La función genuina y primera de la educación es la de constituir un servicio social. Lo es en varios sentidos asociados pero diferenciables entre sí: (1) en tanto ofrece a las nuevas generaciones el acceso a los bienes simbólicos disponibles en una sociedad determinada; (2) en tanto da la opción para un margen de movilidad social ascendente a quienes logran los niveles de acreditación suficientes; (3) por cuanto ofrece las condiciones para la reproducción simbólica de la sociedad, al garantizar el “piso mínimo” de valores compartidos necesario para la subsistencia de lo social en cuanto tal; y (4) en tanto eleva los accesos sociales a la lectura y al conocimiento codificado, lo cual redunda en menores conflictos para el sostén del lazo societario, a la vez que da posibilidades económicas de mejora de la sociedad como un todo, vía la profesionalización de expertos en saberes teóricos, tecnologías y procedimientos, sean materiales o sociales (...)

Esta importancia de lo educativo que se juega en el plano de lo simbólico e incluso lo identitario viene siendo modificada por procesos de mercantilización creciente, que el neoliberalismo ha impuesto a nivel planetario en las últimas tres décadas, con matices diferenciales de virulencia según las resistencias habidas en diferentes contextos.

La primera consigna, dentro del ataque neoliberal a la política y al Estado, ha sido la privatización generalizada de los servicios educativos. Con ello, se lograría que algunos propietarios hicieran negocios con la educación, mientras los usuarios de esta pasaban a ser definidos como “clientes” o “consumidores”, dejando en los hechos de ser atendidos en su condición de ciudadanos portantes de derechos.

Este objetivo máximo se ha cumplido parcialmente; en algunos países (caso de Chile, dentro de Latinoamérica) ha llegado considerablemente lejos, de la mano de dictaduras que reprimieron las resistencias. En Uruguay o la Argentina, el éxito ha sido escaso; en otros, como México, muy parcial.

Pero donde no se privatizó directamente –a veces subvencionando a la población con un bono que los estudiantes a su vez pagan a los directivos privados–, se mercantilizaron considerablemente los servicios escolares estatales, arancelando diversos servicios (a veces desde el nivel primario, y muy a menudo en las universidades). Es decir, servicios estatales pero pagos.

Por otro lado, se inició una nueva modalidad de control del Estado sobre su inversión educativa considerada ahora como un gasto; y para poder manejarla, se instalaron los procedimientos de evaluación permanente sobre las actividades, los establecimientos y los actores del proceso educativo, mecanismo que no se aplica en otras áreas de actividad de los Estados contemporáneos. Se pasó así de la planificación a la evaluación, ofreciendo esta la ventaja de operar sobre hechos consumados y concretos, y permitiendo la eventual toma de decisiones drásticas, basadas en los resultados reales o supuestos de dichas evaluaciones.

Otra política coligada a la anterior es la de descentralización sistemática de los servicios, que ha ido llevando la administración de los Estados nacionales a los provinciales o locales, cuando no a los municipios. Tal política, disfrazada de búsqueda de acercar la administración a las bases sociales del sistema educativo, ha tenido por función descomprometer al Estado nacional de la responsabilidad económica por la educación, dejándola librada a los siempre insuficientes recursos locales; de modo que a nivel de los municipios –donde el conocimiento cara a cara es habitual– pueda exigirse a los pobladores que ellos mismos se hagan cargo de una parte –o del total, si cabe– del gasto que el sistema requiere para sostenerse.

Un resultado de políticas como la recién descripta es la pérdida de unidad que se da en algunos sistemas educativos nacionales, que quedan desmembrados, ya que su dependencia de administraciones locales hace que se vayan definiendo diferencialmente los reglamentos y los planes de estudios en cada una de estas.

Otro tópico fundamental es la puesta del conocimiento al servicio de la producción, es decir, de los propietarios de los medios de producción. La insistencia en subordinar el aparato escolar al aparato económico comete la inconsistencia de pretender planificar la educación al servicio de una economía liberal y desplanificada. Y deja de lado el aspecto propiamente simbólico que es propio de lo educativo, para poner todo el acento en el servicio a efectos tecnológicos, que por cierto muy pocas carreras y profesiones pueden promover. De tal manera, sutilmente se va abandonando el conocimiento teórico, las humanidades y la filosofía, así como la ciencia básica y el pensamiento crítico, centrándose la actividad en formar técnicos y profesionales para las tecnologías que las empresas puedan absorber.

En los últimos años, la globalización capitalista ha puesto su mecanismos al servicio del proceso de mercantilización descripto. La OMC pretende definir a la educación como bien transable (...), a los fines de liquidar toda regulación por parte de los Estados nacionales (...) También la matrícula de estudiantes extranjeros para cursos de grado y posgrado en las universidades es hoy objeto de fuerte mercantilización a nivel internacional, habiendo países como Australia que recogen un tercio de sus recursos para la educación superior de ese origen.