herederos de aquel pacto en la propia España. Pero lo que está claro es que el problema de la unidad peronista no es de personalismos ni de rencores personales. Es del lugar histórico que cada uno de los grupos está dispuesto a ocupar. 

Lo interesante es que se trata de una discusión ideológica atravesada por el lugar que cada uno ocupa en un determinado régimen. Por lo tanto los cálculos electorales, las carreras y los deseos personales y de grupo intervienen intensamente. Por eso el mapa de los alineamientos está en permanente tensión y sufre cambios casi todo el tiempo. Si hiciéramos abstracción de las ideas –lo que los supuestos expertos en el análisis político suelen hacer de modo interesadamente abusivo– encontraríamos una serie de curiosidades muy interesantes. El nutrido campo del peronismo “del orden y la gobernabilidad”  está atravesado por una incertidumbre muy profunda: cómo preservar su poder y su influencia territorial sin liderazgos atractivos y “pegando” su conducta política a los avances del macrismo. Dentro de este campo, hay muchos que están sufriendo un desengaño; creían en un macrismo negociador y concesivo que pudiera resignarse a no gobernar directamente un conjunto de provincias a cambio de la carta franca a la “gobernabilidad” por parte de diputados y senadores peronistas. Ese pacto no funciona. Es cierto que la gran mayoría de los gobernadores peronistas firma los acuerdos en materia fiscal. Pero ese acuerdo no es el fruto de una aceitada negociación sino el resultado de una extorsión del gobierno nacional que puede abrir o cerrar los grifos de los recursos provinciales. El problema es que los responsables por los ajustes provinciales inevitables en el contextos del pacto asumido serán los gobernadores, lo que implica un grave riesgo para la estabilidad política en los territorios, especialmente, claro está, para los que no se sumen a la caravana federal amarilla. Por ese camino, el peronismo del orden –sin proyecto político alternativo, sin liderazgos importantes y con graves problemas en ciernes en sus provincias– puede ser el pato de la boda macrista. Porque el problema es que tal vez la política argentina no entendió cabalmente el lugar histórico que el macrismo pretende ocupar. Es el lugar de la materialización de una vieja utopía regresiva de las clases dominantes argentinas. La utopía de la reescritura de la historia argentina. No solamente de la historia de los años transcurridos desde la crisis de 2001 sino mucho más atrás. De la historia de la Argentina fundada en el primer peronismo, la de los derechos sociales, la organización obrera, la igualdad como bandera. Y hasta de la Argentina yrigoyenista, la de los sueños de ascenso social, la de los derechos ciudadanos, la de la constitución nacional como programa. En esa utopía no parece haber demasiado lugar para ese centrismo político que enamora a muchos referentes peronistas, alguno de los cuales sufrieron graves palizas electorales recientemente. No es un problema ideológico lo que no cierra, parece una incompatibilidad insalvable entre la utopía macrista y lo que da sentido a una estructura que sigue reivindicando su condición peronista. La cuestión incluye muy particularmente a la cúpula de la CGT; el sindicalismo peronista siempre tuvo un ala más negociadora y hasta complaciente ante los sectores del gran capital. Pero la clave para que ese sector pudiera existir y desarrollarse era una cierta regla de juego, una contrapartida que mantuviera las bases materiales y simbólicas del peronismo en el movimiento obrero. Esa contrapartida no está a la vista en la perspectiva de la utopía “meritocrática” que hoy nos gobierna.

El peronismo que no participa del humor de los grandes, junto a otros sectores que no pertenecen al peronismo, tiene su propio problema. Cómo rehacer el frente que consiguió mayorías en los años siguientes al primer derrumbe neoliberal de 2001. Cómo esquivar la doble presión del aislamiento en la pureza y del atajo de la adaptación a los nuevos tiempos de la utopía neoliberal. El momento es difícil porque arrecia la violencia político-judicial-mediática contra este sector de la política, de modos que llegan a vulnerar gravemente la vigencia del estado de derecho. Y porque el cerco sobre las voces alternativas parece querer completarse a toda costa. Pero el pronóstico sobre el éxito de la ofensiva macrista contra la Argentina forjada desde mediados del siglo pasado es muy problemático. El actual estado de cosas no parece favorecer las huidas hacia el centro. La tradición política, sindical y social argentina, que no pudieron quebrar las dictaduras más atroces, es un actor latente de esta coyuntura.